La Historiadora (43 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Lo que más deseaba era apoderarse del trono de Valaquia.

El taxi se desvió demasiado pronto hacia el barrio antiguo de Pest, lejos del río, pero aquí me esperaban más prodigios, que devoré con la vista sin la menor vergüenza: cafeterías que imitaban las glorias de Egipto o Asiria, calles peatonales abarrotadas de enérgicos compradores y provistas de farolas de hierro, mosaicos y esculturas, ángeles y santos en mármol y bronce, reyes y emperadores, violinistas con blusas blancas que tocaban en la esquina de una calle.

—Ya hemos llegado —dijo de repente Helen—. Éste es el barrio de la universidad, y allí está la biblioteca. —Estiré el cuello para echar un vistazo a un bello edificio clásico de piedra amarilla—. Ya iremos cuando podamos. De hecho, quiero consultar algo en ella.

Aquí está nuestro hotel, al lado de la utca Magyar, para ti calle Magyar. He de conseguirte un plano para que no te pierdas.

El taxista depositó nuestras maletas delante de una fachada de piedra gris elegante y aristocrática, y yo le di la mano a Helen para ayudarla a bajar del coche.

—Me lo imaginaba —resopló—. Siempre utilizan este hotel para los congresos.

—A mí me parece bien —aventuré.

—Oh, no está mal. Te gustará en especial porque podrás elegir entre agua fría y agua fría y también por la comida precocinada.

Helen pagó al conductor con una selección de grandes monedas de plata y cobre.

—Pensaba que la comida húngara era maravillosa —dije para consolarla— Estoy seguro de que lo he leído en algún sitio. Goulash y paprika, y todo eso.

Helen puso los ojos en blanco.

—Todo el mundo habla siempre del goulash y la paprika cuando dices Hungría, al igual que todo el mundo habla de Drácula si dices Transilvania. —Rió—. Pero no hagas caso de la comida del hotel. Ya verás cuando comamos en casa de mi tía o de mi madre. Luego hablaremos de cocina húngara.

—Pensaba que tu madre y tu tía eran rumanas —protesté, y 10 lamenté al instante. El rostro de Helen se petrificó.

—Puedes pensar lo que te dé la gana, yanqui —me dijo en tono perentorio, y levantó su maleta antes de que yo pudiera cogerla.

El vestíbulo del hotel era silencioso y fresco, revestido de mármol y pan de oro de una época más próspera. Lo encontré agradable, y no vi nada de lo que Helen debiera avergonzarse. Un momento después caí en la cuenta de que había pisado mi primer país comunista. En la pared, detrás del mostrador de recepción, había fotografías de autoridades del Gobierno, y el uniforme azul oscuro de todo el personal del hotel poseía algo tímidamente proletario. Helen nos registró y me dio la llave de mi habitación.

—Mi tía se ha encargado de todo a la perfección —dijo satisfecha—. Ha dejado un mensaje telefónico diciendo que nos encontraremos aquí con ella a las siete de la tarde para ir a cenar. Antes nos inscribiremos en el congreso y asistiremos a una recepción a las cinco.

Me decepcionó la noticia de que la tía no nos llevaría a su casa para probar la comida casera húngara, y para echar un vistazo a la vida de la élite burocrática, pero me recordé a toda prisa que, al fin y al cabo, yo era un norteamericano y no debía esperar que se me abrieran todas las puertas. Yo podía constituir un peligro, un inconveniente o, al menos, un engorro. De hecho, pensé, haría bien en intentar pasar desapercibido y causar los menos problemas posibles a mis anfitriones. Tenía suerte de estar allí, y lo último que deseaba eran problemas para Helen o su familia.

Mi habitación, en la primera planta, era sencilla y limpia, con incongruentes toques de antigua grandeza en los querubines dorados de las esquinas superiores y el lavabo de mármol en forma de gran concha marina. Mientras me lavaba las manos y me peinaba en el espejo, desvié la vista desde los sonrientes tutti hasta la estrecha cama, ya hecha, que habría podido ser un catre del ejército, y sonreí. Esta vez mi habitación estaba en un piso diferente del de Helen (¿previsión de la tía de Helen?), pero al menos tendría como compañía a aquellos querubines anticuados y sus guirnaldas austrohúngaras.

Helen me estaba esperando en el vestíbulo, y me condujo en silencio a través de las grandes puertas del hotel hasta la majestuosa calle. Llevaba de nuevo su blusa azul claro (en el curso de nuestros viajes, el aspecto de mi ropa se había deteriorado bastante, mientras que ella había conseguido que tuvieran un aspecto planchado y lavado, cosa que yo consideré un talento propio de la Europa del Este) y se había recogido el pelo en un moño ceñido en la nuca. Estaba absorta en sus pensamientos mientras nos dirigíamos a la universidad. No me atreví a preguntar en qué estaba pensando, pero al cabo de un rato me lo reveló por voluntad propia.

—Me resulta muy raro volver aquí tan de repente —dijo, y me miró.

—¿Y con un norteamericano desconocido?

—Y con un norteamericano desconocido —murmuró, pero no sonó como un cumplido.

La universidad estaba compuesta por edificios impresionantes, algunos de ellos ecos de la hermosa biblioteca que habíamos visto antes, y empecé a sentir cierto nerviosismo cuando Helen indicó con un ademán nuestro destino, una amplia sala de estilo clásico de la segunda planta, rodeada de estatuas. Me detuve para mirarlas y leí algunos de los nombres, escritos en sus versiones magiares: Platón, Descartes, Dante, todos coronados con laureles y vestidos con togas clásicas. Conocía menos las otras figuras: Szent István, Mátyás Corvinus, János Hunyadi. Blandían cetros o se tocaban con pesadas coronas.

—¿Quiénes son? —pregunté a Helen.

—Ya te lo diré mañana —contestó—. Vamos, ya son más de las cinco.

Entramos en la sala con varios jóvenes que parecían muy animados, a los cuales tomé por estudiantes, y nos encaminamos a una enorme estancia del segundo piso. Mi estómago se revolvió un poco. La sala estaba llena de profesores con trajes grises, negros o de tweed y corbatas torcidas (tenían que ser profesores, razoné), que comían pimientos rojos y queso blanco y bebían algo que olía a un medicamento muy potente. Todos eran historiadores, pensé acongojado, y si bien en teoría era un colega más, el corazón me dio un vuelco. Un grupo de colegas rodeó de inmediato a Helen, y la vi estrechar la mano con franca camaradería a un hombre cuyo copete me recordó una especie de perro. Casi había decidido fingir que estaba mirando por la ventana la magnífica fachada de la iglesia de enfrente, cuando Helen me agarró por el codo durante una fracción de segundo (¿era un comportamiento juicioso?) y me arrastró hacia el núcleo de la muchedumbre.

—Te presento al profesor Sándor, jefe del Departamento de Historia de la Universidad de Budapest y nuestro medievalista más importante —me dijo, al tiempo que indicaba al perro blanco, y yo me apresuré a presentarme.

Un apretón de hierro estrujó mí mano, y el profesor Sándor manifestó que se sentían muy honrados por que yo me hubiera sumado al congreso. Me pregunté por un momento sí sería el amigo de la misteriosa tía. Para mi sorpresa, habló en un inglés claro, aunque lento.

—Es todo un placer tenerle aquí —dijo cordialmente—. Estamos ansiosos por escuchar su conferencia de mañana.

Expresé a mi vez el honor que sentía por haberme permitido hablar en el congreso, y procuré no mirar a Helen mientras lo decía.

—Excelente —tronó el profesor Sándor—. Sentimos un gran respeto por las universidades de su país. Ojalá nuestras dos naciones vivan en paz y amistad por siempre. —Brindó con su vaso de producto medicinal transparente que yo había estado oliendo, y me apresuré a devolver el brindis, pues un vaso se había materializado como por arte de magia en mi mano—. Y ahora, si podemos hacer algo para que su estancia en Budapest sea más feliz, dígalo.

Sus grandes ojos oscuros, brillantes en un rostro envejecido y que contrastaban con su melena blanca, me recordaron por un momento a los de Helen, y de repente me cayó mejor.

—Gracias, profesor —le dije con sinceridad, y me dio una palmada en la espalda con su gigantesca manota.

—Por favor, vengan. Coman y beban, y luego ya hablaremos.

Enseguida desapareció para atender a sus demás responsabilidades, y yo me encontré asediado por las ansiosas preguntas de otros miembros de la facultad y estudiosos visitantes, algunos de los cuales parecían más jóvenes que yo. Se congregaron alrededor de Helen y de mí, y poco a poco distinguí entre sus voces un parloteo en francés y alemán, y algún otro idioma que tal vez era ruso. Era un grupo muy animado, un grupo encantador, y empecé a olvidar mis nervios. Helen me presentó con una gracia distante que se me antojó la nota apropiada para la ocasión, y explicó con delicadeza la naturaleza de nuestro trabajo conjunto y el artículo que publicaríamos pronto en una revista norteamericana. Las caras ansiosas se arremolinaron en torno a ella, y se ruborizó un poco cuando estrechó las manos, e incluso besó las mejillas, de algunos viejos conocidos. Estaba claro que no la habían olvidado, pero ¿cómo sería eso posible?, pensé. Reparé en que había otras mujeres en la sala, algunas mayores y otras más jóvenes, pero las eclipsaba a todas. Era más alta, más vivaracha, más desenvuelta, con sus hombros anchos, su hermosa cabeza y abundantes rizos, su expresión de ironía vivaz. Me volví hacia uno de los miembros de la facultad húngara con tal de no mirarla. La feroz bebida empezaba a correr por mis venas.

—¿Es la típica reunión previa a un congreso aquí?

No sabía muy bien a qué me refería, pero era una excusa para apartar mis ojos de Helen.

—Sí —dijo mi interlocutor con orgullo. Era un hombre bajo, de unos sesenta años, con chaqueta gris y corbata gris—. Celebramos muchos congresos internacionales en la universidad, sobre todo ahora.

Iba a preguntar lo que significaba «sobre todo ahora», pero el profesor Sándor se había materializado a mi lado de nuevo y me estaba guiando hacia un hombre apuesto que parecía ansioso por conocerme.

—Le presento al profesor Géza József —me dijo—. Tiene muchas ganas de conocerle.

Helen se volvió al mismo tiempo, y ante mi sorpresa vi una expresión de desagrado (¿o de disgusto?) destellar en su cara. Se precipitó al instante hacia nosotros, como si quisiera intervenir.

—¿Cómo estás, Géza?

Le estrechó las manos con formalidad y cierta frialdad, antes de que yo tuviera tiempo de saludar al hombre.

—Me alegro de verte, Helen —dijo el profesor József al tiempo que hacía una breve reverencia, y percibí algo extraño en su voz, que tanto podía ser un toque burlón como cualquier otra emoción. Me pregunté si estaban hablando inglés en deferencia hacia mí.

—Y yo a ti —replicó ella—. Permíteme presentarte a un colega con el que he estado trabajando en Estados Unidos...

—Es un placer conocerle —dijo, y me dedicó una sonrisa que iluminó sus hermosas facciones. Era más alto que yo, de espeso cabello castaño y con el porte confiado de un hombre enamorado de su virilidad. Habría estado magnífico a lomos de un caballo, cabalgando por las llanuras con rebaños de ovejas, pensé. Su apretón de manos fue cálido, y me dio una palmada de bienvenida con la otra mano en el hombro. No pude fijarme en si Helen le consideraba repulsivo, aunque no pude sacudirme de encima la impresión de que así era—. De modo que nos va a honrar mañana con una conferencia. Esto es espléndido — dijo. Hizo una breve pausa—. Pero mi inglés no es muy bueno. ¿Prefiere que hablemos en francés o alemán?

—Estoy seguro de que su inglés es mucho mejor que mi francés o mi alemán —respondí enseguida.

—Es usted muy amable. —Su sonrisa era un prado henchido de flores—. Tengo entendido que su especialidad es la dominación otomana de los Cárpatos, ¿verdad?

Aquí, las noticias viajaban con celeridad, pensé. Igual que en casa.

—Ah, sí —admití—. Aunque estoy seguro de que su facultad va a enseñarme muchas cosas sobre el tema.

—No creo —murmuró cortésmente—, pero he llevado a cabo una pequeña investigación sobre la materia, que me encantaría comentar con usted.

—Los intereses del profesor József son muy variados —intervino Helen. Su tono habría helado el agua caliente. Todo esto era muy desconcertante, pero me recordé que todo departamento académico padece disturbios civiles, cuando no una guerra declarada, y éste no debía ser la excepción. Antes de que pudiera pensar en una fórmula conciliadora, Helen se volvió hacia mí con brusquedad—. Profesor, hemos de ir a nuestra siguiente reunión.

Por un segundo, no supe a quién estaba hablando, pero apoyó la mano con firmeza debajo de mi brazo.

—Ah, ya veo que está muy ocupado. —El profesor József era todo pesar—. Tal vez podamos hablar de la cuestión otomana en otro momento. Me encantaría enseñarle algunas cosas de nuestra ciudad, profesor, o llevarle a comer...

—El profesor estará muy ocupado mientras dure el congreso —dijo Helen. Estreché la mano del hombre con toda la cordialidad que la mirada gélida de Helen me permitió, y después Géza József se apoderó de la mano libre de ella.

—Es un placer volver a verte en tu patria —le dijo, inclinó la cabeza y besó su mano. Helen la retiró al instante, pero una extraña expresión cruzó por su cara. Estaba algo conmovida por el gesto, decidí, y por primera vez me cayó mal el encantador historiador húngaro.

Helen me condujo de nuevo hacia el profesor Sándor. Nos disculpamos y expresamos nuestra impaciencia por escuchar las conferencias del día siguiente.

—Y nosotros estamos deseosos de asistir a la suya.

Apretó mi mano entre las suyas. Los húngaros eran un pueblo muy afectuoso, pensé, con una agradable sensación de bienestar que sólo era en parte el efecto de la bebida en mi organismo. Mientras aplazara cualquier pensamiento real sobre la conferencia, me sentiría ahíto de satisfacción. Helen me cogió del brazo, y creí que escudriñaba la habitación con una veloz mirada antes de salir.

—¿Qué ha pasado? —El aire de la noche era de un frescor vivificante, pero yo me sentía mejor que nunca—. Tus compatriotas son las persona más cordiales que he conocido en mi vida, pero tuve la impresión de que estabas a punto de decapitar al profesor József.

—En efecto —replicó—. Es insufrible.

—Insufrible, diría yo —corregí—. ¿Por qué le tratas así? Te saludó como si fueras una vieja amiga.

—Oh, no tengo ningún problema con él, salvo que es un buitre. Un vampiro, en realidad.

—Calló enseguida y me miró, con ojos desorbitados—. No quería decir...

—Pues claro que no —dije—. Me fijé en sus caninos.

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