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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (53 page)

BOOK: La Historiadora
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»—Multumesc —dijo—. Gracias.

»Entonces quise marcharme a toda prisa, antes de que mi padre me echara de menos en la cena, pero el extranjero me detuvo con un veloz movimiento. Se señaló con el dedo.

»—Ma numesc Bartholomeo Rossi —dijo. Lo repitió, y después lo escribió en la tierra.

Intentar pronunciarlo me hizo reír. Entonces me señaló con el dedo—. ¿Voi? ¿Cómo te llamas? —Se lo dije y lo repitió, sonriente—. ¿Familia?

»Daba la impresión de estar buscando las palabras a tientas.

»—El apellido de mi familia es Getzi —le dije.

»Dio la impresión de sorprenderse. Señaló en dirección al río, luego a mí, y repitió algo una y otra vez, seguido por la palabra Drakulya, que comprendí que significaba "del dragón"

Pero no lograba entender qué quería decir. Por fin, sacudió la cabeza y suspiró.

»—Mañana —dijo.

»Me señaló con el dedo, luego a sí mismo y después el lugar donde estábamos y el sol en el cielo. Comprendí que me estaba pidiendo que me encontrara con él la tarde siguiente a la misma hora. Sabía que mi padre se enfadaría mucho si se enteraba. Señalé el suelo que pisábamos y me llevé un dedo a los labios. No conocía otra forma de comunicarle que no hablara de esto a nadie del pueblo. Pareció sorprenderse, pero luego se llevó también el dedo a los labios y sonrió. Hasta aquel momento aún había sentido cierto miedo de él, pero su sonrisa era dulce y sus ojos azules centelleaban. Intentó una vez más devolverme la moneda, y cuando me negué a aceptarla de nuevo, inclinó la cabeza, se puso el sombrero y se internó en el bosque, volviendo sobre sus pasos. Comprendí que me estaba dejando volver sola al pueblo, y me alejé a toda prisa sin mirar atrás.

»Aquella tarde, a la mesa de mi padre, mientras lavaba y secaba los platos con mi madre, pensé en el extranjero. Pensé en sus ropas extranjeras, en sus corteses inclinaciones de cabeza, en su expresión, abstraída y despierta al mismo tiempo, en sus hermosos ojos brillantes. Pensé en él todo el día siguiente, mientras hilaba y tejía con mis hermanas, preparaba la comida, iba a buscar agua al pozo y trabajaba en los campos. Mi madre me riñó varias veces por no prestar atención a lo que estaba haciendo. Al atardecer me rezagué para terminar de escardar sola y me sentí aliviada cuando mis hermanos y mí padre desaparecieron en dirección al pueblo.

»En cuanto se fueron, corrí hacia la linde del bosque. El desconocido estaba sentado contra un árbol, y en cuanto me vio se puso en pie de un salto y me ofreció un asiento en un tronco cercano al sendero, pero yo tenía miedo de que alguien del pueblo pasara y le guié hacia el interior del bosque, con el corazón martilleando en mi pecho. Nos sentamos en sendas rocas. Los sonidos de los pájaros invadían el bosque. Era a principios de verano y todo estaba verde y tibio.

»El extranjero sacó del bolsillo la moneda que le había dado y la dejó con cuidado en el suelo. Después sacó un par de libros de la mochila y empezó a pasar las páginas.

Comprendí más tarde que eran diccionarios en rumano y otro idioma que él sabía. Con ucha parsimonia, y consultando a menudo los libros, me preguntó si había visto más monedas como la que le había regalado. Dije que no. Me explicó que el ser de la moneda era un dragón, y me preguntó si había visto ese dragón en algún otro sitio, en un edificio o en un libro. Dije que tenía uno en el hombro.

»Al principio no entendió lo que quería decirle. Yo estaba orgullosa de saber escribir nuestro alfabeto y leer un poco. Durante un tiempo hubo escuela en el pueblo, cuando era pequeña, y un cura había ido a darnos clase. El diccionario del extranjero era muy confuso para mí, pero juntos encontramos la palabra «hombro». Pareció perplejo y preguntó otra vez: «¿Drakul?» Sostuvo en alto la moneda. Yo toqué el hombro de mi blusa y asentí. Él clavó la vista en el suelo, ruborizado, y de repente pensé que yo era la valiente. Me abrí el chaleco de lana y me lo quité, y después desanudé el cuello de mi blusa. Mi corazón se había acelerado, pero algo se había apoderado de mí y no podía detenerme. El extranjero apartó la vista, pero yo desnudé mi hombro y señalé.

»No recordaba una época de mi vida en que no hubiera tenido allí un pequeño dragón verde oscuro impreso en mi piel. Mi madre decía que lo tatuaban en un niño de cada generación de la familia de mi padre, y que él me había elegido porque pensaba que de mayor sería la más fea. Contó que su abuelo le había dicho que era necesario para mantener alejados a los malos espíritus de nuestra familia. Sólo lo oí una o dos veces, porque a mi padre no le gustaba hablar de eso, y yo ni siquiera sabía qué miembro de su generación había sido el portador de la marca, si era él o alguno de sus hermanos o hermanas. Mi dragón parecía muy diferente del pequeño dragón de la moneda, de modo que hasta que el extranjero me preguntó si tenía algo más adornado con un dragón no relacioné los dos.

»El extranjero examinó con detenimiento el dragón de mi piel, sosteniendo la moneda a su lado, pero sin tocarme ni acercarse. Su cara seguía roja como un tomate, y pareció aliviado cuando me anudé la blusa de nuevo y me puse el chaleco. Cuando expliqué que lo había hecho mi padre, con la ayuda de una vieja del pueblo, una curandera, preguntó si podía hablar con mi padre al respecto. Yo sacudí la cabeza con tal violencia que volvió a ruborizarse. Después me explicó, con grandes apuros, que mi familia descendía del linaje de un príncipe malvado que había construido el castillo sobre el río. Habían llamado a este príncipe "el hijo del dragón", y había matado a mucha gente. Dijo que el príncipe se había convertido en un pricolic, un vampiro. Me persigné y pedí protección a la Virgen. Me preguntó si conocía esa historia y contesté que no. Me preguntó mi edad, y si tenía hermanos o hermanas y si vivía más gente en el pueblo que llevara nuestro apellido.

»Por fin señalé el sol, que casi se había puesto, para comunicarle que debía volver a casa, y él se levantó al instante con semblante serio. A continuación me dio la mano para ayudarme a levantarme. Cuando tomé su mano, el corazón me dio un brinco. Estaba confusa, y di medía vuelta enseguida, pero de repente pensé que estaba demasiado interesado en los malos espíritus y que podía correr peligro. Tal vez podría darle algo que le protegiera.

Señalé el suelo y el sol.

»—Ven mañana —dije.

»Vaciló un instante, y por fin sonrió. Se puso el sombrero y tocó el ala. Después desapareció en el bosque.

»A la mañana siguiente, cuando fui al pozo, estaba sentado en la taberna con los ancianos, escribiendo algo otra vez. Sentí su mirada clavada en mí, pero no dio muestras de reconocerme. Me alegré mucho, porque comprendí que había guardado nuestro secreto. Por la tarde, cuando mis padres y hermanos estaban fuera de casa, hice algo muy malo. Abrí la cómoda de madera de mis padres y saqué de ella un pequeño cuchillo de plata que había visto dentro en ocasiones anteriores. Mi madre había dicho una vez que era para matar vampiros, si venían a molestar a la gente o los rebaños. También arranqué un puñado de cabezas de ajos del huerto de mi madre. Escondí todo esto en mi pañuelo cuando fui a los campos.

»Esta vez, mis hermanos trabajaron mucho tiempo a mi lado y no me los pude quitar de encima, pero al final dijeron que volvían al pueblo y me preguntaron si los acompañaba.

Dije que debía recoger hierbas del bosque y que me reuniría con ellos pasados unos minutos. Me sentía muy nerviosa cuando me presenté ante el extranjero, que esperaba en el sitio convenido. Estaba fumando en su pipa, pero en cuanto me acerqué a él la apagó y se puso en pie de un salto. Me senté con él y le enseñé lo que llevaba. Pareció sobresaltarse cuando vio el cuchillo y manifestó un gran interés cuando le expliqué que era para matar pricolici. Quiso rechazarlo, pero yo le supliqué con tal vehemencia que lo tomara que dejó de sonreír y lo guardó con aire pensativo en la mochila, pero antes lo envolvió en mi pañuelo. Después le di las cabezas de ajos y le indiqué que debía guardarlas en algún bolsillo de la chaqueta.

»Le pregunté cuánto tiempo se quedaría en nuestro pueblo y me enseñó cinco dedos: cinco días más. Me dio a entender que se desplazaría a pie a varios pueblos cercanos al nuestro para hablar con la gente acerca del castillo. Le pregunté adónde iría cuando abandonara nuestro pueblo al final de los cinco días. Dijo que iba a un país llamado Grecia, del que yo había oído hablar, y después volvería a su pueblo, a su país. Hizo un dibujo en el suelo del bosque y me explicó que su país, llamado Inglaterra, era una isla muy alejada de nuestro país. Me enseñó dónde estaba su universidad (no supe a qué se refería) y escribió el nombre en la tierra. Aún recuerdo aquellas letras: OXFORD. Más adelante las escribí algunas veces para volver a mirarlas. Era la palabra más extraña que había visto en mi vida.

»De pronto comprendí que se iría muy pronto y nunca le volvería a ver, ni a nadie como él, y mis ojos se llenaron de lágrimas. No había sido mi intención llorar (nunca había llorado por culpa de los irritantes jóvenes del pueblo), pero las lágrimas no me obedecieron y resbalaron sobre mis mejillas. Pareció muy apurado, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta y me lo dio. ¿Cuál era el problema? Sacudí la cabeza. Se levantó poco a poco y me dio la mano para ayudarme a levantarme, como la noche anterior. Mientras me estaba poniendo de pie, me tambaleé y caí contra él sin querer, y cuando me sujetó nos besamos.

Después di media vuelta y hui a través del bosque. Al llegar al sendero, me volví. Seguía de pie, inmóvil como un árbol, mirándome. No paré de correr hasta llegar al pueblo, y estuve despierta toda la noche, con su pañuelo escondido en mi mano.

»La noche siguiente le encontré en el mismo lugar, como si no se hubiera movido desde que le había dejado. Corrí hacia él y me recibió en sus brazos. Cuando ya no pudimos besarnos más, extendió su chaqueta sobre el suelo y yacimos juntos. En aquella hora aprendí algunas cosas sobre el amor, momento a momento. De cerca, sus ojos eran tan azules como el cielo. Puso flores en mis trenzas y besó mis dedos. Me quedé sorprendida por las numerosas cosas que me hizo, y las cosas que yo hice, y sabía que estaba mal, que era un pecado, pero sentí que la dicha del paraíso se abría a nuestro alrededor.

»Después hubo tres noches más antes de su partida. Nos citamos cada noche. Daba a mis padres la primera excusa que se me ocurría, y siempre volvía a casa cargada de hierbas del bosque, como si hubiera ido allí con el exclusivo propósito de recogerlas. Cada noche Bartholomeo decía que me amaba y me suplicaba que le acompañara cuando se marchara del pueblo. Yo lo deseaba, pero tenía miedo del enorme mundo del que venía, y no podía imaginar una forma de escapar de mi padre. Cada noche le preguntaba por qué no podía quedarse conmigo en el pueblo, y él meneaba la cabeza y decía que debía volver a su casa y a su trabajo.

»La última noche antes de su partida empecé a llorar en cuanto nos tocamos. Me abrazó y besó mi pelo. Nunca había conocido a un hombre tan tierno y gentil. Cuando dejé de llorar, sacó de su dedo un pequeño anillo con sello. No lo sé con seguridad, pero ahora creo que era el sello de su universidad. Lo llevaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Lo deslizó en mi dedo anular. Después me pidió que me casara con él. Debía de haber estado estudiando su diccionario, porque le entendí enseguida.

»Al principio me pareció una idea tan imposible que me puse a llorar otra vez (era muy joven), pero luego accedí. Me dio a entender que regresaría a buscarme pasadas cuatro semanas. Iba a Grecia a ocuparse de algo, pero no entendí de qué. Después volvería por mí y daría dinero a mi padre para contentarle. Intenté explicarle que yo no tenía dote, pero no quiso escucharme. Sonrió y me enseñó el cuchillo y la moneda que le había dado. Después trazó un círculo con sus manos alrededor de mi cara y me besó.

»Tendría que haberme sentido feliz, pero intuía que había malos espíritus presentes y temía que algo le impidiera regresar. Todos los momentos que compartimos aquel atardecer fueron muy dulces, porque pensaba que cada uno era el último. El estaba tan seguro, tan convencido de que volveríamos a vernos pronto... Fui incapaz de despedirme hasta que casi no se veía nada en el bosque, pero empecé a temer la ira de mi padre y besé a Bartholomeo una vez más, comprobé que guardaba las cabezas de ajos en el bolsillo y me fui. Me volví en repetidas ocasiones. Cada vez que miraba le veía de pie en el bosque, con el sombrero en la mano. Parecía muy solo.

»Lloré mientras caminaba, me quité el anillo del dedo, lo besé y lo guardé en mi pañuelo.

Cuando llegué a casa, mi padre estaba enfadado y quiso saber dónde había estado después de oscurecer sin permiso. Le dije que mi amiga Maria había perdido una cabra y le había ayudado a buscarla. Fui a la cama con el corazón apesadumbrado. A veces me sentía esperanzada y después triste de nuevo.

»A la mañana siguiente oí decir que Bartholomeo se había ido del pueblo en el carro de un granjero, en dirección a Târgoviste. El día fue muy largo y triste para mí, y al atardecer fui al lugar del bosque donde nos encontrábamos para estar sola. Verlo me hizo llorar de nuevo. Me senté en nuestras rocas y por fin me tendí donde nos habíamos tendido cada noche. Apoyé la cara contra la tierra y sollocé. Después sentí que mi mano rozaba algo entre los helechos, y ante mi sorpresa encontré un paquete de cartas ensobradas. No sabía leer lo que ponían, a qué dirección y a quién iban dirigidas, pero en la tapa de los sobres estaba impreso su hermoso nombre, como en un libro. Abrí algunos y besé su letra, aunque me di cuenta de que no estaban dirigidas a mí. Me pregunté por un momento si estarían escritas a otra mujer, pero aparté enseguida esta idea de mi mente. Comprendí que las cartas debían haberse caído de su mochila cuando la había abierto para enseñarme que conservaba el cuchillo y la moneda que yo le había regalado.

»Pensé en intentar enviarlas por correo a Oxford, a la isla de Inglaterra, pero no se me ocurrió una forma de hacerlo sin que nadie se enterara. Tampoco sabía cuánto había que pagar para enviar algo. Costaría dinero mandar un paquete a una isla tan lejana, y yo nunca había tenido dinero, aparte de la pequeña moneda que había regalado a Bartholomeo.

Decidí guardar las cartas para dárselas cuando volviera a buscarme.

»Transcurrieron cuatro semanas con muchísima lentitud. Hice muescas en un árbol cercano a nuestro lugar secreto, con el fin de llevar la cuenta. Trabajaba en el campo, ayudaba a mi madre, hilaba y tejía las prendas del siguiente invierno, iba a la iglesia y siempre estaba atenta a escuchar noticias de Bartholomeo. Al principio los viejos hablaban un poco de él y meneaban la cabeza cuando comentaban su interés por los vampiros. "Nada bueno puede salir de eso", dijo uno, y el resto asintió. Oírlo me produjo una terrible mezcla de felicidad y dolor. Me alegró oír a alguien hablar de él, puesto que yo no podía decir ni una palabra a nadie, pero también me estremeció pensar que podía atraer la atención de los pricolici.

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