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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (51 page)

BOOK: La Historiadora
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El día amaneció más claro y hermoso que el anterior, y cuando me reuní con Helen en el comedor del hotel para desayunar, mis presentimientos de la noche anterior eran ya un sueño lejano. El sol entraba a través de las polvorientas ventanas y bañaba los manteles blancos y las pesadas tazas de café. Helen estaba tomando notas en una pequeña libreta.

—Buenos días —dijo con afabilidad cuando me senté y me serví café—. ¿Estás preparado para conocer a mi madre?

—No he pensado en otra cosa desde que llegamos a Budapest —confesé—. ¿Cómo vamos a ir allí?

—Su pueblo está en una ruta de autobús que hay al norte de la ciudad. Sólo hay un autobús de ida los domingos por la mañana, de modo que no debemos perderlo. El viaje dura una hora, a través de unos suburbios muy aburridos.

Dudaba de que esa excursión pudiera aburrirme, pero no dije nada. De todos modos, algo seguía preocupándome.

—Helen, ¿estás segura de que quieres que te acompañe? Podrías hablar con ella a solas. Tal vez eso sería menos violento para ella que aparecer con un completo desconocido, un estadounidense además. ¿Y si mi presencia le molesta?

—Es justo tu presencia lo que conseguirá que hable con más espontaneidad —replicó Helen con firmeza—. Conmigo es muy reservada, ya lo sabes. La fascinarás.

—Bien, nunca me habían acusado de ser fascinante.

Me serví tres rebanadas de pan y un poco de mantequilla.

—No te preocupes. No lo eres. —Helen me dedicó su sonrisa más sardónica, pero creí captar un brillo de afecto en sus ojos—. Sé que es fácil fascinar a mi madre.

No añadió: «Si Rossi la fascinó, ¿por qué tú no?» Pensé que lo mejor era soslayar el tema.

—Supongo que le habrás avisado de que vengo.

Me pregunté, mientras la miraba, si hablaría a su madre de la agresión del bibliotecario.

Llevaba el pequeño pañuelo ceñido con firmeza alrededor del cuello y me esforcé en no mirarlo.

—Tía Eva le envió un mensaje anoche —dijo Helen con calma, y me pasó las confituras. Después de subir al autobús en el límite norte de la ciudad, el vehículo serpenteó con parsimonia entre los suburbios, tal como Helen había anunciado, primero bordeando barrios antiguos muy castigados por la guerra y luego un montón de edificios más nuevos, que se alzaban altos y blancos como lápidas de gigantes. Éste era el progreso comunista que, con frecuencia, se explicaba con hostilidad en Occidente, pensé, amontonar a millones de personas de Europa del Este en rascacielos esterilizados. El autobús paró en algunos de esos complejos, y me pregunté hasta qué punto estarían esterilizados. Alrededor de la base de cada uno se veían huertos caseros llenos de hierbas y hortalizas, flores de vivos colores y mariposas. En un banco que había delante de un edificio, cerca de la estación de autobuses, dos ancianos con camisa blanca y chaleco negro estaban jugando una partida en un tablero, pero la distancia me impidió ver a qué jugaban. Varias mujeres subieron al autobús con blusas bordadas de alegres colores (¿el atuendo dominical?), y una llevaba una jaula con una gallina viva dentro. El conductor aceptó su presencia sin más y su propietaria se acomodó en la parte posterior con una labor de punto.

Cuando dejamos atrás los suburbios, el autobús se desvió por una carretera rural, donde vi campos fértiles y amplias carreteras polvorientas. A veces adelantábamos a una carreta tirada por un caballo (la carreta era como una cesta hecha con ramas de árbol), conducida por un granjero vestido con un sombrero de fieltro y chaleco. De vez en cuando veía algún automóvil que, en Estados Unidos, habría estado en un museo. La tierra era de un verde precioso, limpia, y sauces de hojas amarillas se inclinaban sobre los arroyuelos que serpenteaban. De vez en cuando entrábamos en un pueblo. En ocasiones distinguía las cúpulas en forma de cebolla de una iglesia ortodoxa entre los demás campanarios. Helen también se agachó para mirar por delante de mí.

—Si continuáramos por esta carretera, llegaríamos a Esztergom, la primera capital de los reyes húngaros. Valdría la pena verla si tuviéramos tiempo.

—La próxima vez —mentí—. ¿Por qué eligió tu madre vivir aquí?

—Se trasladó cuando iba todavía al instituto, para estar cerca de las montañas. Yo no quise ir con ella. Me quedé en Budapest con Eva. Nunca le ha gustado la ciudad. Dijo que los montes Bórzsóny, al norte de aquí, le recordaban Transilvania. Va allí todos los domingos con un club excursionista, excepto cuando ha nevado mucho.

Esto añadía una pieza más al mosaico de la madre de Helen que yo estaba construyendo en mi mente.

—¿Por qué no se fue a vivir a las montañas?

—Allí no hay trabajo. Casi toda la zona es parque nacional. Además, mi tía se lo habría prohibido, y puede ser muy severa. Ya cree que mi madre se ha aislado demasiado.

—¿Dónde trabaja tu madre?

Vi una parada de autobús. La única persona que esperaba era una anciana vestida de negro de pies a cabeza, con un pañuelo negro en la cabeza y un ramo de flores rojas y rosas en una mano. No subió al autobús cuando frenó, ni saludó a ninguno de los pasajeros que bajaron. Cuando nos alejamos, la vi siguiéndonos con la mirada, sosteniendo su ramo.

—Trabaja en un centro cultural del pueblo, llena papeles, escribe a máquina y prepara café para los alcaldes de ciudades más importantes cuando van de visita. Le he dicho que es un trabajo degradante para alguien de su inteligencia, pero siempre se encoge de hombros y sigue haciéndolo. Mi madre se ha especializado en la sencillez. —Había una nota de amargura en la voz de Helen, y me pregunté si pensaba que esa sencillez no sólo había perjudicado la carrera de su madre, sino las oportunidades de su hija. Tía Eva se había encargado de eso, recordé. Helen estaba exhibiendo su sonrisa torcida, escalofriante—. Ya lo verás.

Un letrero en las afueras identificaba el pueblo de la madre de Helen, y al cabo de pocos minutos nuestro autobús paró en una plaza rodeada de sicomoros polvorientos, con una iglesia cerrada con tablas a un lado. Una anciana, gemela de la abuela vestida de negro que había visto en el último pueblo, esperaba sola bajo la marquesina de la parada. Dirigí una mirada inquisitiva a Helen, pero ella negó con la cabeza, y la anciana abrazó a un soldado que había bajado delante de nosotros.

Helen parecía saber que nadie saldría a recibirnos, y me guió a buen paso por calles laterales, entre casas silenciosas con flores en las jardineras de las ventanas, que tenían los postigos cerrados para protegerse del sol. Un hombre de edad avanzada, sentado en una silla de madera ante una casa, inclinó la cabeza y se tocó el sombrero. Cerca del final de la calle había un caballo gris atado a un poste, bebiendo agua con avidez de un cubo. Dos mujeres en bata y zapatillas hablaban en la terraza de un café, que daba la impresión de estar cerrado. Desde el otro lado de los campos se oía la campana de una iglesia, y más cerca, los trinos de los pájaros posados en los tilos. Por todas partes se escuchaba un canturreo adormecedor en el aire. La naturaleza se hallaba sólo a un paso de distancia, si sabías la dirección que debías tomar.

Después la calle terminaba bruscamente en un campo invadido por malas hierbas. Helen llamó a la puerta de la última casa. Era muy pequeña, de estuco amarillo con tejado rojo, y parecía recién pintada.

El tejado se proyectaba hacia fuera, de manera que formaba un porche natural, y la puerta principal era de madera oscura, con una gran aldaba oxidada. La casa se hallaba algo apartada de sus vecinas, sin huerto ni acera, al contrario que muchas otras casas de la calle con su acera recién puesta. Debido a la espesa sombra del alero, por un momento no pude ver la cara de la mujer que respondió a la llamada de Helen. Después la distinguí con claridad, y al cabo de un momento estaba abrazando a Helen y besando su mejilla, con calma, casi con formalidad, y se volvió para estrechar mi mano.

No sé muy bien qué era exactamente lo que yo esperaba. Tal vez la historia de la deserción de Rossi y el nacimiento de Helen me había conducido a recrear en mi mente una belleza avejentada de ojos tristes, melancólica, incluso desamparada. La mujer que tenía delante se erguía tan tiesa como Helen, aunque era algo más baja y corpulenta que su hija, y su rostro era de facciones firmes y risueñas, mejillas redondas y ojos oscuros. Llevaba el pelo oscuro ceñido en un moño. Se había puesto un vestido de algodón a rayas y un delantal floreado.

Al contrario que tía Eva, no utilizaba maquillaje ni joyas y su atuendo era similar al de las amas de casa que había visto en la calle. De hecho, debía de haber estado ocupada en tareas domésticas, porque llevaba las mangas subidas hasta los codos. Estrechó mi mano con cordialidad, sin decir nada, pero con la vista clavada en mis ojos. Después, sólo un momento, vi a la chica tímida que debía haber sido más de veinte años antes, agazapada en las profundidades de aquellos ojos oscuros rodeados de arrugas.

Nos invitó a entrar, y con un gesto indicó que nos sentáramos a la mesa, donde había dispuesto tres tazas desportilladas y una bandeja de panecillos. Percibí el aroma del café recién hecho. También había estado cortando verduras, y un penetrante aroma a cebollas y patatas crudas impregnaba la habitación.

Observé que era la única habitación, aunque procuré no mirar a mi alrededor con excesivo descaro. Hacía las veces de cocina, dormitorio y zona de descanso. Estaba inmaculadamente limpia, la estrecha cama en un rincón con un edredón blanco y adornada con varias almohadas blancas, bordadas con alegres colores. Junto a la cama había una mesa, sobre la cual descansaban un libro, una lámpara con un tubo de cristal y unas gafas, y al lado una silla pequeña. Al pie de la cama vi una cómoda de madera con flores pintadas.

La zona de la cocina, donde estábamos sentados, consistía en unos fogones, una mesa y sillas. No había electricidad, ni cuarto de baño (me enteré de la existencia del retrete del jardín posterior un poco más tarde). En una pared colgaba un calendario con una fotografía de obreros en una fábrica, y en otra pared, una labor de bordado en colores rojo y blanco.

Había flores en un jarrón y cortinas blancas en las ventanas. Una diminuta estufa de leña se alzaba cerca de la mesa de la cocina, con pilas de troncos al lado. La madre de Helen me sonrió, todavía con un poco de timidez, y entonces advertí por primera vez su parecido con tía Eva, y quizás intuí algo de lo que había atraído a Rossi. Su sonrisa transmitía una calidez excepcional, que se desplegaba poco a poco, y después bañaba su rostro de una franqueza absoluta, casi resplandeciente. Se desvaneció también poco a poco, cuando se sentó para seguir cortando verduras. Me miró de nuevo y dijo algo en húngaro a Helen.

—Quiere que te sirva yo el café.

Helen me acercó una taza, a la que añadió azúcar de una lata. La madre de Helen dejó el cuchillo para empujar la bandeja de panecillos hacia mí. Acepté uno y le di las gracias con las dos torpes palabras que sabía en húngaro. Aquella radiante y pausada sonrisa empezó a destellar otra vez, y paseó la mirada entre Helen y yo, para luego decirle algo que no entendí. Helen enrojeció y se volvió hacia el café.

—¿Qué ha dicho?

—Nada. Ideas pueblerinas de mi madre, eso es todo. —Vino a sentarse a la mesa, dejó el café ante su madre y se sirvió una taza—. Bien, Paul, si nos perdonas, voy a preguntarle qué tal está y qué novedades han ocurrido en el pueblo.

Mientras hablaban, Helen con su voz de contralto y su madre entre murmullos, dejé vagar mi mirada por la habitación. Esa mujer no sólo vivía con una notable sencillez (tal vez igual que sus vecinos), sino en una gran soledad. Sólo había dos o tres libros a la vista, ningún animal, ni siquiera una maceta con una planta. Era como la celda de una monja.

Mirándola a hurtadillas, me di cuenta de lo joven que era, mucho más joven que mi madre.

Aunque se podían distinguir algunas hebras blancas en la raya del peinado, y los años habían agrietado su rostro, su aspecto general era sano y saludable, provisto de un atractivo que no tenía nada que ver con la moda o la edad. Podría haberse casado muchas veces, reflexioné, pero había elegido vivir en aquel silencio conventual. Me sonrió de nuevo y yo le correspondí. Su rostro era tan cordial que tuve que resistir el impulso de extender la mano y estrechar la suya mientras pelaba una patata.

—Mi madre quiere saber todo sobre ti —dijo Helen, y con su ayuda contesté a todas las preguntas con la mayor exactitud posible, cada una formulada en sereno húngaro, con una mirada escrutadora de la interlocutora, como si el poder de su mirada bastara para que yo la entendiera. ¿De qué parte de Estados Unidos era? ¿Por qué había ido allí? ¿Quiénes eran mis padres? ¿Les preocupaba que hubiera viajado tan lejos? ¿Cómo había conocido a Helen? En este punto introdujo varias preguntas que Helen no se molestó en traducir, una de ellas mientras acariciaba la mejilla de su hija. Helen parecía indignada, y yo no insistí en pedir explicaciones. En cambio, seguimos con mis estudios, mis planes, mis platos favoritos.

Cuando la madre de Helen se quedó satisfecha, se levantó y empezó a disponer verduras y pedazos de carne en una gran bandeja, que especió con algo rojo de un bote que había encima de la cocina y luego introdujo en el horno. Se secó las manos en el delantal y volvió a sentarse. Luego nos miró sin hablar, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Por fin, Helen se removió, y supe por su carraspeo que pretendía abordar el propósito de nuestra visita. Su madre la miró en silencio, sin cambiar de expresión, hasta que Helen me señaló al tiempo que pronunciaba la palabra «Rossi». Tuve que apelar a toda mí serenidad, sentado a una mesa de un pueblo alejado de todo cuanto me era familiar, para clavar mis ojos en el rostro calmo sin encogerme. La madre de Helen parpadeó una vez, casi como si alguien hubiera amenazado con abofetearla, y por un segundo sus ojos se desviaron hacia mi cara. Después asintió con aire pensativo y formuló una pregunta a Helen.

—Quiere saber desde cuándo conoces al profesor Rossi. —Desde hace tres años.

—Ahora le explicaré su desaparición —dijo Helen.

Con dulzura y determinación, no tanto como si estuviera hablando con una niña como si se obligara a continuar en contra de su voluntad, Helen habló a su madre. A veces me señalaba, y de vez en cuando formaba una imagen en el aire con las manos. Al fin, capté la palabra Drácula, y entonces ví que la madre de Helen palidecía y se aferraba al borde de la mesa. Los dos nos pusimos de pie de un salto, y Helen le sirvió enseguida un vaso de agua de la jarra. Su madre dijo algo con voz rápida y ronca. Helen se volvió hacia mí.

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