La Historiadora (50 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Oh, sí —dije con vehemencia—. ¿Fue en ese manuscrito donde viste también la palabra Ivireanu?

—Pues no. El manuscrito de Corvino es muy interesante, pero por motivos diferentes. El manuscrito dice... Bien, he copiado una parte. El original está en latín.

Sacó su libreta y me leyó unas cuantas líneas.

—«En el año de Nuestro Señor de 1463 este humilde servidor del rey le ofrece estas palabras de grandes escritos, todo para proporcionar información a Su Majestad sobre la maldición del vampiro, que en el infierno perezca. Esta información es para la colección real de Su Majestad. Ojalá le ayude a curar la maldad que asola nuestra ciudad, a terminar con la presencia de vampiros y alejar la epidemia de nuestras moradas.» Etcétera, etcétera.

Después el buen escriba, fuera quien fuera, incluye la lista de las referencias que ha encontrado en varias obras clásicas, incluyendo relatos del fantasma en el ánfora. Como ya adivinarás, la fecha del manuscrito es la del año posterior a la detención de Drácula y su primer confinamiento en Buda. Tu descripción de la misma preocupación por parte del sultán turco, que detectaste en aquellos documentos de Estambul, me inclina a pensar que Drácula causaba problemas allá adonde iba. Ambos mencionan la epidemia y ambos muestran preocupación por la presencia del vampirismo. Muy similar, ¿eh?

Hizo una pausa con aire pensativo.

—De hecho, esa relación con la epidemia no está tan traída por los pelos. Leí en un documento italiano de la Biblioteca Británica que Drácula utilizó armas biológicas contra los turcos. Debió de ser uno de los primeros europeos en hacer uso de ellas. Le gustaba enviar a súbditos que habían contraído enfermedades contagiosas a los campamentos turcos, disfrazados de otomanos.

A la luz del farol, los ojos de Hugh se entornaron, y su rostro brillaba con una intensa concentración. Se me ocurrió en aquel momento que en Hugh James había encontrado un aliado de agudísima inteligencia.

—Todo esto es fascinante —dije—, pero ¿qué me dices de la mención de la palabra Ivireanu?

—Oh, lo siento mucho —sonrió Hugh—. Me he ido un poco por las ramas. Sí, vi esa palabra en la biblioteca de aquí. Me topé con ella hace tres o cuatro días, diría yo, en un Nuevo Testamento en rumano del siglo diecisiete. Lo estaba examinando porque pensé que la portada mostraba una influencia del diseño otomano poco común. En la página del título estaba escrita la palabra Ivireanu. Estoy seguro de que era esa palabra. No le concedí ninguna importancia en aquel momento. Para ser sincero, siempre encuentro palabras rumanas que me desconciertan, porque conozco muy poco el idioma. Llamó mi atención debido al tipo de letra, que era bastante elegante. Imaginé que debía ser el nombre de algún lugar, o algo por el estilo.

—¿Y nada más? —rezongué—. ¿No volviste a verla?

—Me temo que no. —Hugh estaba prestando atención a su taza de café vacía—. Si me vuelvo a cruzar con ella, no dudes de que te avisaré.

—Bien, tal vez no tenga nada que ver con Drácula —dije para consolarme—. Ojalá tuviera más tiempo para examinar esa biblioteca. Por desgracia, hemos de volver a Estambul el lunes. Sólo tengo permiso para quedarme hasta que termine el congreso. Si encuentras algo interesante...

—Por supuesto —dijo Hugh—. Yo me quedaré seis días más. Sí encuentro algo, ¿te escribo a tu departamento?

El corazón me dio un vuelco. Hacía días que no pensaba en mi país, y no tenía ni idea de cuándo volvería a examinar el correo del buzón de mi departamento.

—No, no —dije a toda prisa—. De momento no. Si encuentras algo que consideras que puede ayudarnos, haz el favor de llamar al profesor Bora. Explícale que hemos hablado. Si le telefoneo, le avisaré de que tal vez te pondrás en contacto con él.

Saqué la tarjeta de Turgut y apunté el número para Hugh.

—Muy bien. —La guardó en el bolsillo de la camisa—. Toma mi tarjeta. Espero volver a vernos. —Permanecimos en silencio unos segundos, él con la vista clavada en la mesa, con sus tazas vacías, los platillos y la luz parpadeante de la vela—. Mira —dijo por fin—, si es cierto todo lo que me has dicho y lo que dijo Rossi, y existe un conde Drácula o un Vlad el Empalador vivo de alguna manera horrible, me gustaría ayudarte...

—¿A eliminarle? —terminé en voz baja—. Lo recordaré.

Dio la impresión de que ya nos lo habíamos dicho todo, aunque yo confiaba en que volveríamos a hablar algún día. Encontramos un taxi que nos condujo a Pest, y Hugh insistió en acompañarme hasta el vestíbulo del hotel. Nos estábamos despidiendo cordialmente cuando el recepcionista con el que había hablado antes salió como una exhalación de su cubículo y me agarró del brazo.

—¡Herr Paul! —dijo en tono perentorio.

—¿Qué ocurre?

Hugh y yo nos volvimos hacia el hombre. Era un individuo alto y encorvado, vestido con una chaqueta azul proletaria y provisto de un bigote digno de un guerrero huno. Tiró de mí para que me acercara y habló en voz baja. Conseguí indicar con un ademán a Hugh que no se marchara. No había nadie más a la vista y no quería afrontar solo una nueva crisis.

—Herr Paul, sé quién estuvo en su Zimmer esta tarde.

—¿Qué? ¿Quién?

El recepcionista empezó a canturrear y a mirar a su alrededor y se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta de una manera que habría debido ser significativa si yo hubiera entendido el significado. Me pregunté si sería un poco retrasado.

—Quiere una propina —tradujo Hugh en voz baja.

—Oh, por el amor de Dios —dije exasperado, pero daba la impresión de que los ojos del hombre se habían vidriado, y sólo volvieron a brillar cuando saqué dos enormes billetes húngaros. Los aceptó con aire furtivo y los ocultó en el bolsillo, pero no dijo nada que reconociera mi capitulación.

—Herr norteamericano —susurró—, sé que no sólo hubo ein hombre esta tarde. Dos hombres. Uno llega primero, hombre muy importante. Después el otro. Le veo cuando subo con una maleta a otra Zimmer. Entonces los veo. Hablan. Salen juntos.

—¿Nadie los detuvo? —repliqué irritado—. ¿Quiénes eran? ¿Eran húngaros?

El hombre no paraba de mirar alrededor de él y tuve que reprimir las ansias de estrangularle. Esa atmósfera de censura me estaba crispando los nervios. Mi expresión debía de ser de furia, porque Hugh apoyó una mano en mi brazo para tranquilizarme.

—Importante hombre, húngaro. Otro hombre, no húngaro.

—¿Cómo lo sabe?

Bajó la voz.

—Un hombre húngaro, pero hablar anglisch juntos.

No volvió a hablar, pese a mis preguntas cada vez más amenazadoras. Puesto que, al parecer, había decidido que ya me había facilitado suficiente información por los forints que le había dado, quizá no habría pronunciado ni una palabra más, de no ser por algo que pareció llamar su atención de súbito. Estaba mirando algo a mi espalda, y al cabo de un segundo yo también me volví y seguí su mirada a través de la gran vidriera de la puerta del hotel. Durante una fracción de segundo vi un semblante ansioso de ojos hundidos que había llegado a conocer demasiado bien, un rostro que pertenecía a una tumba, no a una calle. El recepcionista estaba farfullando, apretando mi brazo.

—Ahí está, con su cara de demonio... ¡El anglascher!

Emitiendo una especie de aullido me solté del recepcionista y corrí hacia la puerta. Hugh, con gran presencia de ánimo —me di cuenta después—, se apoderó de un paraguas del paragüero que había al lado del mostrador y salió tras de mí. Pese a mi impetuosidad, seguí aferrando con firmeza el maletín, lo cual me impidió correr más deprisa. Fuimos de un lado a otro, recorrimos la calle de arriba abajo, pero fue inútil. Ni siquiera había oído los pasos del hombre, y no sabía en qué dirección había huido.

Por fin me detuve para apoyarme contra un edificio y recuperar el aliento. Hugh también jadeaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó agotado.

—El bibliotecario —dije cuando logré articular algunas palabras—. El que nos siguió hasta Estambul. Estoy seguro de que era él.

—Santo Dios. —Hugh se secó la frente con la manga—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Intentar apoderarse del resto de mis notas —gemí—. Puede que no me creas, pero es un vampiro, y ahora le hemos atraído hasta esta hermosa ciudad.

En realidad, dije más que eso, y Hugh debió reconocer en nuestro idioma común todas las variantes norteamericanas de la furia. Pensar en la maldición que estaba arrastrando tras de mí casi anegó mis ojos en lágrimas.

—Venga, venga —dijo Hugh en tono tranquilizador—. Aquí ya ha habido vampiros antes.

Pero tenía el rostro blanco y miraba a su alrededor con el paraguas bien sujeto.

—¡Maldita sea!

Di un puñetazo al edificio.

—Has de estar alerta —dijo Hugh sin inmutarse—. ¿Ha vuelto la señorita Rossi?

—¡Helen! —No había pensando en ella todavía, y Hugh estuvo a punto de sonreír al oír mi exclamación—. Iré a preguntar. También llamaré al profesor Bora. Escucha, Hugh, tú también has de estar alerta. Ve con cuidado, ¿de acuerdo? Te ha visto conmigo, y da la impresión de que eso no trae suerte a nadie.

—No te preocupes por mí. —Hugh estaba contemplando el paraguas con aire pensativo—. ¿Cuánto le pagaste a ese empleado?

Reí pese a mi agotamiento.

—Dos billetes grandes. ¿Te parece mucho?

—Sí, pero no se lo digas a nadie.

Nos estrechamos la mano con cordialidad y Hugh desapareció en dirección a su hotel, que no se hallaba lejos del nuestro. No me hizo gracia que se fuera solo, pero había gente en la calle que paseaba y hablaba. En cualquier caso, sabía que siempre haría las cosas a su manera. Era ese tipo de hombre.

De vuelta al vestíbulo del hotel, no vi ni rastro del aterrorizado empleado. Tal vez se debía a que su turno había terminado, pues un joven recién afeitado ocupaba su lugar detrás del mostrador de recepción. Me mostró que la llave de la habitación de Helen colgaba todavía de su gancho, por lo que supuse que debía estar aún con su tía. El joven me dejó utilizar el teléfono tras pactar con meticulosidad el coste de la llamada. El teléfono de Turgut sonó cuando probé por segunda vez. Me molestaba llamar desde el teléfono del hotel, pues sabía que podía estar pinchado, pero era la única posibilidad a aquella hora. Debía confiar en que nuestra conversación fuera demasiado peculiar para ser comprendida. Por fin, oí un chasquido en la línea y después la voz de Turgut, lejana pero jovial, que contestaba en turco.

—¡Profesor Bora! —grité—. Turgut, soy Paul, y llamo desde Budapest.

—¡Paul, querido amigo! —Pensé que nunca había oído nada más dulce que aquella voz distante y estruendosa—. Hay problemas en la línea. Dame tu número, por si acaso se corta.

El recepcionista me lo dio y se lo grité a Turgut.

—¿Cómo estás? —gritó a su vez—. ¿Le has encontrado?

—¡No! —grité—. Estamos bien, y hemos descubierto más cosas, pero ha ocurrido algo espantoso.

—¿A qué te refieres? —Percibí su consternación al otro lado de la línea—. ¿Alguno de vosotros ha resultado herido?

—No, estamos bien, pero el bibliotecario nos ha seguido hasta aquí. —Oí una retahíla de palabras que habrían podido significar alguna maldición shakesperiana, pero era imposible diferenciarlas debido a las interferencias—. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Aún no lo sé. —La voz de Turgut se oía con algo más de claridad—. ¿Llevas encima siempre el equipo que te regalé?

—Sí, pero no puedo acercarme lo bastante a ese demonio para utilizarlo. Creo que hoy ha registrado mi habitación mientras estábamos en el congreso, y al parecer alguien le ayudó.

Quizá la policía estaba escuchando en ese momento. ¿Quién sabía las conclusiones a las que llegaría?

—Ve con mucho cuidado, profesor. —Turgut parecía preocupado—. No tengo ningún consejo prudente para ti, pero pronto tendré noticias, tal vez incluso antes de que vuelvas a Estambul. Me alegro de que hayas llamado esta noche. El señor Aksoy y yo hemos encontrado un nuevo documento, uno que ninguno de los dos había visto nunca. Lo encontró en el archivo de Mehmet. Este documento fue escrito por un monje de la iglesia ortodoxa oriental en 1477 y ha de ser traducido.

Había interferencias en la línea otra vez y tuve que gritar.

—¿Has dicho 1477? ¿En qué idioma está?

—No te oigo, querido muchacho —vociferó Turgut muy lejos—. Ha descargado una tormenta sobre la ciudad. Te llamaré mañana por la noche.

Una babel de voces (ignoro si eran húngaras o turcas) nos interrumpió y ahogó sus siguientes palabras. Se oyeron más chasquidos y después la línea se cortó. Colgué lentamente y me pregunté si debía volver a llamar, pero el empleado ya me estaba quitando el teléfono con expresión preocupada y anotando lo que le debía en un trozo de papel.

Pagué apesadumbrado y me quedé inmóvil un momento, pues no me apetecía subir a mi nueva habitación, a la que me habían permitido llevar los útiles de afeitar y una camisa limpia. Me estaba desanimando a marchas forzadas. Había sido un día muy largo, y el reloj del vestíbulo me informó de que eran casi las once.

Todavía me habría deprimido más si un taxi no hubiera parado en aquel momento. Helen bajó y pagó al conductor, y después entró por la gran puerta. Aún no me había visto junto al mostrador, pero su expresión era seria y reservada, con una intensa melancolía que ya había observado alguna vez. Iba envuelta en un chal de lana aterciopelada negra y roja que yo nunca había visto, tal vez regalo de su tía. Suavizaba las duras líneas de su vestido y hombros y dotaba de un resplandor blanco y luminoso a su piel, incluso bajo la áspera luz del vestíbulo. Parecía una princesa, y la miré con descaro un momento antes de que ella me viera. No era tan sólo su belleza, destacada por la suave lana y el ángulo majestuoso de su barbilla, lo que me tenía encandilado. Estaba recordando una vez más, con un estremecimiento de inquietud, el retrato que Turgut guardaba en su estudio: la orgullosa cabeza, la nariz larga y recta, los grandes ojos oscuros de espesas pestañas. Quizá se debía a que estaba muy cansado, me dije, y cuando Helen me vio y sonrió, la imagen desapareció de mi mente.

43

Si no hubiera despertado a Barley, o si él hubiera estado solo, creo que habría cruzado dormido la frontera de España, para ser rudamente despertado por los oficiales de aduanas españoles. Pero bajó tambaleante al andén de la estación de Perpiñán medio dormido, y fui yo quien preguntó el camino a la estación de autobuses. El revisor de la chaqueta azul frunció el ceño, como si pensara que a esas horas deberíamos estar en casa, pero fue lo bastante amable para localizar nuestras bolsas huérfanas detrás del mostrador de la estación. ¿Adónde íbamos? Le dije que queríamos ir en autobús a Les Bains, y el hombre meneó la cabeza. Tendríamos que esperar hasta el día siguiente, ¿no me había dado cuenta de que era casi medianoche? Había un hotel limpio en aquella misma calle, donde yo y mi... «hermano», me apresuré a aclarar, encontraríamos habitación. El revisor nos miró de arriba abajo, se fijó en mi tez morena y mi extrema juventud, supuse, y en el cuerpo larguirucho y rubio de Barley, pero se limitó a chasquear la lengua y siguió su camino.

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