Authors: Elizabeth Kostova
—Una imagen bastante sorprendente —comenté.
—Sí. Fue un fervoroso mecenas de las artes y la arquitectura, y construyó muchos edificios hermosos. —Turgut se dio unos golpecitos en la barbilla con un grueso dedo—. Bien, amigos míos, ¿qué opináis de esta información que Selim Aksoy ha descubierto?
—Es interesante —dije por cortesía—, pero no veo cómo nos ayudará a descubrir la tumba.
—Yo tampoco —reconoció Turgut—. Sin embargo, observo cierta similitud entre este párrafo y el fragmento de la carta que te leí esta mañana. Los sucesos ocurridos en la tumba de Snagov, fueran cuales fueran, tuvieron lugar en el mismo año: 1477. Ya sabemos que es el año posterior a la muerte de Drácula y que un grupo de monjes estaba muy preocupado por algo que ocurrió en Snagov. ¿Pudieron ser los mismos monjes que vinieron a Estambul, o se trataba de otro grupo relacionado con Snagov?
—Es posible —admití—, pero no es más que una conjetura. Esta información sólo documenta que los monjes procedían de los Cárpatos. Los Cárpatos debían estar llenos de monasterios en aquella época. ¿Cómo podemos estar seguros de que procedían del monasterio de Snagov? ¿Qué opinas, Helen?
Debí pillarla por sorpresa, porque descubrí que me estaba mirando con una especie de anhelo que nunca había percibido en su cara. La impresión, sin embargo, se desvaneció al instante, y pensé que la había imaginado o que tal vez estaba pensando en su madre y en nuestro inminente viaje a Hungría. Fueran cuales fueran sus pensamientos, se recuperó al instante.
—Sí, había muchos monasterios en los Cárpatos. Paul tiene razón. No podemos relacionar a los dos grupos sin más información.
Tuve la impresión de que Turgut parecía decepcionado, y empezó a decir algo, pero en aquel momento nos interrumpió una exclamación ahogada. Era el señor Erozan, que todavía reposaba sobre la chaqueta de Turgut.
—¡Se ha desmayado! —gritó Turgut—. Aquí estamos, charlando como cotorras... — Acercó el ajo de nuevo a la nariz de su amigo, y el hombre farfulló y revivió un poco— Hemos de llevarle a casa, deprisa. Profesor, madame, ayudadme. Llamaremos un taxi y le llevaremos a mi apartamento. Mi esposa y yo le cuidaremos. Selim se quedará al frente del archivo. Ha de abrir dentro de unos minutos.
Dio a Aksoy unas veloces órdenes en turco.
Después Turgut levantó al pálido y débil hombre del suelo, le enderezó entre nosotros y le condujo con cuidado hacia la puerta posterior. Helen nos siguió con la chaqueta de Turgut, cruzamos el callejón, y un momento después salimos al sol de la mañana. Cuando la luz bañó el rostro del señor Erozan, éste dio un respingo, se encogió contra mi hombro y alzó una mano para taparse los ojos, como para parar un golpe.
La noche que pasé en aquella granja de Boulois, con Barley al otro lado de la habitación, fue una de las más insomnes de mi vida. Nos acostamos alrededor de las nueve, puesto que no había gran cosa que hacer, salvo escuchar a las gallinas y ver la luz desvanecerse sobre los combados techos de los corrales. Ante mi asombro, descubrimos que no había luz eléctrica en la granja («¿No te has dado cuenta de que no hay cables?», preguntó Barley), y la granjera nos prestó un farol y dos velas antes de desearnos buenas noches. Debido a su luz, las sombras de los muebles antiguos aumentaron de altura y se cernieron sobre nosotros. El bordado que colgaba de la pared osciló un poco.
Al cabo de unos cuantos bostezos, Barley se acostó vestido en una cama y no tardó en caer dormido. Yo no me atreví a imitarle, pero también tenía miedo de dejar arder las velas toda la noche. Por fin, las apagué y dejé tan sólo la luz del farol, la cual consiguió intensificar de una forma horripilante las sombras que me rodeaban, así como la oscuridad que revelaba nuestra única ventana. Las enredaderas murmuraban contra el cristal, los árboles parecieron acercarse más y un ruido amortiguado, que habrían podido ser búhos o palomas, llegó hasta mí cuando me aovillé en la cama. Barley se me antojaba muy lejos. Antes me había alegrado de tener camas separadas, porque así no habría problemas a la hora de dormir, pero ahora deseé que nos hubiéramos visto obligados a dormir espalda contra espalda.
Después de permanecer acostada el tiempo suficiente para sentirme petrificada en una sola posición, vi que una luz suave se insinuaba poco a poco sobre las tablas del piso a través de la ventana. La luna estaba saliendo, y con ella sentí que mi terror se despertaba, como si un viejo amigo hubiera venido a hacerme compañía. Intenté no pensar en mi padre. En cualquier otro viaje habría estado con él, acostado en la otra cama con su decoroso pijama, el libro abandonado a su lado. Habría sido el primero en fijarse en esta vieja granja, habría sabido que la parte central se remontaba a los tiempos de Aquitania, habría comprado tres botellas de vino a la agradable granjera y hablado de viñedos con ella.
Me pregunté, bien a mi pesar, qué haría si mi padre no sobrevivía a su viaje a Saint Matthieu. No podría regresar a Amsterdam, pensé, sola en casa con la señora Clay. Eso sólo serviría para exacerbar el dolor de mi corazón. En el sistema educativo europeo, me faltaban aún dos años para ir a la universidad. Pero ¿quién me acogería antes de eso?
Barley volvería a su vida habitual. No podía esperar que siguiera preocupándose por mí.
Pasó por mi mente Master James, con su triste sonrisa y las entrañables arrugas alrededor de los ojos. Después pensé en Giulia y Massimo, en su villa de Umbría. Vi a Massimo sirviéndome vino («¿Y tú qué estudias, encantadora hija?»), y Giulia diciendo que debían darme la mejor habitación. No tenían hijos. Querían a mi padre. Si mi mundo se desmoronaba, iría a verles.
Apagué el farol, más valiente, y fui de puntillas a echar un vistazo al exterior. Sólo pude vislumbrar la luna, semioculta en un cielo de nubes desgarradas. Sobre ella se deslizó una sombra que conocía demasiado bien... No, sólo fue un momento, y no era más que una nube, ¿verdad? ¿Las alas extendidas, la cola enroscada? Se desvaneció al instante, pero yo me fui a la cama de Barley, y estuve temblando durante horas contra su espalda dormida.
Las diligencias para transportar al señor Erozan hasta el salón de Turgut, donde quedó tendido en uno de los largos divanes, pálido pero sereno, nos ocuparon casi toda la mañana.
Aún seguíamos en el apartamento cuando la señora Bora regresó a mediodía del parvulario.
Entró muy animada, cargada con una bolsa en cada mano enguantada. Llevaba un vestido amarillo y un sombrero con una flor, de manera que parecía un narciso en miniatura. Su sonrisa era dulce y radiante, incluso cuando nos vio en la sala de estar alrededor de un hombre postrado. Por lo visto, nada de lo que hacía su marido la sorprendía, pensé. Tal vez era una de las claves del triunfo de su relación.
Turgut le explicó la situación en turco, y la expresión risueña de la mujer cambió a otra de evidente escepticismo, hasta desembocar en una de horror incipiente, cuando él le enseñó la herida en la garganta de su huésped. La señora Bora nos dirigió a Helen y a mí una mirada de silenciosa consternación, como si eso representara para ella la oleada inicial de una certeza maléfica. Después tomó la mano del bibliotecario, que no sólo estaba blanca, sino también fría, tal como yo había comprobado un momento antes. La sostuvo unos instantes, se secó los ojos y se fue a la cocina, donde oímos el lejano fragor de ollas y sartenes. Pasara lo que pasara, el enfermo disfrutaría de una buena comida. Turgut nos instó a quedarnos, y Helen, ante mi sorpresa, fue a ayudar a la señora Bora.
Cuando nos aseguramos de que el señor Erozan descansaba a gusto, Turgut me condujo a su imponente estudio. Comprobé con alivio que las cortinas estaban corridas sobre el retrato. Estuvimos unos minutos comentando la situación.
—¿Crees que es seguro para ti y tu mujer alojar a ese hombre en vuestra casa? —no pude por menos que preguntarle.
—Me ocuparé de tomar todas las precauciones posibles. Si mejora dentro de uno o dos días, buscaré un lugar donde pueda hospedarse, con alguien que le vigile. —Turgut había acercado una silla para mí, y se había acomodado detrás de su escritorio. Era casi como estar con Rossi en su despacho de la universidad, pensé, salvo que el despacho de Rossi era muy alegre, con sus espléndidas plantas y café humeante, y éste era excéntricamente tétrico—. No espero más ataques en casa, pero si se produce uno, nuestro amigo norteamericano se encontrará con una formidable defensa.
Cuando contemplé su cuerpo fornido detrás del escritorio, no me costó creerle.
—Lo siento —dije—. Parece que te hemos traído un montón de problemas, profesor, hasta tu propia puerta.
Le resumí nuestros encuentros con el malvado bibliotecario y confesé que le había visto delante de Santa Sofía la noche anterior.
—Extraordinario —dijo Turgut. Un sombrío interés brillaba en sus ojos y tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Yo también he de hacerte una pregunta —admití——. Antes has dicho en el archivo que habías visto una cara parecida en otra ocasión. ¿Cuándo y cómo fue?
—Ah. —Mi erudito amigo enlazó las manos sobre el escritorio—. Sí, te lo voy a contar.
Han pasado muchos años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. De hecho, ocurrió unos días después de recibir la carta del profesor Rossi en la que me explicaba que no sabía nada del archivo de aquí. Había estado en la colección por la tarde, después de mis clases. (Entonces la colección estaba en los antiguos edificios de la biblioteca, antes de que la trasladaran a su actual emplazamiento.) Recuerdo que yo estaba enfrascado en una investigación para un artículo sobre una obra perdida de Shakespeare, El rey de Tashkani, que algunos creen ambientada en una versión ficticia de Estambul. ¿Has oído hablar de ella?
Negué con la cabeza.
—Se la cita en las obras de varios historiadores ingleses. Gracias a ellos sabemos que, en la obra original, un fantasma maligno llamado Dracole se aparece al monarca de una hermosa ciudad antigua que él, el monarca, ha tomado por la fuerza. El fantasma dice que en otra época fue enemigo del rey, pero que ahora viene a felicitarle por su sed de sangre. Después anima al monarca a beber la sangre de los habitantes de la ciudad, quienes son ahora los súbditos del monarca. Es un pasaje escalofriante. Algunos dicen que no es de Shakespeare, pero yo —dio una palmada decidida sobre el borde del escritorio—, yo creo que el lenguaje, si la cita está hecha con precisión, sólo puede ser de el, y que la ciudad es Estambul, rebautizada con el nombre pseudoturco de «Tashkani». —Se inclinó hacia delante—. También creo que el tirano al que se aparece el fantasma no es otro que el sultán Mehmet II, conquistador de Constantinopla.
El vello de mi nuca se erizó.
—¿Cual crees que puede ser el significado de todo esto? Me refiero en lo concerniente a Drácula.
—Bien, amigo mío, es muy interesante para mí que la leyenda de Vlad Drácula penetrara incluso en la Inglaterra protestante hacia, digamos, 1590, tal era su poder. Además, si Tashkani era Estambul, eso demostraría la realidad de la presencia de Drácula en los tiempos de Mehmet. El sultán entró en la ciudad en 1453. Sólo habían pasado cinco años desde que el joven Drácula regresara a Valaquia de su encarcelamiento en Asia Menor y no existen pruebas fehacientes de que volviera en vida a nuestra región, aunque algunos estudiosos piensan que rindió tributo en persona al sultán. No creo que eso pueda demostrarse. Sostengo la teoría de que Vlad Drácula dejó un legado de vampirismo aquí, si no durante su vida, sí después de su muerte. Pero —suspiró— la frontera que separa la literatura de la historia es con frecuencia borrosa, y yo no soy historiador.
—Eres un excelente historiador —dije con humildad—. Estoy impresionado por la cantidad de pistas históricas que has seguido, y con tanto éxito.
—Eres muy amable, joven amigo. Bien, un día estaba trabajando en mi artículo sobre esta teoría (que nunca, ay, fue publicado, porque los editores de la revista a quienes lo presenté dijeron que su contenido era demasiado condescendiente con las supersticiones), era ya bastante tarde, y después de tres horas en el archivo fui al restaurante que hay enfrente para tomar un poco de bórek (hojaldre relleno de yogur, queso blanco e hinojo picado que se prepara al horno). ¿Has probado el bórek?
—Aún no —admití.
—Has de probarlo cuanto antes, es una de nuestras especialidades más deliciosas. Bien, fui al restaurante. Ya estaba oscureciendo, porque era invierno. Me senté a una mesa y mientras esperaba saqué la carta del profesor Rossi y la volví a leer. Tal como ya he dicho, la tenía en mi posesión desde hacía muy pocos días, y me había dejado muy perplejo. El camarero trajo mi plato y me fijé en su cara cuando lo dejó sobre la mesa. Miraba hacia abajo, y tuve la impresión de que se fijaba en la carta que yo estaba leyendo, con el nombre de Rossi en el encabezado. La miró atentamente una o dos veces y después pareció borrar toda expresión de su cara, pero noté que se ponía detrás de mí para dejar otro plato en la mesa, y me pareció que leía la carta por encima de mi hombro. »No me pude explicar su comportamiento, pero como me inquietó, doblé la carta y me dispuse a comer. Se fue sin hablar y le observé mientras se movía por el restaurante. Era un hombre corpulento de hombros anchos, de pelo negro peinado hacia atrás y grandes ojos oscuros. Habría sido apuesto de no ser por su aspecto, ¿cómo se dice?, algo siniestro. Dio la impresión de que no me hacía caso durante una hora, incluso después de que terminé de comer. Saqué un libro para leer unos minutos, y entonces apareció de repente junto a mi mesa y dejó una taza de té humeante delante de mí. Yo no había pedido té, y me quedé sorprendido. Pensé que podía ser una invitación de la casa o una equivocación. "Su té — dijo cuando lo depositó sobre la mesa—. Lo he pedido muy caliente."
»Entonces me miró a los ojos y soy incapaz de explicar lo mucho que me aterrorizó su cara.
Era de tez pálida, casi amarilla, como si estuviera, ¿cómo decirlo?, podrido por dentro. Sus ojos eran oscuros y brillantes, casi como los de un animal, bajo unas grandes cejas. Su boca era como cera roja y tenía los dientes muy blancos y largos. Parecían extrañamente sanos en una cara enfermiza. Sonrió cuando se inclinó sobre el té y percibí su extraño olor, que me provocó náuseas y estuve a punto de desmayarme. Puedes reírte, amigo mío, pero recordaba un poco un olor que siempre he considerado agradable en otras circunstancias: el