Authors: Elizabeth Kostova
»No paraba de preguntarme qué pasaría cuando volviera. ¿Se plantaría ante la puerta de mi padre, llamaría y le pediría mi mano en matrimonio? Imaginaba la sorpresa que se llevaría mi familia. Se congregarían todos en la puerta y mirarían estupefactos, mientras Bartholomeo repartía regalos y les daba un beso de despedida. Después me conduciría a una carreta que estaría esperando, tal vez incluso a un automóvil. Saldríamos del pueblo y cruzaríamos tierras que no podía ni imaginar, más allá de las montañas, más allá de la gran ciudad donde vivía mi hermana Eva. Confiaba en que nos detendríamos para visitarla, porque era la hermana a la que siempre había querido más. Bartholomeo también la querría, porque era fuerte y valiente, una viajera como él.
Pasé cuatro semanas así, y al final de la cuarta estaba cansada y era incapaz de comer o dormir mucho. Cuando casi había grabado cuatro semanas de muescas en mí árbol, empecé a espiar alguna señal de su regreso. Siempre que un carro entraba en el pueblo, el sonido de sus ruedas estremecía mi corazón. Iba a buscar agua tres veces al día, miraba y escuchaba por si había noticias. Me dije que, muy probablemente, no volvería al cabo de cuatro semanas exactas, y que debía esperar una semana más. Pasada la quinta semana, me sentí enferma, convencida de que el príncipe de los pricolici le había matado. En una ocasión, hasta pensé que mi amado regresaría convertido en vampiro. Corrí a la iglesia en pleno día y recé delante del icono de la bendita Virgen para alejar esta horrible idea.
»Durante la sexta y séptima semanas empecé a abandonar la esperanza. En la octava supe, debido a muchas señales que había oído entre las mujeres casadas, que iba a tener un hijo.
Después lloré en silencio en la cama de mi hermana por la noche y sentí que el mundo entero, incluso Dios y la Santa Madre, se habían olvidado de mí. No sabía qué había sido de Bartholomeo, pero creía que le debía haber pasado algo terrible, porque sabía que me amaba de verdad. Recogí en secreto hierbas y raíces que, decían, impedían que un niño viniera al mundo, pero fue inútil. Mi hijo crecía con fuerza en mi vientre, más fuerte que yo, y empecé a amar esa energía a pesar de todo. Cuando apoyaba mi mano sobre el estómago sin que nadie me viera, sentía el amor de Bartholomeo y creía que no había podido olvidarme.
»Transcurridos tres meses de su partida, supe que debía abandonar el pueblo antes de que avergonzara a mi familia y desatara la ira de mi padre contra mí. Pensé en tratar de localizar a la vieja que me había dado la moneda. Tal vez me acogería y me dejaría cocinar y limpiar para ella. Había venido de uno de los pueblos que dominaban el Arges, cerca del castillo del pricolic, pero no sabía de cuál, ni si aún estaba viva. Acechaban osos y lobos en las montañas, y muchos malos espíritus, y no me atrevía a vagar por el bosque sola.
»Por fin, decidí escribir a mi hermana Eva, algo que sólo había hecho una o dos veces antes. Cogí unas hojas de papel y un sobre de la casa del cura, donde a veces trabajaba en la cocina. En la carta le contaba mi situación y rogaba que viniera a buscarme. La respuesta tardó cinco semanas en llegar. Gracias a Dios, el labriego que la trajo, junto con algunas provisiones, me la dio a mí en lugar de a mi padre, y yo la leí en secreto en el bosque. Mi cintura ya estaba adquiriendo una forma redondeada, de modo que me llamó la atención cuando me senté en un tronco, pese a que todavía podía esconderla con mi delantal.
»Con la carta venía algo de dinero, dinero rumano, más del que había visto en toda mi vida, y una nota de Eva, breve y práctica. Decía que debía irme a pie del pueblo hasta el siguiente, a unos cinco kilómetros de distancia, y después trasladarme en carreta o camión hasta Târgoviste. Desde allí debía ir a Bucarest, y desde Bucarest podía viajar en tren hasta la frontera húngara. Su marido me esperaría en la oficina fronteriza de T el 20 de septiembre. Aún recuerdo la fecha. Decía que debía planificar mi viaje para llegar ese día concreto. Junto con la carta encontré una invitación sellada del Gobierno de Hungría, la cual me ayudaría a entrar en el país. Me enviaba todo su amor, me decía que fuera cauta y me deseaba un feliz viaje. Cuando llegué al final de la carta, besé su firma y la bendije con todo mi corazón.
»Guardé mis escasas pertenencias en una bolsa, incluyendo mis zapatos buenos, que reservaba para el viaje en tren, las cartas que Bartholomew había perdido y su anillo de plata. La mañana que me fui de casa, abracé y besé a mi madre, que cada vez estaba más vieja y enferma. Quería que, más tarde, supiera que me había despedido de ella de alguna manera. Creo que se quedó sorprendida, pero no me hizo ninguna pregunta. En lugar de ir a los campos, atravesé el bosque, evitando la carretera. Me detuve a decir adiós al lugar secreto donde me había acostado con Bartholomeo. Las cuatro semanas de muescas en el árbol ya se estaban desvaneciendo. En aquel lugar puse su anillo en mi dedo y me até un pañuelo a la cabeza como una mujer casada. Noté la llegada del invierno en las hojas amarillentas y el aire frío. Me quedé unos momentos más, y después tomé el sendero que conducía al siguiente pueblo.
»No recuerdo muy bien aquel viaje, sólo que estaba muy cansada y a veces hambrienta.
Una noche dormí en la casa de una anciana, que me obsequió con una estupenda sopa y dijo que mí marido no debería dejarme viajar sola. Otra noche tuve que dormir en un establo.
Por fin, una carreta me llevó a Târgoviste, y después otra me llevó a Bucarest. Cuando podía compraba pan, pero no sabía cuánto dinero necesitaría para el tren, de modo que era muy prudente. Bucarest era muy grande y bonita, pero me dio miedo porque había mucha gente, toda bien vestida, y los hombres me miraban con descaro por la calle. El tren también era aterrador, un enorme monstruo negro. En cuanto estuve sentada dentro, al lado de la ventanilla, me sentí mejor. Dejamos atrás muchos paisajes maravillosos, montañas, ríos y campos, muy diferentes de nuestros bosques transilvanos.
»En la estación de la frontera descubrí que era 19 de septiembre y dormí en un banco hasta que uno de los guardias me dejó entrar en su caseta y me dio un poco de café caliente.
Preguntó dónde estaba mi marido, y yo dije que iba a Hungría para verle. A la mañana siguiente, un hombre vestido de negro con sombrero vino en mi busca. La expresión de su rostro era bondadosa, me besó en ambas mejillas y me llamó "hermana". Quise a mi cuñado desde aquel momento hasta el día que murió, y aún le quiero. Era más mi hermano que cualquiera de los míos. Se ocupó de todo, me invitó a una comida caliente en el tren, que tomamos sentados a una mesa con mantel. Comimos y miramos por la ventana el paisaje.
»Eva nos estaba esperando en la estación de Budapest. Vestía un traje y un bonito sombrero, y pensé que parecía una reina. Me abrazó y besó muchas veces. Mi hija nació en el mejor hospital de Budapest. Quise llamarla Eva, pero mi hermana dijo que prefería elegir el nombre ella, y la llamó Elena. Era una niña encantadora, de grandes ojos oscuros, y sonrió muy pronto, cuando sólo tenía cinco días. Todo el mundo dijo que nunca había visto a un bebé sonreír tan pronto. Había tenido la esperanza de que tuviera los ojos azules de Bartholomeo, pero había salido a mi familia.
»No quise escribirle hasta que la niña naciera, porque deseaba hablarle de un bebé real, no de mi embarazo. Cuando Elena cumplió un mes, pedí a mi cuñado que me ayudara a encontrar la dirección de la universidad de Bartholomeo, Oxford, y escribí yo misma las extrañas palabras en el sobre. Mi cuñado escribió la carta en alemán, y yo la firmé de mi puño y letra. En la carta, decía a Bartholomeo que le había esperado tres meses y que después había abandonado el pueblo porque sabía que iba a tener un hijo de él. Le conté mis viajes y le hablé de la casa de mi hermana en Budapest. Le dije lo dulce, lo feliz que era Elena. Le dije que le quería y que tenía miedo de que algo horrible hubiera impedido su regreso. Le pregunté cuándo le vería, y si iría a buscarnos a Budapest. Le dije que, con independencia de lo que hubiera sucedido, le querría hasta el fin de mis días.
»Después volví a esperar, esta vez muchísimo tiempo, y cuando Elena empezaba a caminar, llegó una carta de Bartholomeo. Venía de Estados Unidos, no de Inglaterra, y estaba escrita en alemán. Mi cuñado me la tradujo con voz afectuosa, pero comprendí que era demasiado honrado para cambiar algo de lo que decía. En su carta, Bartholomeo decía que había recibido una carta mía que había ido a parar antes a su antigua casa de Oxford. Me decía con buenas palabras que nunca había oído hablar de mí ni me había visto, y que nunca había estado en Rumania, de modo que mi hija no podía ser de él. Lamentaba mi triste historia y me deseaba lo mejor en el futuro. Era una carta breve y muy amable, pero no daba señales de reconocerme.
»Lloré durante mucho tiempo. Era joven y no entendía que la gente pudiera cambiar, que sus opiniones y sentimientos pudieran cambiar. Después de vivir unos años en Hungría, empecé a comprender que puedes ser una persona en tu país y otra muy distinta cuando te encuentras en otro. Comprendí que algo similar le había pasado a Bartholomeo. Al final, sólo lamenté que hubiera mentido, que hubiera dicho que no me conocía. Lo lamentaba porque, cuando habíamos estado juntos, había intuido que era una persona honorable, una persona sincera, y no quería pensar mal de él.
»Eduqué a Elena con la ayuda de mis parientes, y se convirtió en una chica hermosa e inteligente. Sé que la explicación reside en que lleva la sangre de Bartholomeo en sus venas. Le hablé de su padre, porque nunca le mentí. Tal vez no le conté gran cosa, pero era demasiado pequeña para comprender que el amor ciega y confunde a la gente. Fue a la universidad y yo me sentí muy orgullosa de ella. Luego me dijo que se había enterado de que su padre era un gran erudito en Estados Unidos. Yo esperaba que algún día le conocería, pero ignoraba que daba clases en la universidad a la que fuiste —añadió la madre de Helen, y se volvió hacia su hija casi como reprochándole su decisión, y de esta brusca manera terminó su historia.
Helen murmuró algo que habría podido ser una disculpa o un amago defensivo, y meneó la cabeza. Parecía tan estupefacta como yo. Había permanecido inmóvil durante toda la historia, traduciendo casi sin respirar, y sólo murmuró algo más cuando su madre describió el dragón de su hombro. Helen me dijo mucho después que su madre nunca se había desnudado delante de ella, y que nunca la había llevado a los baños públicos como hacía Eva.
Al principio nos quedamos todos callados, pero al cabo de un momento Helen se volvió hacia mí y señaló con gesto impotente el paquete de cartas que había sobre la mesa.
Comprendí. Yo había estado pensando lo mismo.
—¿Por qué no envió tu madre algunas de estas cartas a Rossi —le pregunté— para demostrar que sí había estado en Rumania?
Helen miró a su madre (con una profunda vacilación en sus ojos, pensé) y después le hizo la pregunta. La respuesta de la mujer, cuando me la tradujo, formó un nudo en mi garganta, un dolor que era en parte por ella y en parte por mi pérfido mentor.
—Pensé en hacerlo, pero por su carta comprendí que había cambiado por completo de opinión. Decidí que daría igual enviarle alguna de estas cartas, sólo serviría para provocar más dolor, y además habría perdido recuerdos de él que deseaba conservar. —Extendió la mano como para tocar su letra y luego la retiró—. Sólo lamenté no enviarle lo que de verdad era suyo. Pero se había quedado tanto de mí... Tal vez era justo que yo me quedara con eso.
Nos miró con los ojos un poco menos tranquilos. No leí en ellos desafío, sino la llama de una devoción muy antigua. Desvié la mirada.
Helen sí que se mostró desafiante.
—Entonces, ¿por qué no me diste estas cartas hace mucho tiempo? —Formuló la pregunta en tono vehemente, y la tradujo a su madre enseguida. La mujer meneó la cabeza—. Dice que sabía que yo odiaba a mi padre —informó Helen con una dura expresión en el rostro— y estaba esperando a que alguien le quisiera.
Como ella le quiere todavía, podría haber añadido yo, pues mi corazón estaba tan conmovido que parecía proporcionarme una percepción anormal del amor sepultado durante años en aquella pequeña y desnuda casa.
No sólo se trataba de mi afecto por Rossi. Tomé la mano de Helen y la mano encallecida de su madre y las apreté. En aquel momento, el mundo en que yo había crecido, con su reserva y silencios, sus modos y maneras, el mundo en el que había estudiado, alcanzado metas y, en ocasiones, intentado amar, se me antojó tan lejano como la Vía Láctea. No habría podido hablar aunque hubiera querido, pero si el nudo de mi garganta se hubiera disuelto, quizás habría encontrado alguna forma de explicar a esas dos mujeres, relacionadas de manera tan diferente, pero igualmente intensa, con Rossi, que yo sentía su presencia entre nosotros.
Al cabo de un momento, Helen se apresuró a liberar su mano, pero su madre me la apretó como antes y preguntó algo con su voz apacible.
—Quiere saber qué puede hacer para ayudarte a encontrar a Rossi.
—Dile que ya me ha ayudado, y que leeré estas cartas en cuanto nos vayamos, por si nos sirven de guía. Dile que nos pondremos en contacto con ella cuando le encontremos.
La madre de Helen inclinó la cabeza con humildad al oír esto, y se levantó para echar un vistazo al guisado. Un maravilloso olor surgió del horno y hasta Helen sonrió, como si ese regreso a un hogar que no era el suyo tuviera sus compensaciones. La paz del momento me envalentonó.
—Hazme el favor de preguntarle si sabe algo sobre vampiros que pudiera ayudarnos en nuestra búsqueda.
Cuando Helen acabó de traducir, vi que había destruido nuestra precaria calma. Su madre apartó la vista y se persignó, pero al cabo de un momento dio la impresión de que reunía fuerzas para hablar. Helen escuchó con atención y asintió.
—Dice que has de recordar que el vampiro puede cambiar de forma. Puede atacarte adoptando muchas apariencias.
Quise saber qué significaba eso exactamente, pero la madre de Helen ya había repartido el guiso en los platos con una mano temblorosa. El calor del horno y el olor de la carne y el pan impregnaban la pequeña casa, y todos comimos con apetito, aunque en silencio. De vez en cuando la madre de Helen me daba más pan, palmeaba mi brazo o me servía té recién hecho. La comida era sencilla pero deliciosa y abundante, y el sol entraba por las ventanas delanteras para adornar nuestros platos.