La Historiadora (57 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Querido amigo:

Con gran placer por mi parte, hemos conseguido llegar a un pueblo situado a orillas del Arges, a un día de distancia entre montañas de pendientes míticas, en el carro del agricultor al que pagué con generosidad. Como resultado, me duelen todos los huesos, pero estoy eufórico. Este lugar me parece prodigioso, como salido de un cuento de Grimm, irreal, ojalá pudieras verlo sólo una hora, para sentir la inmensa distancia que lo separa de la Europa occidental. Las casitas, algunas pobres y destartaladas, aunque la mayoría con un aire alegre, tienen aleros bajos y grandes chimeneas, rematadas con los gigantescos nidos de las cigüeñas que veranean aquí.

Paseé con Georgescu esta tarde y descubrí que una plaza del centro del pueblo es su lugar de reunión, con un pozo para los habitantes y un gran abrevadero para el ganado, que atraviesa la población dos veces al día. Bajo un árbol maltrecho se encuentra la taberna, un lugar ruidoso donde tuve que pagar una ronda tras otra de pecaminoso aguardiente a los clientes. Piensa en esto mientras estás sentado en el Golden Wolf con tu pinta de cerveza.

Hay incluso uno o dos hombres entre ellos con los cuales me puedo comunicar un poco.

Algunos se acuerdan de Georgescu de su última vivita, hará seis años, y le han saludado con grandes palmadas en la espalda cuando entró esta tarde, aunque otros parecen evitarle.

Georgescu dice que hará falta un día para subir y bajar de la fortaleza, y nadie quiere guiarnos. Hablan de lobos, osos y, por supuesto, de vampiros. Pricolici, los llaman en su idioma. He aprendido algunas palabras en rumano, y mi francés, italiano y latín me prestan grandes servicios mientras intento hacerme entender. Esta noche, mientras interrogábamos a varios bebedores canosos, casi todo el pueblo apareció para examinarnos sin la menor discreción: amas de casa, labriegos, multitudes de niños descalzos y jovencitas, bellezas de ojos oscuros. En un momento dado, me vi rodeado de aldeanos que fingían ir a sacar agua, barrer escalones o consultar con el tabernero, de modo que me puse a reír a carcajadas y todos me miraron fijamente.

Mañana más. Me encantaría estar hablando una hora contigo, ¡y en mi propio idioma!

Tuyo con devoción,

Rossi

Querido amigo:

Hemos ido y vuelto de la fortaleza de Vlad, ante mi solemne admiración. Ahora sé por qué la quería ver. Ha convertido en realidad, en vida, al menos hasta cierto punto, la aterradora figura que busco en su muerte (o pronto empezaré a buscar, como sea, donde sea, si mis mapas me sirven de algo). Intentaré explicarte nuestra excursión, pues deseo tanto que puedas imaginarla como documentarla.

Al amanecer nos pusimos en marcha en la carreta de un joven agricultor, el cual parece ser un sujeto próspero, hijo de un cliente habitual de la taberna. Por lo visto, su padre le ha dado órdenes de ser nuestro guía, y el encargo no le ha hecho mucha gracia. Cuando subimos a la carreta, con las primeras luces del alba en la plaza, señaló las montañas varias veces, meneó la cabeza y dijo: «¿Poenari? ¿Poenari?» Por fin pareció resignarse a la tarea encomendada y azuzó a sus caballos, dos grandes máquinas de color bayo dispensadas aquel día de trabajar en los campos.

El hombre era un personaje de aspecto formidable, alto y de anchas espaldas bajo su blusa y el chaleco de lana, y con el sombrero nos pasaba sus dos buenas cabezas. Esto convertía su timidez respecto a la excursión en algo cómico para nosotros, aunque no debería reírme de los temores de estos campesinos después de lo que vi en Estambul (que te contaré en persona, como ya te he dicho). Georgescu intentó entablar conversación con él durante nuestra travesía del bosque, pero siguió al mando de la riendas en un silencio desesperado (pensé yo), como un prisionero conducido al tajo. De vez en cuando introducía la mano dentro de la camisa, como si guardara alguna especie de amuleto protector. Lo deduje de la tira de cuero que colgaba alrededor de su cuello, y tuve que resistir a la tentación de pedirle que me lo enseñara. Sentí pena por el hombre y lamenté el mal trago que estaba pasando por nuestra culpa, contrario a todos los tabúes de su cultura, por lo que decidí darle una propina al final del viaje.

Teníamos la intención de pernoctar en el castillo aquella noche, con el fin de concedernos tiempo suficiente para examinar todo y tratar de hablar con los campesinos que vivieran cerca del lugar, y con este propósito el padre de nuestro guía nos había proporcionado esteras y mantas, y su madre nos había dado una provisión de pan, queso y manzanas, liados en un aúllo en la parte posterior del carro. Cuando entramos en el bosque, sentí un escalofrío muy poco académico. Recordé al héroe de Bram Stoker cuando se interna en los bosques de Transilvania (una versión ficticia de los auténticos, en cualquier caso) en diligencia, y casi deseé haber ido de noche, para poder distinguir yo también hogueras misteriosas en los bosques y oír el aullido de los lobos. Era una pena, pensé, que Georgescu no hubiera leído nunca el libro, y decidí que le enviaría un ejemplar desde Inglaterra, si algún día regresaba a tan tedioso lugar. Después recordé mi encuentro en Estambul, y eso templó mis ánimos.

Atravesamos con parsimonia el bosque, porque la carretera estaba sembrada de surcos y baches y porque empezó a trepar a la montaña casi enseguida. Estos bosques son muy profundos, oscuros incluso en el mediodía más radiante, con el frío tétrico del interior de una iglesia. Cuando los cruzas, te ves rodeado por completo de árboles, y por un silencio palpitante. Desde el carro no se ve nada en kilómetros a la redonda, excepto troncos de árboles y maleza, una espesa mezcla de abetos y diversas especies de madera dura. La altura de muchos árboles es tremenda, y sus copas ocultan el cielo. Es como avanzar entre las columnas de una catedral inmensa, pero oscura, una catedral encantada donde esperas captar vislumbres de la Virgen Negra o santos mártires en cada nicho. Observé al menos una docena de especies arbóreas diferentes, entre ellas altísimos castaños y robles de un tipo que nunca había visto.

En un punto en que el terreno se nivelaba, nos adentramos en una nave de troncos plateados, un hayedo como los que todavía se encuentran (pero muy raramente) en los más boscosos terrenos solariegos ingleses. Los habrás visto, no me cabe duda. Éste habría podido ser el salón donde Robín Hood contrajo matrimonio, con troncos inmensos que sostenían un techo de millones de diminutas hojas verdes, mientras el follaje del año anterior formaba una alfombra color beige bajo nuestras ruedas. Daba la impresión de que nuestro conductor no admiraba esta belleza. Tal vez, cuando vives toda la vida entre tales escenarios, no quedan registrados como «belleza», sino como el mundo en sí. Seguía sumido en el mismo silencio desaprobador. Georgescu estaba ocupado con algunas notas de su trabajo en Snagov; de modo que yo no podía compartir con nadie el encanto de lo que nos rodeaba.

Después de haber viajado casi la mitad del día, salimos a campo abierto, verde y dorado bajo la luz del sol. Comprobé que habíamos subido mucho desde el pueblo, y se veía una espesa extensión arbolada, la que descendía en una pendiente tan pronunciada desde el borde del campo que desviarse hacia ella significaba precipitarse al vacío. Desde allí, el bosque se sumergía en una garganta, y vi por primera vez el río Arges, una vena plateada muy abajo. En su orilla opuesta se elevaban enormes pendientes boscosas que parecían imposibles de escalar. Era una región para águilas, no para personas, y pensé con admiración en las numerosas escaramuzas dirimidas en ese lugar entre otomanos y cristianos. Que cualquier imperio, por osado que fuera, se hubiera atrevido a penetrar en ese paisaje se me antojaba la locura máxima. Comprendí mejor por qué Vlad Drácula había elegido esa zona para su fortaleza; el propio emplazamiento la convertía en inexpugnable.

Nuestro guía saltó al suelo y desempaquetó nuestra comida, y comimos sobre la hierba bajo robles y alisos dispersos. Después se tumbó bajo un árbol y se tapó la cara con el sombrero.

Georgescu se tumbó bajo otro, como si fuera lo más normal del mundo, y durmieron durante una hora mientras yo vagaba por el prado. Reinaba un silencio sobrenatural, aparte del gemido del viento en aquellos inmensos bosques. El cielo, de un azul brillante, se extendía sobre todas las cosas. Caminé hacia el otro lado del campo y vi un claro similar bastante más abajo, presidido por un pastor vestido de blanco y tocado con un sombrero marrón. Su rebaño (de ovejas, me pareció) deambulaba a su alrededor como nubes, y pensé que bien podría haber estado allí, apoyado en su bastón, desde los tiempos de Trajano. Sentí que una gran paz me inundaba. La naturaleza macabra de nuestra misión se desvaneció de mi mente, y pensé que podría quedarme en aquel prado fragante uno o dos eones, al igual que el pastor.

Por la tarde, nuestro camino ascendió por sendas cada vez más empinadas, y por fin entramos en un pueblo que, según Georgescu, era el más cercano a la fortaleza. Nos sentamos un rato en una taberna con vasos de aquel reconfortante brandy al que llaman palinca. Nuestro conductor dejó claro que su intención era quedarse con los caballos mientras nosotros íbamos a pie a la fortaleza. Bajo ninguna circunstancia subiría allí, y mucho menos pasaría la noche con nosotros en las ruinas. Cuando le insistimos, gruñó: «Pentru nimica in lime», y apoyó la mano en la tirilla de cuero colgada de su cuello.

Georgescu me dijo que eso significaba «de ninguna manera». Tan obstinado se mostró el hombre que al final Georgescu rió y dijo que la caminata era razonable, y que de todos modos había que hacer a pie la última parte. Me pregunté por un momento por qué quería Georgescu dormir al raso, en lugar de regresar al pueblo, pues para ser sincero no me hacía mucha gracia la idea de pasar la noche en las ruinas, aunque no lo dije.

Por fin, dejamos al sujeto con su brandy y a los caballos con su agua, y emprendimos el camino con los bultos de comida y mantas a la espalda. Mientras recorríamos la calle principal, recordé de nuevo la historia de los boyardos de Târgoviste, que habían subido con grandes esfuerzos hasta la fortaleza en ruinas, y luego pensé en lo que había visto (o creído ver) en Estambul y sentí una punzada de intranquilidad.

La senda pronto se estrechó hasta convertirse en un angosto camino de carros, y después en una pista forestal que atravesaba el bosque, el cual ascendía ante nosotros. Sólo el último tramo era empinado, pero lo recorrimos sin dificultad. De pronto nos encontramos en lo alto de una cresta azotada por el viento, un espinazo de piedra que surgía del bosque. A la cumbre de dicho espinazo, en una vértebra más elevada que las demás, se aferraban dos torres en ruinas y restos de murallas, todo lo que quedaba del castillo de Drácula. La vista era impresionante, con el río Arges apenas centelleando en la garganta y pueblos diseminados a un tiro de piedra de las aguas. Hacia el sur vi colinas bajas que, según Georgescu, eran las llanuras de Valaquia, y al norte altas montañas, algunas coronadas de nieve. Habíamos alcanzado un nido de águilas.

Georgescu me precedió sobre rocas derrumbadas, y nos erguimos por fin en mitad de las ruinas. Observé al instante que la fortaleza era más bien pequeña y hacía mucho tiempo que estaba abandonada a los elementos. Flores silvestres de todo tipo, líquenes, musgo, hongos y árboles doblados por el viento habían fundado su hogar en ella. Las dos torres que aún se alzaban eran como huesos silueteados contra el cielo. Georgescu explicó que, al principio, había cinco torres, desde las cuales los servidores de Drácula podían vigilar las incursiones turcas. El patio en el que nos encontrábamos había contado en su tiempo con un pozo profundo, para defenderse de los asedios, y también, según la leyenda, con un pasadizo secreto que conducía a una cueva situada mucho más abajo, gracias a la cual Drácula había escapado de los turcos en 1462, después de utilizar la fortaleza de manera intermitente durante unos cinco años. Por lo visto, nunca había vuelto. Georgescu creía haber identificado la capilla del castillo en un extremo del patio, donde escrutamos el interior de una cripta derrumbada. Los pájaros entraban y salían de las paredes de la torre, serpientes y animales pequeños huían de nuestra presencia, y experimenté la sensación de que la naturaleza pronto se apoderaría del resto de la ciudadela.

Cuando nuestra lección de arqueología hubo terminado, el sol flotaba justo sobre las colinas del oeste y las sombras de rocas, árboles y torres se habían alargado a nuestro alrededor.

—Podríamos volver andando al último pueblo —dijo Georgescu en tono pensativo—, pero eso significaría volver a subir al castillo mañana por la mañana. Yo prefiero acampar aquí, ¿no te parece?

Para entonces yo prefería irme, pero Georgescu parecía tan práctico, tan científico, con su cuaderno de dibujo en la mano, que no quise admitirlo. Se puso a recoger leña, yo le ayudé, y pronto encendimos un fuego sobre las losas del antiguo patio, después de limpiarlo de musgo.

Georgescu parecía disfrutar muchísimo con la hoguera, silbaba, acomodaba troncos sueltos, y luego dispuso un primitivo aparejo para la olla que sacó de la mochila. No tardó en preparar un guiso y cortar pan, sonriendo a las llamas, y recordé que, al fin y al cabo, era tan escocés como gitano.

El sol se puso antes de que la cena estuviera preparada, y cuando desapareció detrás de las montañas, las ruinas se sumieron en la oscuridad, con las torres recortadas contra un crepúsculo perfecto. Algo (¿búhos?, ¿murciélagos?) entró y salió por el hueco de una ventana, desde la cual habían volado flechas contra las tropas turcas tanto tiempo atrás.

Cogí mi estera y la acerqué al fuego lo máximo posible. Georgescu había improvisado una espléndida cena, y mientras comíamos me habló de nuevo de la historia del lugar.

—Una de las historias más tristes de la leyenda de Drácula procede de este lugar. ¿Has oído hablar de su primera esposa?

Negué con la cabeza.

—Los campesinos que viven por aquí cuentan una historia acerca de ella que debe de ser cierta. Sabemos que en el otoño de 1462 Drácula fue expulsado de su fortaleza por los turcos y no regresó cuando ocupó de nuevo el trono de Valaquia en 1476, justo antes de que le mataran. Las canciones de estos pueblos cuentan que la noche en que el ejército turco llegó al risco de ahí enfrente —señaló hacia el terciopelo oscuro del bosque— acamparon ante la antigua fortaleza de Poenari, y trataron de tirar abajo el castillo de Drácula a cañonazos desde la orilla de enfrente del río. No tuvieron éxito, de modo que su comandante ordenó asaltar el castillo a la mañana siguiente.

Georgescu hizo una pausa para atizar el fuego, que ardió con más intensidad. La luz bailó en su rostro moreno y en sus dientes de oro, y sus rizos oscuros adoptaron el aspecto de cuernos.

—Durante la noche un esclavo del campamento turco, que era pariente de Drácula, lanzó en secreto una flecha hacia la abertura de la torre del castillo, pues sabía que allí se hallaban los aposentos privados de Drácula. Sujetó a la flecha la advertencia de que debía huir del castillo antes de que su familia y él fueran hechos prisioneros. El esclavo vio la figura de la esposa de Drácula leyendo el mensaje a la luz de las velas. Los campesinos refieren en sus viejas canciones que la mujer dijo a su marido que prefería ser devorada por los peces del Arges antes que ser esclava de los turcos, que, como ya sabe, no eran muy amables con sus prisioneros. —Georgescu me dedicó una sonrisa diabólica por encima del guiso—. Entonces subió corriendo las escaleras de la torre, probablemente aquélla, y se arrojó desde lo alto. Drácula, por supuesto, escapó por el pasadizo secreto. —Asintió como si tal cosa—.

Esta parte del Arges se llama todavía Riul Doamnei, que significa el Río de la Princesa.

Me estremecí, como podrás imaginar. Aquella tarde me había asomado al precipicio. La distancia hasta el río, muy abajo, es casi inimaginable.

—¿Tuvo Drácula hijos de su esposa?

—Oh, sí. —Georgescu me sirvió un poco más de guiso—. Su hijo era Mihnea el Malo, quien gobernó Valaquia a principios del siglo dieciséis. Otro sujeto encantador. Su linaje produjo toda una serie de Mihneas y Mirceas, todos desagradables. Drácula volvió a casarse, esta segunda vez con una mujer húngara que era pariente del rey Matías Corvino.

Engendraron un montón de Dráculas. —¿Aún existen en Valaquia o Transilvania?

—No creo. Los habría localizado en tal caso. —Partió un pedazo de pan y me lo dio—. Ese segundo linaje tenía tierras en la región de Szekler y se mezcló con húngaros. El último se casó con un miembro de la nooble familia Getzi y también desapareció.

Anoté todo esto en mi libreta, entre bocado y bocado, aunque no creía que pudiera conducirme a ninguna tumba. Esto me llevó a pensar en una última pregunta, que no me hacía ninguna gracia formular en una oscuridad tan enorme y profunda.

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