Authors: Elizabeth Kostova
—¿Crees que le cuesta decidir entre nosotros y Stoichev?
—Oh, no —repuso Helen sin vacilar—. Ha encargado a otra persona que nos siga. Nos la encontraremos dentro de un rato, sobre todo si desaparecernos más de media hora. No puede con nosotros solo y ha de pegarse a Stoichev para averiguar el objetivo de nuestra investigación.
—Pareces muy segura —le dije examinando su perfil mientras andábamos por la pista de tierra. Se había echado el sombrero hacia atrás y tenía la cara un poco colorada—. No puedo imaginarme crecer en medio de tanto cinismo y bajo vigilancia constante del Estado.
Helen se encogió de hombros.
—Antes a mí no me parecía tan terrible porque no conocía nada diferente.
—Pero querías abandonar tu país y pasar a Occidente.
—Sí —dijo al tiempo que me miraba de soslayo—. Quería abandonar mi país.
Nos paramos a descansar unos minutos sobre un árbol caído cerca de la carretera.
—He estado pensando en por qué nos dejaron pasar a Bulgaria —dije. Incluso aquí, en el bosque, hablaba en voz baja.
—Y en por qué nos dejan pasear a nuestro aire. —Asintió—. ¿Te has parado a pensarlo?
—Me parece —dije poco a poco— que si no nos impiden encontrar lo que estamos buscando, cosa que podrían hacer con toda facilidad, es porque quieren que lo encontremos.
—Bien, Sherlock. —Helen abanicó mi cara con la mano—. Estás aprendiendo mucho.
—Digamos que saben o sospechan qué estamos buscando. ¿Por qué pueden considerar valioso, incluso posible, que Vlad Drácula sea un No Muerto? —Me costó un esfuerzo decir esto en voz alta, aunque mi voz se convirtió casi en un susurro—. Me has dicho muchas veces que los gobiernos comunistas desprecian las supersticiones campesinas. ¿Por qué nos alientan así al no impedir que sigamos investigando? ¿Creen que van a obtener alguna especie de poder sobrenatural sobre el pueblo búlgaro si encontramos la tumba de Drácula aquí?
Helen meneó la cabeza.
—No. Su interés se basa en el poder, desde luego, pero siempre desde un punto de vista científico. Además, se trata del descubrimiento de algo interesante y no deben querer que un norteamericano se lleve el mérito. Piensa: ¿qué sería más poderoso para la ciencia que el descubrimiento de que los muertos pueden resucitar o pueden transformarse en No Muertos? Sobre todo para el bloque del Este, con sus grandes líderes embalsamados en sus tumbas.
La visión del rostro amarillento de Georgi Dimitrov, en el mausoleo de Sofía, destelló en mi mente.
—Entonces, aún tenemos más motivos para destruir a Drácula —dije, pero sentí que la frente se me cubría de sudor.
—Y yo me pregunto —añadió Helen en tono sombrío— si destruirle serviría de mucho en el futuro. Piensa en lo que Stalin hizo a su pueblo, en Hitler. No necesitaron vivir quinientos años para perpetrar tantos horrores.
—Lo sé —dije—. También lo he pensado.
Helen asintió.
—Lo más extraño es que Stalin admiraba sin ambages a Iván el Terrible. Dos líderes que no dudaron a la hora de aplastar y masacrar a su propio pueblo, de hacer lo que fuera necesario con el fin de consolidar su poder. ¿Y a quién crees que admiraba Iván el Terrible?
Sentí que la sangre se retiraba de mi corazón.
—Dijiste que corrían muchas historias rusas sobre Drácula.
—Sí. Exacto.
La miré fijamente.
—¿Te imaginas un mundo en el que Stalin pudiera vivir quinientos años? —Estaba rascando una parte blanda del tronco con la uña—. ¿O tal vez eternamente?
Apreté los puños.
—¿Crees que podemos localizar una tumba medieval sin conducir a nadie más hasta ella?
—Será muy difícil, quizás imposible. Estoy segura de que hay gente vigilándonos por todas partes.
En aquel momento, un hombre dobló un recodo del sendero. Me sobresaltó tanto su aparición que estuve a punto de blasfemar en voz alta, pero era una persona de aspecto sencillo, vestida con ropa gruesa y cargada con un puñado de ramas. Nos saludó con la mano y continuó su camino. Miré a Helen.
—¿Lo ves? —dijo ella en voz baja.
A mitad de la subida encontrarnos un empinado saliente rocoso.
—Mira —dijo Helen—. Sentémonos aquí unos minutos.
El valle, empinado y boscoso, se hallaba directamente bajo nuestros pies, casi ocupado por los muros y tejados rojos del monasterio. Ahora vi con claridad el tamaño enorme del complejo. Formaba una estructura angular alrededor de la iglesia, cuyas cúpulas brillaban a la luz del atardecer, y la torre de Hrelyo se alzaba en su centro.
—Desde aquí se comprueba que el lugar estaba muy bien fortificado. Imagina cuántas veces lo habrán observado sus enemigos así.
—O los peregrinos —me recordó Helen—. Para ellos no sería un desafío militar, sino un destino espiritual.
Se recostó contra el tronco de un árbol y se alisó la falda. Había dejado caer el bolso, se había quitado el sombrero y subido las mangas de su blusa clara para defenderse del calor.
Un fino sudor perlaba su frente y mejillas. Su rostro albergaba la expresión que más me gustaba: estaba perdida en sus pensamientos, mirando hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, con los ojos bien abiertos y concentrados, la mandíbula firme. Por algún motivo, yo valoraba más esa mirada que las que me dirigía. Llevaba el pañuelo alrededor del cuello, aunque la marca del bibliotecario ya no era más que un hematoma, y el pequeño crucifijo destellaba debajo. Su áspera belleza me produjo una punzada, no sólo de deseo físico sino de algo muy cercano a admiración por su entereza. Era intocable, mía, pero lejana.
—Helen —dije sin coger su mano. No había tenido la intención de hablar, pero no pude contenerme—. Me gustaría preguntarte una cosa.
Ella asintió, con los ojos y los pensamientos clavados en el enorme monasterio.
—¿Quieres casarte conmigo?
Se volvió poco a poco hacia mí, y me pregunté si estaba viendo estupor, diversión o placer en su rostro.
—Paul —dijo muy seria—, ¿cuánto hace que nos conocemos?
—Veintitrés días —admití. Comprendí entonces que no había reflexionado con detenimiento en lo que haría si se negaba, pero era demasiado tarde para retirar la pregunta o reservarla para otro momento. Y si se negaba, no podía lanzarme al precipicio en mitad de mi búsqueda de Rossi, aunque sintiera la tentación.
—¿Crees que me conoces?
—En absoluto —repliqué sin vacilar.
—¿Crees que te conozco?
—No estoy seguro.
—Nos hemos tratado muy poco. Venimos de mundos diferentes por completo. —Esta vez sonrió, como para dulcificar sus palabras—. Además, siempre he pensado que no me casaría. No soy del tipo de mujer que se casa. ¿Y qué me dices de esto? —Se tocó la cicatriz del cuello—. ¿Te casarías con una mujer que lleva la marca del infierno?
—Te protegería de cualquier infierno que intentara acercarse a ti.
—¿No sería una carga? ¿Cómo podríamos tener hijos —su mirada era dura y directa— sabiendo que esta contaminación podría llegar a afectarles?
Me costó hablar debido al nudo que sentía en la garganta.
—Entonces, ¿contestas que no, o puedo pedírtelo en otro momento?
Su mano (no podía imaginar vivir sin esa mano, con sus uñas cuadradas, la piel suave sobre el hueso duro) se cerró sobre la mía y pensé por un momento que no tenía un anillo que ofrecerle.
Helen me miró muy seria.
—La respuesta es que me casaré contigo, por supuesto.
Después de semanas de búsqueda inútil de la otra persona a la que más quería, me quedé demasiado estupefacto por la facilidad de este descubrimiento para hablar o para besarla.
Seguimos sentados en silencio, contemplando los rojos, dorados y grises del inmenso monasterio.
Barley estaba a mi lado, en la habitación de mi padre, contemplando el desastre, pero fue más rápido en ver lo que yo había pasado por alto: los papeles y libros diseminados encima de la cama. Encontramos un ejemplar manoseado del Drácula de Bram Stoker, una nueva historia de herejías medievales en el sur de Francia, y un volumen de aspecto muy antiguo sobre el mito de los vampiros en Europa.
Entre los libros había papeles, incluyendo notas de su puño y letra, y entre éstas diversas postales con una letra desconocida para mí, pulcra y diminuta, en tinta oscura. Barley y yo nos pusimos al unísono (me alegré una vez más de no estar sola) a examinar los papeles, y mi primer instinto fue recoger las postales. Los sellos eran de un amplio abanico de países: Portugal, Francia, Italia, Mónaco, Finlandia, Austria, pero no llevaban matasellos. A veces, el mensaje de una postal se continuaba en cuatro o cinco más, todas numeradas. Lo más asombroso era que todas estaban firmadas por Helen Rossi e iban dirigidas a mí.
Barley, que miraba por encima de mi hombro, advirtió mi estupor, y ambos nos sentamos en el borde de la cama. La primera era de Roma, una fotografía en blanco y negro de los restos esqueléticos del foro.
Mayo de 1962
Querida hija:
¿En qué idioma debería escribirte, hija de mi corazón y de mi cuerpo, a la que no veo desde hace más de cinco años? Tendríamos que haber estado hablando durante todo este tiempo, un no idioma de sonidos suaves y besos, miradas, murmullos. Es tan difícil para mí pensar en eso, recordar lo que me he perdido, que hoy debo dejar de escribir, cuando sólo he empezado a intentarlo.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
La segunda postal era en color, ya desteñido, de flores y urnas. Los Jardines de Boboli, Boboli.
Mayo de 1962
Querida hija:
Te contaré un secreto: odio este inglés. El inglés es un ejercicio de gramática o una clase de literatura. En el fondo de mi corazón, creo que hablaría mejor contigo en mi propio idioma, el húngaro, o incluso en ese idioma que fluye en el interior de mi húngaro, el rumano. El rumano es el idioma del monstruo que estoy buscando, pero ni siquiera eso me lo ha hecho odioso. Si estuvieras sentada en mi regazo esta mañana, mirando estos jardines, te enseñaría la primera lección: «Ma numesc...». Y después susurraríamos tu nombre una y otra vez, en la lengua dulce que también es tu lengua materna. Te explicaría que el rumano es el idioma de un pueblo valiente, bondadoso, triste, de pastores y agricultores, y de tu abuela, cuya vida arruinó él desde lejos. Te hablaría de las cosas hermosas que ella me contó, de las estrellas que brillan por la noche sobre su pueblo, de los faroles en el río. «Ma numesc...» Contarte eso significaría una felicidad insoportable para un solo día.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Barley y yo nos miramos, y él rodeó mi cuello con el brazo.
Encontramos a Stoichev muy animado frente a la mesa de la biblioteca. Ranov estaba sentado ante él, tamborileando con los dedos, y de vez en cuando echaba un vistazo a un documento que el viejo estudioso había dejado a un lado. Parecía más irritado que nunca, lo cual sugería que Stoichev no había contestado a sus preguntas. Cuando entramos, profesor alzó la mirada con impaciencia.
—Creo que lo tengo —dijo en un susurro.
Helen se sentó a su lado y yo me incliné sobre los manuscritos que estaba examinando. Eran parecidos a las cartas del hermano Kiril en diseño y ejecución, escritos con letra muy apretada y clara en hojas descoloridas y desmenuzadas en los bordes. Reconocí las letras eslavas de las cartas. Al lado había dejado nuestros mapas. Descubrí que apenas podía respirar, confiando pese a todo en que nos diría algo de verdadera importancia. Tal vez la tumba estaba aquí, en Rila, pensé de repente. Tal vez por eso Stoichev había insistido en venir, porque lo sospechaba. Me dejó sorprendido e intranquilo que quisiera anunciar algo delante de Ranov.
Stoichev paseó la mirada a su alrededor, miró a Ranov, se masajeó su frente arrugada y dijo en voz baja:
—Creo que la tumba no está en Bulgaria.
Sentí que la sangre se retiraba de mi cabeza.
—¿Qué?
Helen estaba mirando fijamente a Stoichev, y Ranov apartó la vista y siguió tamborileando con los dedos, como si sólo escuchara a medias.
—Lamento decepcionarles, amigos míos, pero tengo claro, después de leer este manuscrito, el cual hacía años que no examinaba, que un grupo de peregrinos volvió a Valaquia desde Sveti Georgi hacia 1478. Este manuscrito es un documento aduanero. Concedía permiso para transportar unas reliquias de origen valaco a Valaquia. Lo siento. Tal vez podrán ir allí algún día para ahondar en el asunto. Si desean continuar su investigación sobre las rutas búlgaras de los peregrinos, les ayudaré encantado.
Le miré sin poder hablar. No podíamos ir a Rumania después de esto, pensé. Era un milagro que hubiéramos llegado tan lejos.
—Recomiendo que consigan permiso para ver otros monasterios y las rutas en las que se encuentran, en particular el monasterio de Bachkovo. Es un bello ejemplo de nuestro bizantino búlgaro, y los edificios son mucho más antiguos que los de Rila. Además, guardan manuscritos muy raros que los monjes peregrinos regalaron al monasterio. Será interesante para ustedes, y así recogerán material para sus artículos.
Ante mi asombro, Helen pareció aceptar de buen grado el plan.
—¿Podría arreglarse, señor Ranov? —preguntó—. Tal vez al profesor Stoichev le gustaría acompañarnos también.
—Oh, temo que he de regresar a casa —dijo con pesar Stoichev—. Tengo mucho trabajo que hacer. Ojalá pudiera ayudarles en Bachkovo, pero puedo enviar una carta de presentación al abad. El señor Ranov podrá servirles de intérprete, y el abad les ayudará a traducir los documentos que deseen. Es un gran especialista en la historia del monasterio.
—Muy bien.
Ranov pareció complacido al saber que Stoichev iba a dejarnos. No podíamos comentar nada acerca de esta terrible situación, pensé. Debíamos seguir fingiendo que íbamos a investigar a otro monasterio, y decidir qué haríamos a continuación. ¿Rumania? La imagen de la puerta del despacho de Rossi apareció de nuevo en mi mente. Estaba cerrada, cerrada con llave. Rossi nunca la volvería a abrir. Miré como atontado a Stoichev cuando devolvió los manuscritos a su caja y cerró la tapa. Helen la subió al estante y le ayudó a salir. Ranov nos siguió en silencio, un silencio en el que, pensé, se regodeaba. Ignorábamos qué había conseguido averiguar, y nos quedaríamos solos otra vez con nuestro guía. Después podríamos acabar nuestra investigación y abandonar Bulgaria lo antes posible.