Authors: Elizabeth Kostova
Los tres siguientes documentos consistían en mapas, tal como Rossi había prometido, cada uno dibujado a mano, y ninguno parecía más antiguo que las cartas. Evidente: debían ser sus versiones de los mapas que había visto en el archivo de Estambul, copiados de memoria después de sus aventuras en dicha ciudad. En el primero que me cayó en las manos vi una gran región erizada de montañas, dibujadas como pequeñas muescas triangulares.
Formaban dos largas medias lunas dibujadas sobre la página de este a oeste, arracimadas hacia el oeste. Un ancho río serpenteaba a lo largo del límite norte del mapa. No se veían ciudades, aunque tres o cuatro equis pequeñas dibujadas entre las montañas occidentales habrían podido indicar ciudades. No aparecían nombres de lugares en el mapa, pero Rossi (era su caligrafía de esta última carta) había escrito alrededor de los bordes: «Sobre los que no creen y mueren sin creer recaerá la maldición de Alá, de los ángeles y de los hombres (el Corán)», y varios párrafos similares. Me pregunté si el río que yo estaba viendo podía ser el que a Rossi le había parecido que simbolizaba la cola del dragón en su libro. Pero no. En ese caso se refería al mapa a mayor escala, que debía estar entre el resto de documentos. Maldije las circunstancias, todas y cada una, que me impedían ver y tocar los originales. Pese a la buena caligrafía y excelente memoria de Rossi, debían existir omisiones o discrepancias entre los originales y las copias.
El siguiente mapa parecía concentrarse con más precisión en la región montañosa occidental plasmada en el primero. Una vez más, vi unas cuantas equis, dispuestas de la misma forma que mostraba el primer mapa. Aparecía un pequeño río, que serpenteaba entre las montañas. De nuevo, no había nombres de lugares. Rossi había anotado en la parte superior del documento: «(Algunos lemas coránicos, repetidos)». Bien, había sido tan meticuloso en aquella época como el Rossi que yo conocía, pero estos mapas, hasta el momento, eran demasiado sencillos, demasiado toscos, como para sugerir alguna región concreta que yo hubiera visto o estudiado alguna vez. Me invadió una frustración similar a una fiebre, y la reprimí con dificultad, para luego hacer un gran esfuerzo de concentración.
El tercer mapa era más esclarecedor, aunque no estaba muy seguro, en ese momento, de qué podía revelarme. Su contorno general era la feroz silueta que yo conocía por mi libro del dragón y el de Rossi, aunque si él no hubiera descubierto el hecho, tal vez no me habría dado cuenta al instante. Este mapa plasmaba el mismo tipo de montañas triangulares. Las montañas eran muy altas, formaban impresionantes cordilleras de norte a sur. Corría un río entre ellas y desembocaba en una especie de presa. ¿Por qué no podía ser el lago Snagov de Rumanía, tal como insinuaban las leyendas sobre el entierro de Drácula? No obstante, como Rossi había observado, no había isla en la parte más ancha del río, y tampoco parecía un lago. Las equis aparecían otra vez, esta vez acompañadas de diminutas letras cirílicas.
Supuse que eran los pueblos mencionados por Rossi.
Entre esos pueblos dispersos vi un cuadrado, comentado por Rossi: «(En árabe) La Tumba Impía del Matador de Turcos». Encima había un pequeño dragón bastante bien dibujado, tocado con un castillo, y debajo vi más letras griegas, y la traducción al inglés de Rossi: «En este lugar él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra». Estas líneas poseían un atractivo irresistible, como un encantamiento, y había abierto la boca para entonarlas en voz alta, cuando me detuve y cerré los labios. Crearon una especie de poesía en mi cabeza, no obstante, que ejecutó una danza infernal durante un par de segundos.
Dejé los mapas a un lado. Era aterrador verlos ahí, exactamente como Rossi los había descrito, pero resultaba extraño no ver los originales, sino las copias dibujadas con su mano. ¿Qué podía demostrarme que no se había inventado toda la historia y había dibujado esos mapas a modo de broma? En este asunto yo carecía de información fidedigna, aparte de sus cartas. Tamborileé con los dedos sobre el escritorio. Daba la impresión de que esa noche el reloj del estudio sonaba más alto de lo habitual, y la penumbra urbana parecía demasiado inmóvil detrás de mis persianas. Hacía horas que no probaba bocado y me dolían las piernas, pero ya no podía parar. Eché un breve vistazo al mapa de carreteras de los Balcanes, pero no vi nada extraño, en principio. No había marcas escritas a mano, por ejemplo. El folleto de Rumania no contenía nada sorprendente, aparte del peculiar inglés en que estaba impreso: «Aprovéchense de nuestra frondosa y deliciosa campiña», por ejemplo.
Sólo me quedaba por examinar las notas escritas por Rossi, y aquel pequeño sobre cerrado en el que había reparado al empezar a inspeccionar los papeles. Había dejado el sobre para el final porque estaba cerrado, pero ya no podía esperar más. Localicé mi abrecartas entre los papeles diseminados sobre mi escritorio, rompí el sello con mucho cuidado y saqué una hoja de libreta.
Era otra vez el tercer mapa, con su forma de dragón, el río serpenteante, los altos picos montañosos. Estaba copiado en tinta negra, como en la versión de Rossi, pero la caligrafía era algo diferente, un buen facsímil, pero ilegible, arcaico, un poco recargado, cuando te fijabas con detenimiento. La carta de Rossi tendría que haberme preparado para distinguir la única diferencia con la primera versión del mapa, pero aun así me afectó como un puñetazo: sobre el emplazamiento de la tumba y su dragón guardián se curvaban las palabras BARTOLOMEO ROSSI.
Rechacé suposiciones, temores y conclusiones, y me obligué a dejar el papel aparte y leer las páginas de las notas de Rossi. Al parecer, había escrito las dos primeras en los archivos de Oxford y la biblioteca del Museo Británico, y no me revelaron nada que él no me hubiera contado ya. Había un breve resumen de la vida y hazañas de Drácula y una lista de algunos documentos literarios e históricos en los que se le mencionaba. Seguía otra página, de una libreta diferente, anotada y fechada de su viaje a Estambul. «Reconstruida de memoria», decía su veloz pero cuidadosa caligrafía, y comprendí que debían ser notas escritas después de su experiencia en el archivo, cuando había dibujado los mapas de memoria antes de abandonar Grecia.
Esas notas contenían la lista de los documentos que albergaba la biblioteca de la época de Mehmet II (al menos los que habían interesado a Rossi para sus investigaciones), los tres mapas, rollos de pergamino con cuentas de las guerras cárpatas contra los otomanos, y libros mayores de mercancías intercambiadas entre mercaderes otomanos en el límite de la región. Nada de esto me pareció muy esclarecedor, pero me pregunté en qué punto había interrumpido el burócrata de aspecto ominoso el trabajo de Rossi. ¿Podían los rollos de cuentas y libros mayores mencionados contener pistas sobre el fallecimiento o entierro de Vlad Tepes? ¿Los había examinado Rossi, o sólo había tenido tiempo de consignar las posibilidades en el archivo antes de que el miedo le hubiera alejado de él?
Había un último elemento en la lista del archivo, y éste me pilló por sorpresa, de modo que lo examiné durante varios minutos. «Bibliografía, Orden del Dragón (parte de un rollo)».
Lo que me sorprendió de la nota y me hizo vacilar fue el hecho de que fuera tan poco informativa. Por lo general, las notas de Rossi eran minuciosas y esclarecedoras. Ése era el objetivo de tomar notas, decía. ¿Era esta bibliografía que mencionaba tan de pasada una lista que el bibliotecario había confeccionado, para consignar todo el material perteneciente a la Orden del Dragón que obraba en su poder? En tal caso, ¿por qué sería «parte de un rollo»? Debía ser algo antiguo, pensé, tal vez de los tiempos de la Orden del Dragón. Pero ¿por qué no había aportado Rossi más explicaciones en esa muda nota de papel de libreta?
¿Acaso había comprobado que la bibliografía, fuera cual fuera, no tenía valor para su investigación?
Estas meditaciones sobre un archivo muy lejano, que Rossi había examinado tan a fondo mucho tiempo atrás, no parecían constituir un camino directo que condujera a su desaparición, y dejé caer la hoja disgustado, cansado de pronto de las trivialidades de la investigación. Anhelaba respuestas. A excepción de lo que contuvieran los rollos de cuentas, los libros mayores y aquella bibliografía antigua, Rossi había sido sorprendentemente minucioso a la hora de compartir conmigo sus descubrimientos. Esta concisión era muy propia de él. Además, se había permitido el lujo, si puede decirse así de explicarse en muchas páginas de cartas. No obstante, yo sabía poca cosa, salvo lo que debía hacer a continuación. El sobre ya estaba vacío por completo, y los documentos que contenía no me habían revelado mucho más de lo que ya había descubierto gracias a sus cartas.
También me di cuenta de que debía actuar lo antes posible. Ya había pasado otras noches en vela, y durante la hora siguiente tal vez podría recopilar lo que Rossi me había contado sobre las amenazas anteriores a su vida, tal como él lo veía.
Me levanté con las articulaciones doloridas, y fui a mi deprimente cocina para prepararme una sopa. Cuando bajé una olla limpia, me di cuenta de que mi gato no había venido a cenar la única comida que compartíamos. Era un vagabundo, y sospechaba que nuestro acuerdo no era del todo monógamo. No obstante, más o menos a la hora de cenar aparecía en mi estrecha cocina, mirando desde la escalera de incendios para avisarme de que quería su lata de atún o, cuando deseaba mimarle, su plato de sardinas. Había llegado a apreciar el momento en que saltaba a mi soso apartamento, se estiraba y maullaba en una extravagante demostración de afecto. Solía quedarse un rato después de cenar, durmiendo en un extremo del sofá o mirándome mientras planchaba mis camisas. A veces creía ver una expresión de ternura en sus ojos amarillos de una redondez perfecta, aunque tal vez era de compasión.
Era fuerte y nervudo, de suave pelaje blanco y negro. Le había puesto el nombre de Rembrandt. Pensando en él, alcé el borde de la persiana, levanté la ventana y llamé, a la espera del ruido sordo de patas felinas sobre el antepecho de la ventana. Sólo oí el tráfico nocturno a lo lejos, en el centro ciudad. Bajé la cabeza y me asomé.
Su forma llenó el espacio de una manera grotesca, como si hubiera rodado hasta allí jugando y después se hubiera desplomado. Lo entré en la cocina con manos cariñosas y aprensivas, consciente de la columna vertebral rota y la cabeza oscilante. Rembrandt tenía los ojos más abiertos que nunca, la boca retraída en un chillido de miedo y las garras delanteras desplegadas y erizadas. Supe enseguida que no había podido caer allí con tamaña precisión, sobre el estrecho antepecho. Haría falta una mano grande y fuerte para matar al animal. Acaricié su pelaje suave, y la rabia se impuso al terror. Tal vez el culpable había recibido arañazos, hasta mordiscos feroces. Pero mi amigo estaba definitivamente muerto.
Lo deposité con ternura sobre el suelo de la cocina, y mis pulmones se llenaron de un odio brumoso, y entonces me di cuenta de que su cuerpo aún estaba caliente.
Giré en redondo, cerré la ventana con pestillo y pensé frenéticamente en mi siguiente movimiento. ¿Cómo podría protegerme? Todas las ventanas estaban cerradas, y la puerta con doble pasador. Pero ¿qué sabía yo sobre los horrores del pasado? ¿Se colaban en las casas como niebla, por debajo de la puerta, o las ventanas estallaban y algo se materializaba ante ti? Busqué un arma. No tenía pistola, pero en las películas de vampiros las balas no servían de nada contra Bela Lugosi, a menos que el héroe fuera provisto de una bala de plata especial. ¿Qué había aconsejado Rossi? «Yo no iría por ahí con ajos en los bolsillos, no». Y también algo más: «Estoy seguro de que llevas contigo tu bondad, tu sentido moral, como quieras llamarlo. De todos modos, me gusta pensar que la mayoría somos capaces de eso».
Encontré una toalla limpia en un cajón de la cocina y envolví el cuerpo de mi amigo con ella, para luego sacarlo al vestíbulo. Tendría que enterrarlo al día siguiente, si es que el día llegaba como de costumbre. Lo enterraría en el patio trasero del edificio de apartamentos, a una buena profundidad, donde los perros no pudieran encontrarlo. Me costaba pensar en comida en este momento, pero preparé mi taza de caldo y me corté una rebanada de pan para seguir trabajando.
Después me senté al escritorio, guardé los documentos de Rossi en un sobre y lo cerré. Dejé encima mi misterioso libro del dragón, con cuidado de que no se abriera. Coloqué encima mi ejemplar del clásico de Hermann Golden Age of Amsterdam, que era uno de mis libros favoritos desde hacía mucho tiempo. Abrí mis notas para la tesis sobre el centro del escritorio y apoyé en vertical delante de mí un folleto sobre los gremios de comerciantes de Utrecht, una reproducción de la biblioteca que aún no había examinado. Dejé mi reloj al lado y vi con un estremecimiento supersticioso que indicaba las doce menos cuarto. Por la mañana, me dije, iría a la biblioteca y me pondría a leer todo lo que encontrara con vistas a prepararme para los próximos días. No me vendría mal saber algo más acerca de estacas de plata, guirnaldas de ajos y crucifijos, los remedios campesinos prescritos contra los No Muertos durante tantos siglos. Eso demostraría fe en la tradición, al menos. De momento sólo contaba con el consejo de Rossi, pero él nunca me había fallado cuando estaba en condiciones de ayudarme. Recogí la pluma e incliné la cabeza sobre el folleto.
Nunca me había costado tanto concentrarme. Todos los nervios de mi cuerpo parecían atentos a la presencia del exterior, si de una presencia se trataba, como si mi mente, antes que mis oídos, fuera capaz de oír su roce contra las ventanas. Con un esfuerzo, me planté con firmeza en Amsterdam, 1690. Escribí una frase, luego otra. Cuatro minutos para la medianoche. «Busca algunas anécdotas sobre la vida de los marineros holandeses», apunté en mis papeles. Pensé en los comerciantes, reunidos en sus ya antiguos gremios para obtener lo máximo posible de sus vidas y mercancías, actuando día tras día en consonancia con su sentido del deber más bien sencillo, utilizando parte de sus ganancias para construir hospitales destinados a los pobres. Dos minutos para la medianoche. Apunté el nombre del autor del folleto, para volver a buscar más tarde. «Explorar el significado que poseían para los comerciantes las imprentas de la ciudad», anoté.
El minutero de mi reloj saltó de repente y yo también. Eran casi las doce. Comprendí que las imprentas podían ser tremendamente significativas, y me obligué a no mirar atrás, sobre todo si los gremios habían controlado algunas. ¿Era posible que hubieran obtenido con dinero el control de unas cuantas, hasta convertirse en propietarios? ¿Tenían los impresores su propio gremio? ¿Cómo conciliaban las ideas sobre la libertad de prensa defendidas por intelectuales holandeses con la propiedad de las imprentas? El tema me absorbió un momento, pese a todo, y traté de recordar lo que había leído sobre las primeras publicaciones en Amsterdam y Utrecht. De pronto sentí un gran silencio en el ambiente, y después un chasquido de tensión. Consulté mi reloj. Las doce y tres minutos. Yo respiraba con normalidad y mi pluma se movía con libertad sobre la página.