La Historiadora (76 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Eso creo, a juzgar por dónde lo encontré. —Le indiqué el punto del suelo—. ¿Te incomoda... tenerlo cerca de tí?

—No —dijo—. Todavía no.

Las palabras me robaron el aliento.

Helen tocó el crucifijo, vacilante al principio, y después lo tomó en su mano. Expulsé el aliento. Helen también suspiró.

—Me dormí pensando en mi madre, y en un artículo que me gustaría escribir sobre las figuras de los bordados transilvanos (son muy famosas), y no me he despertado hasta ahora.

—Frunció el ceño—. Tuve una pesadilla, pero mi madre salía todo el rato. Estaba... ahuyentando a un gran pájaro negro. Cuando lo consiguió, se inclinó y besó mi frente, como cuando me ponía a dormir de pequeña, y vi la marca... —Hizo una pausa, como si pensar le doliera un poco— Vi la marca del dragón en su hombro desnudo, pero me pareció que era parte de ella, no algo terrible. Cuando recibí su beso en la frente, no tuve miedo.

Sentí la punzada de un extraño temor, y recordé aquella noche en mi apartamento, cuando había creído mantener alejado al asesino de mi gato a base de leer hasta pasada la medianoche un libro sobre la vida de los comerciantes holandeses, a los que había llegado a querer. Algo había protegido a Helen también, al menos hasta cierto punto. La habían herido cruelmente, pero no había perdido toda su sangre. Nos miramos en silencio.

—Habría podido ser mucho peor —dijo.

La rodeé en mis brazos y sentí el temblor de sus hombros, por lo general firmes. Yo también estaba temblando.

—Sí —susurré—, pero hemos de protegerte.

Helen meneó la cabeza de repente, asombrada.

—¡Y estamos en un monasterio! No lo entiendo. Los No Muertos detestan estos lugares. — Señaló la cruz sobre la puerta, el icono y la sagrada lámpara que colgaba en una esquina—.

¿Delante de la Virgen?

—Yo tampoco lo entiendo —dije poco a poco, y di vuelta a su mano en la mía—. Pero sabemos que los monjes viajaron con los restos de Drácula y que debieron enterrarle en un monasterio. Eso en sí ya es extraño. Helen —apreté su mano—, he estado pensando en otra cosa. El bibliotecario de nuestra universidad... Nos localizó en Estambul y después en Budapest. ¿Es posible que nos haya seguido hasta aquí? ¿Es posible que haya sido él tu atacante de esta noche?

Ella se encogió.

—Lo sé. Me mordió una vez en la biblioteca, de modo que tal vez quiera repetir la jugada, ¿verdad? Pero sentí en mi sueño la potente impresión de que era otra persona, alguien mucho más poderoso. La cuestión es cómo ha podido entrar, aunque no tuviera miedo del monasterio.

—Eso es sencillo. —Indiqué la ventana más cercana, que estaba entreabierta a unos dos metros del catre de Helen—. Oh, Dios, ¿por qué te dejé estar sola aquí?

—No estaba sola —me recordó—. Había diez personas más durmiendo en la sala conmigo.

Pero tienes razón... Puede cambiar de forma, como dijo mi madre... Un murciélago, niebla...

—O un gran pájaro negro.

Su sueño había aparecido en mi mente de nuevo.

—Ahora me han mordido dos veces —dijo, casi medio dormida.

—¡Helen! —La sacudí de nuevo—. Nunca más te dejaré sola, ni siquiera una hora.

—¿Ni siquiera una hora?

Su antigua sonrisa, sarcástica y adorable, regresó un momento.

—Quiero que me prometas algo. Si sientes algo que yo no sienta, si sientes que algo te acecha...

—Te lo diré, Paul, si siento algo por el estilo. —Ahora hablaba con energía, y su promesa pareció espolearla—. Vamos, por favor. Necesito comer, y necesito un poco de vino tinto o brandy, si encontramos. Tráeme una toalla y la jofaina. Me lavaré el cuello y lo vendaré. — Su dinámico sentido práctico era contagioso, y la obedecí al instante—. Luego iremos a la iglesia y lavaré la herida con agua bendita, cuando nadie mire. Si puedo soportarlo, podremos mantener la esperanza. Qué raro... —Me alegré de volver a ver su sonrisa escéptica—. Siempre he considerado una tontería todos estos rituales religiosos, y aún opino lo mismo.

—Pero por lo visto él no opina lo mismo que tú —dije.

La ayudé a limpiarse el cuello con una esponja, con cuidado de no tocar las heridas abiertas, y vigilé la puerta mientras se vestía. Ver de cerca los pinchazos me resultó tan terrible que, por un momento, pensé que debía salir de la habitación y dar rienda suelta a mis lágrimas en el pasillo. Pero aunque los movimientos de Helen eran débiles, vi determinación en su cara. Se ató el pañuelo habitual, y encontró en su equipaje un trozo de cuerda para colgarse de nuevo el crucifijo, con la esperanza de que fuera más fuerte que la cadena. Sus sábanas estaban manchadas, pero sólo se veían gotas pequeñas.

—Dejaremos que los monjes piensen que... Bueno, alojan mujeres en su hostería —dijo Helen con su estilo directo acostumbrado—, no será la primera vez que tengan que lavar sangre.

Cuando salimos de la iglesia, Ranov estaba paseando en el patio. Miró a Helen con los ojos entornados.

—Ha dormido hasta muy tarde —dijo en tono acusador. Yo examiné con detenimiento sus caninos cuando habló, pero no estaban más afilados de lo normal. De hecho, se veían mellados y grises en su desagradable sonrisa.

67

Me había exasperado el hecho de que Ranov se resistiera tanto a guiarnos hasta Rila, pero fue mucho más inquietante presenciar su entusiasmo cuando le pedimos que nos llevara a Bachkovo. Durante el viaje en coche, fue señalando toda clase de paisajes, muchos de los cuales eran interesantes pese a sus comentarios incesantes. Helen y yo procuramos no mirarnos, pero yo estaba seguro de que sentía la misma aprensión. Ahora teníamos que preocuparnos también por József. La carretera de Plovdiv era estrecha y serpenteaba paralela a un arroyo rocoso a un lado y empinados riscos al otro. Una vez más, nos estábamos internando en las montañas. En Bulgaria nunca estás lejos de las montañas. Se lo comenté a Helen, que estaba mirando por la ventanilla opuesta, en el asiento posterior del coche de Ranov, y asintió.

—En turco,
balkan
significa «montaña».

El monasterio carecía de una entrada espectacular. Nos desviamos de la carretera y paramos en un pedazo de tierra polvoriento, y desde allí fuimos a pie hasta la puerta del monasterio. Bachkovski manastir se hallaba asentado entre altas colinas yermas, en parte boscosas y en parte roca desnuda, cerca del estrecho río. Incluso a principios de verano, el paisaje ya estaba seco, y no me costó mucho imaginar hasta qué punto debían valorar los monjes aquella fuente de agua cercana. Las paredes exteriores eran de la misma piedra color pardo grisáceo que las montañas circundantes. Los tejados del monasterio eran de tejas rojas acanaladas como las que había visto en casa de Stoichev, así como en cientos de casas e iglesias al borde de las carreteras. La entrada al monasterio era una arcada, tan oscura como un agujero en el suelo.

—¿Se puede entrar así por las buenas? —pregunté a Ranov.

Negó con la cabeza, lo cual quería decir que sí, y entramos en la fresca oscuridad de la arcada. Tardamos unos segundos en acceder al soleado patio, y durante esos momentos, dentro de las profundas murallas del monasterio, sólo pude oír nuestros pasos.

Tal vez había esperado otro gran espacio público como el de Rila. La intimidad y belleza del patio principal de Bachkovo llevó un suspiro a mis labios, y Helen también murmuró algo en voz alta. La iglesia del monasterio ocupaba casi todo el patio, y sus torres eran rojas, angulares, bizantinas. Aquí no había cúpulas doradas, sólo una elegancia clásica: los materiales más sencillos dispuestos en formas armoniosas. Crecían enredaderas en las torres de la iglesia, contra las cuales se acurrucaban árboles. Un magnífico ciprés se alzaba como una aguja a su lado. Tres monjes con hábito y gorro negros hablaban delante de la iglesia. Los tres arrojaban sombras sobre el brillante sol del patio, y se había levantado una suave brisa que movía las hojas. Ante mi sorpresa, correteaban gallinas de un lado a otro, picoteando en las antiguas piedras, y un gato atigrado acosaba a algo en una grieta del muro.

Al igual que en Rila, las paredes interiores del monasterio eran largas galerías de piedra y madera. La parte inferior de piedra de algunas galerías, así como el pórtico de la iglesia, estaba cubierta de frescos casi borrados. Aparte de los tres monjes, las gallinas y el gato, no se veía a nadie. Estábamos solos, solos en Bizancio.

Ranov se acercó a los monjes y entabló conversación con ellos mientras Helen y yo nos rezagábamos un poco. Regresó al cabo de un momento.

—El abad no está, pero el bibliotecario sí, y podrá ayudarnos. —No me gustó que se incluyera en el grupo, pero no dije nada—. Pueden ir a visitar la iglesia mientras yo voy a localizarle.

—Le acompañaremos —dijo con firmeza Helen, y todos seguimos a uno de los monjes por las galerías. El bibliotecario estaba trabajando en una habitación del primer piso. Se levantó del escritorio para recibirnos cuando entramos. Era un espacio desnudo, salvo por una estufa de hierro y una alfombra de colores brillantes en el suelo. Me pregunté dónde estarían los libros, los manuscritos. Aparte de un par de volúmenes sobre el escritorio de madera, no vi ni rastro de una biblioteca.

—Éste es el hermano Ivan —explicó Ranov. El monje hizo una reverencia sin ofrecer la mano. De hecho, tenía las manos embutidas en las largas mangas, cruzadas sobre el cuerpo.

Se me ocurrió que no quería tocar a Helen. Ella debió pensar lo mismo, porque retrocedió y se colocó casi detrás de mí. Ranov intercambió unas cuantas palabras con él—. El hermano Ivan les ruega que se sienten. —Obedecimos. El hermano Ivan tenía una cara larga y seria y lucía barba. Nos estudió unos minutos—. Pueden hacerle algunas preguntas —nos animó Ranov.

Carraspeé. No había remedio. Tendríamos que interrogarle delante de Ranov. Debía procurar que mis preguntas parecieran propias de un estudioso.

—¿Quiere hacer el favor de preguntar al hermano Ivan si sabe algo sobre peregrinos procedentes de Valaquia?

Ranov formuló esta pregunta al monje, y al oír la palabra «Valaquia», el rostro del hermano Ivan se iluminó.

—Dice que el monasterio sostuvo una importante relación con Valaquia desde finales del siglo quince.

Mi corazón se aceleró, aunque procuré aparentar tranquilidad.

—¿Sí? ¿Cuál era?

Conversaron un poco más, y el hermano Ivan movió su larga mano en dirección a la puerta. Ranov asintió.

—Dice que, alrededor de esa época, los príncipes de Valaquia y Moldavia empezaron a conceder mucho apoyo a este monasterio. Hay manuscritos en esta biblioteca que describen ese apoyo.

—¿Sabe cuál fue el motivo? —preguntó Helen en voz baja. Ranov interrogó al monje.

—No —dijo—. Sólo sabe que estos manuscritos demuestran su apoyo.

—Pregúntele si sabe algo acerca de algún grupo de peregrinos que llegaron aquí desde Valaquia alrededor de esa época —dije. El hermano Ivan sonrió.

—Sí —informó Ranov—. Hubo muchos. Esto era una parada importante en las rutas de los peregrinos procedentes de Valaquia. Muchos iban a Azos o Constantinopla desde aquí.

Mis dientes estuvieron a punto de rechinar.

—Pero ¿sabe algo acerca de un grupo de peregrinos valacos que transportaban una especie de reliquia o buscaban una?

Dio la impresión de que Ranov reprimía una sonrisa de triunfo.

—No —dijo—. No ha visto ningún documento acerca de un grupo semejante. Hubo muchos peregrinos durante aquel siglo. Bachkovski manastir era muy importante para ellos.

El patriarca de Bulgaria se exilió aquí desde su sede en Veliko Trnovo, la antigua capital, cuando los otomanos se apoderaron del país. Murió y fue enterrado aquí en 1404. La parte más antigua del monasterio, y la única que queda del primero, es el osario.

Helen habló por primera vez.

—¿Podría hacer el favor de preguntarle si alguno de los hermanos se apellida Pondev?

Ranov tradujo la pregunta, y el hermano Ivan pareció perplejo, y luego cauteloso.

—Dice que debe de ser el hermano Ángel. Se llamaba Vasil Pondev, y era historiador. Pero ya no está bien de la cabeza. No averiguarán nada si hablan con él. El abad es un gran estudioso, y es una pena que se haya ausentado.

—De todos modos, nos gustaría hablar con el hermano Ángel.

Llegamos a un acuerdo, si bien con patente disgusto por parte del bibliotecario, quien nos condujo hacia el sol cegador del patio, tras lo cual atravesamos una segunda arcada que permitía el acceso a otro patio, en cuyo centro se alzaba un edificio muy antiguo. Este segundo patio no estaba tan bien cuidado como el primero, y tanto los edificios como las piedras del pavimento tenían un aspecto descuidado. Brotaban malas hierbas entre las piedras y observé que crecía un árbol en la esquina de un tejado. Si lo dejaban ahí, con el tiempo se haría lo bastante grande como para destruir ese extremo de la edificación.

Imaginé que reparar esa casa de Dios no era una de las prioridades del Gobierno búlgaro.

Su principal atracción era Rila, con su historia búlgara «pura» y sus relaciones con la rebelión contra los otomanos. Este antiguo lugar, por hermoso que fuera, hundía sus raíces en los bizantinos, invasores y ocupantes como los otomanos posteriores, y había sido armenio, georgiano y griego. ¿No nos acabábamos de enterar de que también había sido independiente bajo los otomanos, al contrario que otros monasterios búlgaros? No era de extrañar que el Gobierno dejara crecer árboles en los tejados.

El bibliotecario nos condujo hasta una habitación esquinada.

—La enfermería —explicó Ranov.

La cooperación de Ranov me ponía más nervioso a medida que pasaban los minutos. A la enfermería se accedía por una desvencijada puerta de madera, y dentro vimos una escena tan patética que no me gusta recordarla. Había dos monjes alojados. La habitación estaba amueblada tan sólo con sus catres, una única silla de madera y una estufa de hierro. Incluso con esa estufa, en invierno debía hacer un frío espantoso. El suelo era de piedra, las paredes encaladas, salvo por una hornacina en una esquina: lámpara colgante, concha muy trabajada, icono deslustrado de la Virgen.

Uno de los ancianos estaba tendido en su jergón y no nos miró cuando entramos. Vi al cabo de un momento que sus ojos estaban permanentemente cerrados, hinchados y rojos, y de que volvía la barbilla de vez en cuando como si intentara ver con ella. Estiba cubierto casi por completo con una sábana blanca, y una de sus manos tanteaba el borde del catre, como para encontrar el límite del espacio, el punto donde podía caer al suelo si no iba con cuidado, mientras la otra mano tironeaba de la piel rota de su cuello.

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