Authors: Elizabeth Kostova
Mira por las ventanillas. Creo que va a subir al tren otra vez. Dios, qué sangre fría.
Consulta su reloj. Va a subir. Vuelve a bajar y viene hacia aquí. Prepárate. Subiremos y recorreremos todo el tren si hace falta. ¿Estás preparada?
En aquel momento, los ventiladores zumbaron, el tren dio una sacudida y Barley maldijo en voz alta.
—¡Vuelve a subir! Creo que se ha dado cuenta de que no hemos bajado.
De pronto, me hizo bajar al andén. A nuestro lado, el tren dio otro tirón y se puso en movimiento. Varios pasajeros habían bajado las ventanillas y estaban asomados para fumar o mirar el paisaje. Entre ellos, a varios vagones de distancia, vi una cabeza oscura vuelta en nuestra dirección, un individuo de hombros cuadrados. Pensé que estaba poseído por una furia fría. Después el tren aceleró y dobló una curva. Me volví hacia Barley y los dos nos miramos. A excepción de unos cuantos aldeanos sentados en la pequeña estación rural, estábamos solos en mitad de Francia.
Si había esperado que el estudio de Turgut fuera otro sueño oriental, el paraíso de un estudioso otomano, me había equivocado. La habitación a la cual nos condujo era mucho más pequeña que la grande que acabábamos de dejar, pero también de techo alto, y la luz del día que entraba por las dos ventanas realzaba la belleza de los muebles. Había dos paredes revestidas de libros de arriba abajo. Cortinas de terciopelo negro caían hasta el suelo junto a cada ventana y un tapiz de caballos y perros en plena cacería dotaba a la habitación de una sensación de esplendor medieval. Montañas de obras de referencia en inglés descansaban sobre una mesa en el centro de la estancia. Una inmensa colección de Shakespeare ocupaba su propia vitrina cerca del escritorio.
Pero la primera impresión que tuve del estudio de Turgut no fue la superioridad aplastante de la literatura inglesa. Lo que advertí de inmediato, en cambio, era una presencia más tenebrosa, una obsesión que poco a poco se había ido imponiendo a la influencia de las obras inglesas sobre las que escribía. Esta presencia se abalanzó sobre mí de repente como un rostro, un rostro que estaba en todas partes, que sostenía mi mirada con arrogancia desde un grabado que había detrás del escritorio, desde un pedestal que descansaba sobre la mesa, desde un extraño bordado colgado de la pared, desde la tapa de una carpeta, desde un dibujo cercano a una ventana. Era el mismo rostro en todos los casos, reproducido en diferentes posiciones y diferentes medios, pero siempre el rostro medieval, bigotudo, de mejillas hundidas.
Turgut me estaba observando.
—Ah, sabe quién es —dijo en tono sombrío—. Lo he coleccionado de muchas maneras, como puede ver.
Estábamos mirando codo con codo el grabado enmarcado colgado en la pared de detrás del escritorio . Era una reproducción de la xilografía que había visto en casa, pero la cara estaba vuelta por completo hacia el frente, de modo que daba la impresión de que los ojos, negros como la tinta, se clavaban en los nuestros.
—¿Dónde encontró todas esas imágenes diferentes? —le pregunté.
—En muchas partes. —Turgut indicó el infolio de la mesa—. A veces pedía que me las dibujaran a partir de libros antiguos y a veces las encontraba en tiendas de antigüedades o en subastas. Es extraordinaria la cantidad de imágenes de su rostro que todavía pululan por nuestra ciudad, una vez que te pones a buscarlas. Pensé que si las reunía todas, podría leer en sus ojos el secreto de mi extraño libro vacío. —Suspiró—. Pero estas xilografías son tan toscas, tan... en blanco y negro. No acababan de satisfacerme, así que pedí a un amigo mío artista que las fundiera en una sola para mí.
Nos condujo a un hueco practicado al lado de una ventana, donde unas cortinas cortas, también de terciopelo negro, estaban corridas sobre algo. Experimenté una especie de temor incluso antes de que el hombre subiera la mano para tirar del cordel, y cuando la cortina se descorrió, mi corazón dio un vuelco. El terciopelo se abrió y dejó al descubierto un óleo de tamaño natural y pletórico de vida, la cabeza y los hombros de un joven viril de cuello grueso. Llevaba el pelo largo. Espesos rizos negros caían sobre sus hombros. El rostro era hermoso y cruel en extremo, de luminosa piel pálida, ojos verdes de un brillo anormal, nariz larga y recta de aletas dilatadas. Sus labios rojos estaban curvados de manera sensual bajo un largo bigote oscuro, pero también apretados con fuerza, como para controlar un tic de la barbilla. Tenía pómulos salientes y espesas cejas negras, bajo un gorro picudo de terciopelo verde oscuro provisto de una pluma blanca y marrón encajada en la parte delantera. Era una cara llena de vida, pero carente por completo de compasión, que rezumaba energía y vitalidad, y al mismo tiempo delataba inestabilidad de carácter. Los ojos constituían el rasgo más inquietante del cuadro. Nos taladraban con una intensidad casi real, y al cabo de un segundo aparté la vista para buscar un poco de alivio. Helen, de pie a mi lado, se acercó un poco más a mi hombro, más para ofrecer solidaridad que para confortarse.
—Mi amigo es un artista muy bueno —dijo en voz baja Turgut—. Ya comprenderán por qué guardo este cuadro detrás de una cortina. No me gusta mirarlo mientras trabajo. — También habría podido decir que no le gustaba que el retrato le mirara, pensé—. Es una idea sobre la apariencia de Vlad Drácula alrededor de 1456, cuando empezó su largo reinado sobre Valaquia. Tenía veinticinco años y era culto según los cánones de su época, además de un jinete excelente. Durante los siguientes veinte años, mató a unos quince mil súbditos, a veces por motivos políticos, a menudo por el placer de verlos morir.
Turgut corrió la cortina de nuevo y yo me alegré de ver desaparecer aquellos ojos terribles y brillantes.
—Tengo otras curiosidades que enseñarles —dijo al tiempo que señalaba una vitrina de madera—. Esto es un sello de la Orden del Dragón que encontré en un mercado de anticuarios cerca del puerto de la ciudad vieja. Y esto es una daga, hecha de plata, que procede de la primera era otomana de Estambul. Creo que se utilizaba para cazar vampiros, porque unas palabras en la funda indican algo por el estilo. Estas cadenas y púas —nos enseñó otra vitrina— eran instrumentos de tortura, me temo, de la propia Valaquia. Y aquí, amigos míos, hay una joya.
Del borde del escritorio tomó una caja de madera con hermosas incrustaciones y abrió el cierre. Dentro, entre pliegues de raso negro herrumbrado, había varias herramientas afiladas que parecían instrumentos quirúrgicos, así como una diminuta pistola de plata y un cuchillo de plata.
—¿Qué es esto?
Helen extendió una mano vacilante hacia la caja, pero enseguida la retiró.
—Es un auténtico equipo de cazar vampiros, de cien años de antigüedad —informó Turgut con orgullo—. Creo que procede de Bucarest. Un amigo mío, coleccionista de antigüedades, lo compró para mí hace varios años. Había muchos como éste. Los vendían a quienes viajaban por la Europa del Este en los siglos dieciocho y diecinueve. En este espacio de aquí se ponía ajo, pero yo cuelgo los míos.
Señaló con el dedo, y vi con un nuevo escalofrío largas ristras de ajos secos a cada lado de la puerta, encarados hacia su escritorio. Se me ocurrió, al igual que con Rossi la semana anterior, que tal vez el profesor Bora no sólo era meticuloso, sino que también estaba loco.
Años después comprendí mejor esta primera reacción, la cautela que experimenté cuando vi el estudio de Turgut, que bien habría podido ser una habitación del castillo de Drácula, una estancia medieval con instrumentos de tortura. Es un hecho que los historiadores nos interesamos por lo que es, en parte, un reflejo de nosotros, tal vez un aspecto que preferimos no examinar salvo por mediación de la erudición. También es cierto que, a medida que profundizamos en nuestros intereses, cada vez arraigan más en nuestro ser.
Cuando visité una universidad norteamericana (no era la mía) varios años después de esto, me presentaron a uno de los primeros historiadores norteamericanos de la Alemania nazi, uno de los mejores en su especialidad. Vivía en una cómoda casa situada en el límite del campus, donde coleccionaba no sólo libros sobre el tema, sino también la vajilla oficial del
Tercer Reich. Sus perros, dos enormes pastores alemanes, patrullaban el patio delantero día y noche. Mientras tomábamos unas copas en su sala de estar, en compañía de otros miembros de la facultad, me confesó sin el menor asomo de ambigüedad lo mucho que despreciaba los crímenes de Hitler y cuánto deseaba revelar hasta el más ínfimo detalle de ellos al mundo civilizado. Me fui de la fiesta temprano, después de pasar con suma cautela junto a los enormes perros, incapaz de sacudirme de encima mí asco.
—Tal vez piensen que es demasiado —dijo Turgut un poco como disculpándose, como si hubiera captado mi expresión. Aún señalaba los ajos—. Es que no me gusta estar aquí rodeado de estos malvados pensamientos del pasado sin protección, ¿saben? Y ahora permítanme enseñarles lo que ha hecho que les traiga aquí.
Nos invitó a tomar asiento en unas butacas algo desvencijadas tapizadas en damasco. El respaldo de la mía parecía incrustado de... ¿Era hueso? No quise apoyarme en él. Turgut sacó un grueso expediente de una librería. Extrajo de él copias hechas a mano de los documentos que habíamos examinado en los archivos (dibujos similares a los de Rossi, sólo que éstos habían sido ejecutados con más cuidado) y luego una carta, que me tendió.
Estaba mecanografiada con membrete de una universidad y firmada por Rossi. No cabía duda en lo tocante a la firma, pensé. Conocía muy bien sus bes y erres ensortijadas. Y Rossi había estado dando clases en Estados Unidos cuando había sido escrita. Las pocas líneas de la carta confirmaban lo que Turgut nos había contado: él, Rossi, no sabía nada sobre el archivo del sultán Mehmet. Lamentaba decepcionarle y esperaba que el trabajo del profesor Bora saliera adelante. Era una carta muy desconcertante.
A continuación, Turgut sacó un pequeño libro encuadernado en piel envejecida. Me costó no lanzarme sobre él de inmediato, pero esperé inmerso en una fiebre de autocontrol mientras él lo abría con delicadeza y nos enseñaba las páginas en blanco del principio y el final, y después la xilografía del centro, aquel perfil ya familiar, el dragón coronado con las malvadas alas extendidas, y en sus garras la bandera que albergaba una sola y amenazadora palabra. Abrí mi maletín, que había traído conmigo, y saqué mi libro. Turgut puso los dos volúmenes uno al lado del otro sobre el escritorio. Cada uno comparó su tesoro con el otro regalo maléfico y comprobamos que los dos dragones eran iguales, que el suyo llenaba las páginas hasta los bordes, con la imagen más oscura, la mía más desteñida, pero eran iguales, iguales. Incluso había una mancha similar cerca de la punta de la cola del dragón, como si la xilografía hubiera tenido un punto rugoso que hubiera corrido un poco la tinta en cada impresión. Helen meditaba en silencio mientras los examinaba.
—Es notable —susurró Turgut por fin—. Nunca había soñado que un día vería otro libro como éste.
—Y oiría hablar de un tercero —le recordé—. Éste es el tercer libro que yo he visto con mis propios ojos, recuerde. La xilografía del de Rossi también era la misma.
Turgut asintió.
—¿Y qué puede significar esto, amigos míos? —Pero ya estaba colocando las copias de los mapas al lado de nuestros libros y comparando con un grueso dedo los perfiles de los dragones y el río y las montañas—. Asombroso —murmuró—. Pensar que nunca me había dado cuenta. Es muy similar. Un dragón que es un mapa. Pero un mapa ¿de qué?
Sus ojos brillaban.
—Eso era lo que Rossi vino a descubrir en los archivos de aquí —dije con un suspiro—. Ojalá hubiera dado más pasos para averiguar lo que significaba. —Quizá lo hizo.
La voz de Helen era pensativa, y me volví hacia ella para preguntarle qué quería decir. En aquel momento, la puerta que había entre las siniestras ristras de ajos se abrió más y los dos pegamos un bote. No obstante, en lugar de una terrible aparición, vimos a una menuda y sonriente dama vestida de verde. Era la esposa de Turgut, y todos nos levantamos para saludarla.
—Buenas tardes, querida. —Turgut la invitó a entrar enseguida—. Éstos son mis amigos, los profesores de Estados Unidos de los que te hablé.
Hizo las presentaciones con mucha galantería, y la señora Bora estrechó nuestra mano con una sonrisa afable. Medía exactamente la mitad de Turgut, tenía ojos verdes de largas pestañas, una delicada nariz aguileña y una mata de rizos rojizos.
—Siento muchísimo no haber venido antes. —Su inglés era lento, pronunciado con cuidado—. Es probable que mi marido no les haya dado de comer, ¿verdad?
Dijimos que nos había alimentado de maravilla, pero ella meneó la cabeza.
—El señor Bora nunca da bien de comer a nuestros invitados. Le... reñiré!
Agitó un diminuto puño en dirección a su marido, quien parecía muy complacido.
—Le tengo un miedo horroroso a mi esposa —nos dijo—. Es tan feroz como una amazona.
Helen, que le sacaba una cabeza a la señora Bora, sonrió a los dos. Eran irresistibles.
—Y ahora —dijo la señora Bora—, los aburre con sus horribles colecciones. Lo siento.
Al cabo de unos minutos, volvíamos a estar en los divanes, mientras la señora Bora nos servía café y sonreía. Comprobé que era muy hermosa, delicada como un pájaro, una mujer de modales tranquilos, tal vez de unos cuarenta años. Su inglés era limitado, pero lo hablaba con buen humor, como si su marido tuviera la costumbre de arrastrar hasta su casa a visitantes angloparlantes. Su vestido era sencillo y elegante, y sus gestos exquisitos.
Imaginé a los niños de la guardería donde trabajaba arremolinados a su alrededor. Debían llegarle a la barbilla, pensé. Me pregunté si Turgut y ella tendrían hijos. No había fotografías de niños en la sala, ni pruebas de su existencia, y no quise preguntar.
—¿Mi marido les ha dado un buen paseo por la ciudad? —estaba preguntando la señora Bora a Helen.
—Sí, lo ha hecho —contestó Helen—. Temo que hoy le hemos robado mucho tiempo.
—No, soy yo quien les ha robado tiempo. —Turgut bebía su café con evidente placer—. Pero aún nos queda mucho trabajo por hacer. Querida —se volvió hacia su mujer—, vamos a buscar a un profesor desaparecido, de modo que estaré ocupado unos cuantos días.
—¿Un profesor desaparecido? —La señora Bora le sonrió con calma—. Muy bien, pero antes hemos de cenar. Espero que les apetezca cenar, ¿no?