La Historiadora (71 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Tal vez. —Me dirigió una sonrisa extraña—. Si Rossi y yo nos hubiéramos encontrado, quizás habríamos podido sumar nuestros conocimientos antes de que fuera demasiado tarde.

Me pregunté si se refería a antes de la revolución búlgara, antes de que se exiliara aquí, pero no quise preguntar. No obstante, un segundo después explicó sus palabras.

—Interrumpí mi investigación con bastante brusquedad. El día en que regresé de la región de Bachkovo, con un viaje a Rumanía ya maduro en mi mente, entré en mi apartamento de Sofía y vi una escena pavorosa.

Hizo otra pausa y cerró los ojos.

—Intento no pensar en ese día. Antes debo decirles que tenía un pequeño apartamento cerca de Rimskaya stena, la muralla romana de Sofía, un lugar muy antiguo, y que me gustaba por la historia de la ciudad que lo rodeaba. Había salido a comprar comestibles y había dejado mis papeles y libros sobre Bachkovo y otros monasterios abiertos sobre la mesa. Cuando volví, vi que alguien había removido todas mis cosas, sacado libros de los estantes y registrado mi gabinete. En el escritorio, encima de mis papeles, había un pequeño reguero de sangre. Ya saben, como una página manchada de tinta... —Se interrumpió y nos miró fijamente—. En mitad del escritorio había un libro que nunca había visto.

De pronto, se levantó, entró en la otra habitación y le oímos ir de un lado a otro, moviendo libros de sitio. Tendría que haberme levantado para ayudarle, pero me quedé petrificado y miré a Helen, que también parecía paralizada.

Al cabo de un momento, Stoichev volvió con un grueso infolio en los brazos. Estaba encuadernado en piel desgastada. Lo dejó delante de nosotros y vimos que lo abría con manos vacilantes y nos enseñaba, sin palabras, las numerosas páginas en blanco y la gran imagen del centro. El dragón parecía más pequeño, porque las páginas del infolio, más grandes, dejaban considerable espacio alrededor, pero era sin lugar a dudas la misma xilografía, incluido el borrón que había observado en el de Hugh James. Había otro borrón en el borde amarillento, cerca de las garras del dragón. Stoichev lo indicó, pero parecía tan sobrecogido por alguna emoción (desagrado, miedo) que por un momento pareció olvidarse de hablarnos en inglés.


Kr’v
—dijo—. Sangre.

Me acerqué. No cabía duda de que la mancha color pardo era una huella digital.

—Dios mío. —Me estaba acordando de mi pobre gato, y de Hedges, el amigo de Rossi—. ¿Había algo o alguien más en la habitación? ¿Qué hizo cuando vio la escena?

—No había nadie en la habitación —dijo en voz baja—. Había cerrado la puerta con llave, y todavía lo estaba cuando volví, entré y vi la terrible escena. Llamé a la policía, miraron por todas partes y al final..., ¿Cómo se dice...? Ellos analizaron una muestra de la sangre y llevaron a cabo comparaciones. Descubrieron con facilidad de quién era.

—¿De quién?

Helen se inclinó hacia delante.

Stoichev bajó todavía más la voz, de modo que yo también tuve que inclinarme para oírle. El sudor perlaba su cara arrugada.

—Era mía —dijo.

—Pero...

—No, claro que no. Yo no había estado allí, pero la policía pensó que todo había sido un montaje mío. Lo único que no coincidía era la huella dactilar. Dijeron que nunca habían visto una huella humana parecida. Tenía muy pocas líneas. Me devolvieron el libro y los papeles y me ordenaron que pagara cierta cantidad por intentar tomarle el pelo a la ley. Casi perdí mi empleo de profesor.

—¿Abandonó su investigación? —pregunté.

Stoichev alzó sus delgados hombros en un gesto de impotencia.

—Es el único proyecto que no he continuado. Habría seguido adelante, incluso entonces, de no ser por esto. —Volvió poco a poco hasta la segunda hoja del volumen—. Por esto — repitió, y en la página vi una sola palabra escrita, con letra hermosa y arcaica, en tinta antigua y desvaída.

Ya conocía lo bastante el famoso alfabeto cirílico para descifrarla, aunque la primera letra se me resistió un segundo. Helen la leyó en voz alta.

—STOICHEV —susurró—. Encontró su propio nombre en el libro. Debió ser horrible.

—Sí, mi propio nombre, y con una letra y una tinta que eran claramente medievales.

Siempre he lamentado abandonar el proyecto, pero tenía miedo. Pensé que podría ocurrirme algo... como lo que le pasó a su padre, madame.

—Tenía buenos motivos para tener miedo —dije al viejo estudioso—. Pero esperemos que no sea demasiado tarde para el profesor Rossi.

El hombre se enderezó en su silla.

—Sí, siempre que podamos localizar Sveti Georgi. Primero, hemos de ir a Rila y examinar las demás cartas del hermano Kiril. Como ya he dicho, nunca las había relacionado con la «Crónica» de Zacarías. No guardo copias aquí, y las autoridades de Rila no han permitido su publicación, aunque varios historiadores, incluido yo, han solicitado permiso. Además, hay alguien en Rila con quien me gustaría que hablaran. Aunque tal vez no les sirva de ayuda.

Dio la impresión de que Stoichev iba a añadir algo más, pero en aquel momento oímos pasos vigorosos en la escalera. Intentó levantarse, y después me dirigió una mirada suplicante. Me apoderé del libro del dragón y me fui a la habitación de al lado, donde lo escondí como pude detrás de una caja. Me reuní con Stoichev y Helen a tiempo de ver que Ranov abría la puerta de la biblioteca.

—Ah —dijo—. Un congreso de historiadores. Se está perdiendo su propia fiesta, profesor. —Examinó con descaro los libros y papeles diseminados sobre la mesa, y por fin levantó la antigua revista de la que Stoichev nos había leído fragmentos de la «Crónica» de Zacarías—. ¿Es éste el objeto de su atención? —Casi sonrió—. Tal vez debería leerlo yo también para cultivarme. Hay muchas cosas que no sé de la Bulgaria medieval. Y su muy atractiva sobrina no está tan interesada en mí como yo pensaba. Le he hecho una proposición muy seria en el extremo más bonito de su jardín y se ha resistido bastante.

Stoichev enrojeció, enfurecido, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero ante mi sorpresa fue Helen quien le salvó.

—Mantenga alejadas sus sucias manos burocráticas de esa chica —dijo mirando a Ranov a los ojos—. Ha venido para molestarnos a nosotros, no a ella.

Le toqué el brazo para advertirle de que no encolerizara al hombre. Lo último que necesitábamos era un desastre político, pero Ranov y ella se limitaron a cruzar una mirada larga y contenida y después los dos desviaron la vista.

Entretanto Stoichev se había recuperado.

—Sería muy útil para la investigación de estos visitantes que les facilitara viajar a Rila — dijo a Ranov con calma—. A mí también me gustaría viajar con ellos. Será un honor para mí enseñarles la biblioteca.

—¿Rila? —Ranov sopesó la revista—. Muy bien. Ésa será nuestra siguiente excursión. Tal vez sea posible pasado mañana. Le enviaré un mensaje, profesor, para informarle de cuándo podría reunirse con nosotros allí.

—¿No podríamos ir mañana? —pregunté intentando aparentar la mayor indiferencia.

—Así que tenemos prisa, ¿eh? —Ranov enarcó las cejas—. Hace falta tiempo para arreglar todo eso.

Stoichev asintió.

—Esperaremos con paciencia, y los profesores podrán disfrutar de las bellezas de Sofía hasta entonces. Ahora, amigos míos, hemos gozado de un agradable intercambio de ideas, pero a Kiril y Metodio no les importará que también comamos, bebamos y seamos felices, como se dice. Venga, señorita Rossi —extendió su frágil mano hacia Helen, quien le ayudó a levantarse—. Déme su brazo para ir a celebrar el día de los profesores y alumnos.

Los demás invitados habían empezado a congregarse bajo el emparrado, y pronto vimos por qué: tres jóvenes estaban sacando instrumentos musicales de sus estuches y acomodándose cerca de las mesas. Un tipo larguirucho con una mata de pelo oscuro estaba probando las teclas de un acordeón blanco y plateado. Otro hombre sostenía un clarinete. Tocó algunas notas, mientras el tercer músico sacaba un tambor grande de piel y una baqueta larga con el extremo cubierto de fieltro. Se sentaron en tres sillas muy juntos e intercambiaron sonrisas, tocaron unas notas, movieron un poco los asientos. El clarinetista se quitó la chaqueta.

Después se miraron y empezaron a tocar la música más alegre que había oído en mi vida. Stoichev sonrió desde su trono, detrás del cordero asado, y Helen, sentada a mi lado, me apretó el brazo. Era una melodía que remolineó en el aire como un ciclón y después se adaptó a un ritmo desconocido para mí aunque irresistible en cuanto mis pies le obedecieron. Las notas brotaban de los dedos del acordeonista. Me asombró la velocidad y energía con que tocaban los tres. El sonido arrancó vítores y gritos de aliento de la multitud.

Al cabo de unos pocos minutos, algunos hombres se levantaron, se agarraron mutuamente de los cinturones por debajo de la cintura y empezaron a bailar con la misma alegría de la canción. Sus zapatos lustrosos se levantaron y patearon la hierba. Pronto se les unieron varias mujeres vestidas con recato, que bailaban con el torso inmóvil y tieso, aunque sus pies se movían con celeridad. Los rostros de los bailarines eran radiantes. Todos sonreían como si no pudieran evitarlo y los dientes del acordeonista centelleaban en respuesta. El hombre que se hallaba al frente de la hilera había sacado un pañuelo blanco y lo sostenía en alto para guiarlos, dándole vueltas sin cesar. Los ojos de Helen brillaban mucho, y daba palmadas sobre la mesa como si no pudiera estarse quieta. Los músicos seguían tocando, mientras los demás les jaleábamos, brindábamos por ellos y bebíamos, y los bailarines no daban señales de rendirse. Por fin, la canción terminó y la fila se dispersó, mientras todos los participantes se secaban el sudor y reían a carcajadas. Los hombres fueron a llenar sus vasos y las mujeres sacaron pañuelos y se retocaron el pelo entre risas.

Entonces el acordeonista volvió a tocar, pero esta vez emitió una serie de notas vibrantes y lentas como un sollozo. Echó hacia atrás su hirsuta cabeza y exhibió los dientes al cantar. De hecho, era una mezcla de canción y aullido, una melodía de barítono tan desgarradora que mi corazón se encogió al pensar en todas las personas que había perdido en mi vida.

—¿Qué está cantando? —pregunté a Stoichev para disimular mi emoción.

—Es una canción muy, muy antigua. Creo que debe tener unos cuatrocientos años de antigüedad. Cuenta la historia de una hermosa doncella búlgara que es perseguida por los invasores turcos. La quieren llevar al harén del bajá local, pero ella se niega. Sube a lo alto de una montaña cercana al pueblo y galopan tras ella a lomos de sus caballos. En la cumbre hay un precipicio. Ella grita que prefiere morir antes que convertirse en amante de un infiel y se arroja al abismo. Más tarde aparece un arroyo al pie de la montaña, el agua más pura y deliciosa de aquel valle.

Helen asintió.

—En Rumanía hay canciones de tema parecido.

—Existen en todas partes donde el yugo otomano sojuzgó a los pueblos de los Balcanes — dijo Stoichev muy serio—. En la tradición popular búlgara existen miles de canciones parecidas con diversos temas. Todas son un grito de protesta contra la esclavitud de nuestro pueblo.

El acordeonista debió de pensar que ya había torturado lo bastante nuestros corazones, porque al final de la canción exhibió una sonrisa maliciosa y volvió a tocar música de baile. Esta vez casi todos los invitados se sumaron a la hilera, que desfiló alrededor de la terraza. Un hombre nos animó a participar, y Helen le siguió al cabo de un segundo, aunque yo seguí sentado al lado de Stoichev. Disfrutaba mirándola. Captó los pasos del baile al cabo de una breve demostración. Debía llevar en la sangre el don de la danza. Su porte poseía una dignidad innata y sus pies se movían con seguridad. Mientras observaba su forma ágil, con la blusa clara y la falda negra, su rostro radiante rodeado de rizos oscuros, estuve a punto de rezar para que ningún mal se abatiera sobre ella, con la duda de si me permitiría protegerla.

61

Si mi primer vislumbre de la casa de Stoichev me había invadido de desesperación, mi primer vislumbre del monasterio de Rila me invadió de admiración. El monasterio se asentaba en un profundo valle (casi lo ocupaba por completo en aquel punto) y sobre sus muros y cúpulas se alzaban las montañas de Rila, muy escarpadas y cubiertas de altos abetos. Ranov había aparcado su coche a la sombra, ante la puerta principal, y nosotros entramos con un grupo de turistas. Era un día caluroso y seco. Daba la impresión de que el verano de los Balcanes estaba en su apogeo, y el polvo que se elevaba del suelo remolineaba alrededor de nuestros tobillos. Las grandes puertas de madera de la cancela estaban abiertas y al entrar vimos un panorama que nunca podré olvidar. A nuestro alrededor se cernían los muros de la fortaleza-monasterio, con sus franjas negras y rojas sobre el estuco blanco y sus largas galerías de madera. Una iglesia de exquisitas proporciones ocupaba un tercio del enorme patio, con un porche repleto de frescos, y el sol de mediodía bañaba las cúpulas de color verde claro. Al lado se alzaba una torre cuadrada de piedra gris, mucho más antigua que todas las demás construcciones. Stoichev nos dijo que era la torre de Hrelyo, construida por un noble medieval para refugiarse de sus enemigos políticos. Era la única parte que quedaba del monasterio primitivo, incendiado por los turcos y reconstruido siglos después en todo su esplendor. En aquel momento las campanas de la iglesia empezaron a tañer y asustaron a una bandada de palomas, que alzaron el vuelo. Cuando las seguí con la mirada, vi los picos inimaginables que se alzaban sobre nosotros. Un día de ascensión, como mínimo. Contuve el aliento. ¿Se hallaba Rossi cerca de aquí, en este lugar antiguo?

Helen, a mi lado con un delgado pañuelo atado alrededor del pelo, enlazó mi brazo, y recordé aquel momento en Santa Sofía, aquella noche en Estambul que ya parecía historia, pero que había sucedido tan sólo unos días antes, cuando aferró mi mano con tanta fuerza. Los otomanos habían conquistado este lugar mucho antes de apoderarse de Constantinopla. Tendríamos que haber iniciado nuestro viaje aquí, no en Santa Sofía. Por otra parte, incluso antes de eso, las doctrinas de los bizantinos, su arte y arquitectura elegantes, habían influido desde Constantinopla a la cultura búlgara. Ahora Santa Sofía era un museo entre mezquitas, mientras este valle aislado rebosaba de cultura bizantina.

Stoichev, a nuestro lado, estaba disfrutando de nuestro asombro. Irina, con un sombrero de ala ancha, le sujetaba el brazo con firmeza. Sólo Ranov se mantenía apartado, contemplando el hermoso panorama con el ceño fruncido, y volvió la cabeza con suspicacia cuando un grupo de monjes con hábito negro pasó ante nosotros camino de la iglesia. Nos había costado mucho convencerle de que recogiera a Irina y Stoichev en su coche y los llevara. Quería que Stoichev tuviera el honor de enseñarnos Rila, dijo, pero no entendía por qué no podía tomar el autobús como el resto de los búlgaros. Reprimí el comentario de que no parecía que él, Ranov, tomara mucho el autobús. Nos impusimos por fin, si bien esto no impidió que Ranov se quejara del viejo profesor durante casi todo el trayecto desde Sofía hasta casa de Stoichev. Éste había utilizado su fama para fomentar supersticiones e ideas antipatrióticas. Todo el mundo sabía que se había negado a renunciar a su anticientífica lealtad a la Iglesia ortodoxa. Tenía un hijo que estudiaba en Alemania del Este, casi tan malo como él. Pero habíamos ganado la batalla, Stoichev podía venir con nosotros, y cuando paramos a comer en una taberna de las montañas, Irina nos susurró agradecida que habría intentado disuadir a su tío de ir si hubiesen tenido que tomar el autobús. No habría podido soportar un viaje tan duro con aquel calor.

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