La Historiadora (44 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Tú también eres insufrible —dijo, y se soltó de mi brazo. La miré con pesar.

—No me importa que me cojas del brazo —dije con desenvoltura—, pero ¿es una buena idea que lo hagas delante de toda tu universidad?

Me miró un momento, y fui incapaz de descifrar la oscuridad de sus ojos.

—No te preocupes. No había nadie de Antropología presente. —Pero conoces a muchos historiadores, y la gente habla —insistí. Oh, aquí no. —Lanzó una carcajada seca—. Aquí todos somos camaradas. Ni habladurías ni conflictos, sólo dialéctica entre camaradas. Ya lo verás mañana. Todo es como una pequeña utopía.

—Helen —gemí—, ¿quieres hacer el favor de hablar en serio al menos por una vez? Sólo estoy preocupado por tu reputación..., tu reputación política. Al fin y al cabo, algún día volverás aquí y te encontrarás con toda esta gente.

—¿De veras?

Cogió mi brazo de nuevo y seguimos andando. Yo no intenté soltarme. Poco habría podido valorar más en aquel instante que el roce de su manga negra contra mi codo.

—De todos modos, valió la pena. He conseguido que los dientes de Géza rechinaran. Los colmillos, quiero decir.

—Bien, gracias —mascullé, pero no dije nada más porque había perdido la confianza en mi cordura. Si su intención había sido dar celos a alguien, conmigo le había salido bien. De pronto, la imaginé en los fuertes brazos de Géza. ¿Habían sido amantes antes de que Helen abandonara Budapest? Debieron formar una pareja impresionante, pensé: los dos eran guapos, altos y elegantes, de pelo oscuro y hombros anchos. De repente, me sentí insignificante y anglosajón, nada comparable a los jinetes de la estepa. Sin embargo, la cara de Helen prohibía más preguntas, y tuve que contentarme con el peso silencioso de su brazo.

Con excesiva prontitud atravesamos las puertas doradas del hotel y entramos en el silencioso vestíbulo. Al instante, una figura solitaria se levantó de entre las butacas tapizadas en negro y palmeras plantadas en macetas y esperó con calma a que nos acercáramos. Helen emitió un gritito y corrió hacia ella con las manos extendidas. —¡ Eva!

39

Desde que la conocí —sólo la vi tres veces, y la segunda y tercera fueron breves—, he pensado muchas veces en Eva, la tía de Helen. Hay personas que permanecen grabadas en la memoria con mucha más definición tras un breve encuentro que otras a las que ves cada día durante un período largo. Tía Eva era una de esas personas, y mi memoria e imaginación han conspirado para conservarla en vívidos colores durante veinte años. Con frecuencia la he utilizado para recrear a personajes de libros o de figuras históricas. Por ejemplo, se materializó de manera automática cuando me topé con madame Merle, la agradable conspiradora de Retrato de una dama, de Henry James.

De hecho, tía Eva ha personificado a tantas mujeres formidables, agradables y sutiles en mis reflexiones que es un poco difícil para mí retrotraerme a la verdadera tal como la conocí una noche de verano de 1954 en Budapest. Sí recuerdo que Helen se precipitó en sus brazos con afecto desmesurado, mientras que tía Eva permaneció inmóvil, serena y digna, y abrazó y besó sonoramente a su sobrina en cada mejilla. Cuando Helen se volvió, ruborizada, para presentarnos, vi lágrimas brillar en los ojos de ambas mujeres.

—Eva, éste es mi colega norteamericano, de quien ya te he hablado. Paul, te presento a mi tía, Eva Orbán.

Le estreché la mano y procuré no mirarla fijamente. La señora Orbán era una mujer alta y de aspecto distinguido, de unos cincuenta y cinco años. Lo que me hipnotizó de ella fue su asombroso parecido con Helen. Podrían haber sido hermanas, una mayor y otra mucho más joven, o bien gemelas, una de las cuales había envejecido por obra de amargas experiencias, mientras que la otra se había mantenido joven y fresca como por arte de magia. Tía Eva sólo era un ápice más baja que Helen y poseía el porte elegante y enérgico de su sobrina. Cabía la posibilidad de que su rostro hubiera sido más adorable que el de su sobrina, y todavía era muy hermosa, con la misma nariz larga y recta, los pómulos pronunciados y los melancólicos ojos oscuros. El color de su pelo me intrigó hasta que comprendí que no era el natural. Era de un peculiar rojo púrpura, con un poco de blanco en las raíces. Durante nuestra estancia en Budapest vi ese color de pelo en muchas mujeres, pero aquella primera visión me sorprendió. Llevaba pequeños pendientes de oro en las orejas y un traje negro igual al de Helen, con una blusa roja debajo.

Cuando nos estrechamos la mano, tía Eva escudriñó mi cara con mucha seriedad, casi con severidad. Tal vez estaba buscando alguna debilidad de carácter de la que debiera advertir a su sobrina, pensé, y luego me reprendí. ¿Por qué iba a considerarme un pretendiente en potencia? Vi una red de finas arrugas alrededor de sus ojos y en las comisuras de sus labios, la herencia de una sonrisa sempiterna. Aquella sonrisa emergió un momento, como si no pudiera reprimirla durante mucho tiempo. No me extrañó que aquella mujer pudiera conseguir una conferencia de más en un congreso y sellos en visados en tan poco tiempo, pensé. La inteligencia que proyectaba sólo tenía parangón con su sonrisa. Al igual que los de Helen, sus dientes eran blancos y rectos, algo que no era muy común entre los húngaros, según había observado.

—Encantado de conocerla —dije—. Gracias por concederme el honor de asistir al congreso.

Tía Eva rió y apretó mi mano. Si había pensado que era tranquila y reservada un momento antes, me había engañado. Soltó una parrafada en húngaro, y yo me pregunté si se suponía que debía entender algo. Helen acudió en mi rescate al punto.

—Mi tía no habla inglés —explicó—, aunque lo entiende más de lo que quiere admitir. La gente mayor de aquí ha estudiado alemán y ruso, y a veces francés, pero el inglés lo estudia muy poca gente. Yo te traduciré lo que diga. Chsss. —Apoyó una mano cariñosa sobre el brazo de su tía, y añadió algo en húngaro—. Dice que te dé la bienvenida y espera que no te metas en líos, pues puso en pie de guerra a toda la Subsecretaría de Visados para conseguírtelo. Espera que la invites a tu conferencia, que no entenderá muy bien, pero es una cuestión de principios, y también has de satisfacer su curiosidad sobre tu universidad, cómo me conociste, si me porto como es debido en Estados Unidos y qué clase de platos cocina tu madre. Te hará otras preguntas más adelante.

Las miré a las dos estupefacto. Ambas me sonrieron, aquellas dos magníficas mujeres, y vi la ironía de Helen en la cara de su tía, aunque a Helen no le habría ido mal fijarse en la frecuencia con que su tía sonreía. No era posible engañar a alguien tan inteligente como Eva Orbán. Al fin y al cabo, me recordé, había ascendido desde una aldea de Rumanía a una posición de poder en el Gobierno húngaro.

—Procuraré satisfacer la curiosidad de tu tía —dije a Helen—. Haz el favor de explicarle que las especialidades de mi madre son la carne mechada y los macarrones a la italiana.

—Ah, carne mechada —dijo Helen. La explicación que dio a su tía suscitó una sonrisa de aprobación—. Pide que transmitas sus saludos y felicitaciones a tu madre por su estupendo hijo. —Sentí que me ruborizaba, irritado, pero prometí entregar el mensaje—. Ahora quiere llevarnos a un restaurante que te gustará mucho, sabores de la antigua Budapest.

Minutos después, los tres estábamos sentados en el asiento trasero de lo que supuse era el coche particular de tía Eva (no era un vehículo muy proletario, por cierto), y Helen me iba enseñando los monumentos interesantes, inducida por su tía. Debería decir que tía Eva jamás pronunció una palabra en inglés en el curso de nuestros tres encuentros, pero tuve la impresión de que era como una cuestión de principios (¿un protocolo antioccidental quizá?). Cuando Helen y yo hablábamos, ella parecía entenderme, al menos en parte, antes de que Helen tradujera. Era como si estuviera efectuando una declaración lingüística de que las cosas occidentales debían tratarse con cierto distanciamiento, incluso con un poco de asco, pero un individuo occidental podía ser una excelente persona, a la que se debía dispensar toda la hospitalidad húngara. Al final, me acostumbré a hablar con ella por mediación de Helen, hasta el punto de que a veces tenía la impresión de estar a punto de entender aquellas oleadas de palabras esdrújulas.

En cualquier caso, algunas comunicaciones no necesitaban intérprete. Después de otro glorioso paseo por la orilla del río, cruzamos el Széchenyi Lánchid, el Puente de las Cadenas, tal como descubrí después, un milagro de la ingeniería del siglo XIX obra de uno de los grandes embellecedores de Budapest, el conde István Széchenyi. Cuando entramos en el puente, toda la luz nocturna, reflejada en el Danubio, bañó la escena, de manera que la exquisita mole del castillo y las iglesias de Buda, adonde nos dirigíamos, adquirieron relieves dorados y marrones. El Széchenyi Lánchid es un elegante puente colgante, custodiado en cada extremo por leones couchants; dos grandes arcos de triunfo sostienen los gruesos cables de los que pende el tramo central. Mi exclamación espontánea de admiración provocó la sonrisa de tía Eva, y Helen, sentada entre nosotros, también sonrió con orgullo.

—Es una ciudad maravillosa —dije, y tía Eva me apretó el brazo como si fuera hijo suyo.

Helen me explicó que su tía quería informarme sobre la reconstrucción del puente.

—Budapest sufrió graves daños durante la guerra —dijo—. Uno de los puentes aún no ha sido reparado por completo y muchos edificios fueron destruidos. Pero este puente fue reconstruido en 1949 para celebrar ¿cómo se dice?, el centenario de su construcción, y estamos muy orgullosos de eso. Y yo en particular, porque mi tía colaboró en la organización de la reconstrucción.

Tía Eva sonrió y asintió, y después pareció recordar que no debía entender nada de lo que decíamos.

Un momento después nos internamos en un túnel que daba la impresión de correr bajo el castillo. Tía Eva nos dijo que había elegido uno de sus restaurantes favoritos, un lugar «auténticamente húngaro» en la calle József Attila. Aún me asombraban los nombres de las calles de Budapest, algunos de ellos sólo extraños o exóticos para mí, y otros, como éste, evocadores de un pasado que yo había vivido sólo en los libros. La calle József Attila era tan majestuosa como casi todo el resto de la ciudad. Ya no era el sendero embarrado flanqueado de campamentos bárbaros, donde los guerreros hunos comían sobre sus sillas de montar. El restaurante era silencioso y elegante, y el jefe de comedor salió a recibir a tía Eva y la llamó por su nombre. Parecía acostumbrada a este tipo de atenciones. A los pocos minutos estábamos instalados en la mejor mesa de la sala, donde disfrutábamos de la vista de viejos árboles y edificios antiguos, transeúntes con atuendo veraniego y pequeños coches ruidosos que atravesaban la ciudad a toda velocidad. Me recliné en el asiento con un suspiro de placer.

Tía Eva pidió por nosotros, como si lo hubiera decidido de antemano, y cuando llegaron los primeros platos, lo hicieron acompañados de un potente licor llamado pálinka, que según Helen era un destilado de albaricoques.

—Ahora tomaremos algo muy bueno con esto —me explicó tía Eva por mediación de Helen—. Lo llamamos hortobágyi palacsinta. Son una especie de crepes rellenas de carne de ternera, un plato tradicional de los pastores de las tierras bajas de Hungría. Te gustarán.

Me gustaron, y también todos los demás platos que siguieron: el guiso de carne con verduras, el pastel de patatas, salami y huevos duros, las ensaladas, las judías verdes con cordero, el maravilloso pan de un color marrón dorado. No me había dado cuenta hasta entonces del hambre que había padecido durante nuestro largo día de viaje. También reparé en que Helen y su tía comían sin ocultar el placer que sentían, algo que ninguna mujer norteamericana habría osado hacer en público.

Sería un error dar la impresión de que sólo comimos. Mientras todos esos platos tradicionales eran engullidos, tía Eva hablaba y Helen traducía. Yo hice alguna pregunta, pero recuerdo que me pasé casi todo el rato absorbiendo tanto la comida como la información. Daba la impresión de que tía Eva tenía grabado a fuego en su mente que yo era un historiador. Tal vez hasta sospechaba mi ignorancia sobre el tema de la historia de Hungría, y quería asegurarse de que no la avergonzaría en el congreso, o quizá se sentía impelida por el patriotismo del inmigrante bien integrado. Fueran cuales fueran sus motivos, hablaba de manera brillante, y yo casi podía leer la siguiente frase en su rostro expresivo y vivaz, antes de que Helen tradujera.

Por ejemplo, cuando terminamos de brindar por la amistad entre nuestros países con el pálinka, tía Eva sazonó nuestras crepes de pastor con la descripción de los orígenes de Budapest (había sido una guarnición romana llamada Aquincum, y aún se encontraban ruinas de la época), y pintó un animado cuadro de Atila y los hunos, cuando la arrebataron a los romanos en el siglo V. De hecho, los otomanos fueron rezagados bondadosos, pensé.

El guiso de carne y verduras (un plato al que Helen llamaba gulyás, aunque me aseguró con una severa mirada que no era goulash, al que los húngaros llamaban de otra manera) dio paso a una larga descripción de la invasión de la región por los magiares en el siglo IX.

Mientras comíamos el pastel de patatas y salami, que sin duda era mucho mejor que la carne mechada o los macarrones a la italiana, tía Eva describió la coronación del rey Esteban I (san István, para ellos) por el Papa en el año 1000.

—Era un pagano vestido con pieles de animales —tradujo Helen—, pero fue el primer rey de Hungría y convirtió a los húngaros al cristianismo. En Budapest, verás su nombre por todas partes.

Justo cuando pensaba que no podía comer ni un bocado más, aparecieron dos camareros con bandejas de pasteles y tartaletas que no habrían estado fuera de lugar en un salón del trono austrohúngaro, todo aderezado con remolinos de chocolate o nata montada, además de tazas de café.

—Eszpresszó —explicó tía Eva. No sé cómo, encontramos sitio para todo eso—. El café tiene una historia trágica en Budapest —tradujo Helen—. Hace mucho tiempo, en 1541 para ser exactos, el invasor Solimán I invitó a uno de nuestros generales, llamado Bálint Tórók, a tomar una cena deliciosa con él en su tienda, y al final del ágape, mientras bebía café (fue el primer húngaro en probar café), Solimán le informó de que las mejores tropas turcas habían tomado el castillo de Buda mientras ellos cenaban. Ya podéis imaginar qué amargo debió parecerle el café.

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