Authors: Elizabeth Kostova
—Es griego —dijo Helen. Su voz era menos que un suspiro cerca de mi oído—. San Jorge.
Dentro había pequeñas hojas de pergamino en un estado de conservación increíble, todas cubiertas de una bonita letra medieval, también en griego. Descubrí exquisitas páginas ilustradas: san Jorge clavando su lanza en las fauces de un dragón mientras un grupo de nobles miraban; san Jorge recibiendo una diminuta corona dorada de manos de Cristo, quien se la daba sentado en su trono celestial; san Jorge en su lecho de muerte, llorado por ángeles de alas rojas. Cada una estaba provista de asombrosos detalles en miniatura. Helen asintió y acercó la boca a mi oído de nuevo, sin apenas respirar.
—No soy experta en estas cosas —susurró—, pero creo que podría haber sido hecho para el emperador de Constantinopla, aunque aún no sabemos cuál. Éste es el sello de los emperadores posteriores.
En la parte interior de la portada había pintada un águila bicéfala, el ave que miraba al mismo tiempo hacia el augusto pasado de Bizancio y hacia su futuro ilimitado. No tuvo la suficiente agudeza de vista para contemplar en el futuro la caída del imperio a manos del infiel.
—Eso significa que data al menos de la primera mitad del siglo quince —susurré—. Antes de la conquista.
—Oh, yo creo que es mucho más antiguo —susurró Helen al tiempo que tocaba el sello con delicadeza—. Mi padre..., mi padre decía que era muy antiguo. Este emblema indica Constantine Porphyrogenitus. Reinó en... —consultó un archivo mental— la primera mitad del siglo diez. Detentaba el poder antes de la fundación del Bachkovski manastir. Debieron añadir el águila con posterioridad.
Apenas musité las palabras.
—¿Quieres decir entonces que tiene más de mil años de antigüedad? —Sujeté el libro con ambas manos y me senté en el borde de la cama de Helen. Ninguno de los dos emitió el menor sonido. Estábamos hablando más o menos con los ojos—. Se halla en perfectas condiciones. ¿Y tú pretendes sacar de contrabando de Bulgaria un tesoro semejante? Estás loca, Helen —le dije con una mirada—. Por no hablar de que pertenece al pueblo búlgaro.
Ella me besó, tomó el libro de mis manos y lo abrió.
—Era un regalo para mi padre —susurró. La parte interior de la portada tenía un profundo bolsillo de piel añadido, y Helen introdujo los dedos con cuidado—. He esperado a mirar esto hasta que pudiéramos hacerlo juntos.
Extrajo un paquete de papel delgado cubierto de una apretada mecanografía. Entonces leímos juntos, en silencio, el doloroso diario de Rossi. Cuando terminamos, ninguno de los dos habló, aunque los dos llorábamos. Por fin, Helen envolvió el libro con el pañuelo y lo devolvió a su escondite, contra su piel.
Turgut sonrió cuando terminé mi versión resumida de la historia.
—Pero debo contarte algo más, y es muy importante —dije. Describí el terrible encarcelamiento de Rossi en la biblioteca. Escucharon con semblante serio, y cuando llegué al hecho de que Drácula conocía la existencia de una guardia formada por el sultán para perseguirle, Turgut dio un respingo.
—Lo siento —se disculpó.
Se apresuró a traducir a Selim, quien inclinó la cabeza y dijo algo en voz baja. Turgut asintió.
—Dice lo que yo pienso. Esta terrible noticia sólo significa que hemos de ser más diligentes a la hora de perseguir al Empalador y mantener alejada su influencia de nuestra ciudad. Su Gloria el Refugio del Mundo nos lo ordenaría si estuviera vivo. Esto es cierto. ¿Qué haréis con este libro cuando volváis a casa?
—Conozco a alguien que tiene un contacto en una casa de subastas —dije—. Seremos muy cuidadosos, por supuesto, y esperaremos un tiempo sin hacer nada. Supongo que algún museo lo comprará tarde o temprano.
—¿Y el dinero? —Turgut sacudió la cabeza—. ¿Qué haréis con tanto dinero?
—Lo estamos pensando —dije—. Algo al servicio del bien. Aún no lo sabemos.
Nuestro avión a Nueva York despegaba a las cinco, y Turgut empezó a consultar su reloj en cuanto terminamos nuestro copioso banquete. Tenía que dar una clase nocturna, ay, pero el señor Aksoy nos acompañaría en taxi al aeropuerto. Cuando nos levantamos para marchar, la señora Bora sacó un pañuelo de la más bella seda color crema, bordado en plata, y lo colocó alrededor del cuello de Helen. Ocultaba el estado lamentable de su chaqueta negra y el cuello sucio, y todos lanzamos una exclamación, al menos yo, y no pude haber sido el único. Su cara, sobre el pañuelo, poseía la majestuosidad de una emperatriz.
—Para el día de su boda —dijo la señora Bora, y se puso de puntillas para besarla.
Turgut besó la mano de Helen.
—Pertenecía a mi madre —dijo con sencillez, y Helen se quedó sin habla. Yo hablé por los dos y les estreché la mano. Escribiríamos, pensaríamos en ellos. Como la vida era larga, volveríamos a vernos.
Tal vez sea la parte final de mi historia la que me cueste más contar, pues empieza con mucha felicidad, pese a todo. Regresamos con discreción a la universidad y reanudamos nuestro trabajo. La policía me interrogó una vez más, pero dio la impresión de que se conformaban con saber que mi viaje al extranjero había estado relacionado con mi investigación, y no con la desaparición de Rossi. Los periódicos ya se habían hecho eco de su desaparición, que habían transformado en un misterio local al que la universidad procuraba no hacer el menor caso. El jefe de mi departamento también me interrogó, por supuesto, y por supuesto yo no le dije nada, excepto que lamentaba como el que más lo sucedido a Rossi. Helen y yo nos casamos en Boston aquel otoño, en la iglesia que frecuentaban mis padres. Incluso en plena ceremonia no pude evitar fijarme en lo sencilla que era. Echaba de menos el olor a incienso.
Mis padres se quedaron un poco estupefactos por todo esto, claro está, pero se rindieron al encanto de Helen. No hicieron gala de su aspereza proverbial, y cuando íbamos a verlos a Boston, solía descubrir a Helen en la cocina riendo con mi madre, enseñándole a cocinar especialidades húngaras, o hablando de antropología con mi padre en su estrecho estudio.
En cuanto a mí, si bien sentía el dolor de la muerte de Rossi y la frecuente melancolía que parecía provocar en Helen, viví aquel año rebosante de dicha. Terminé mi tesis con un segundo director, cuyo rostro se me antojó borroso durante todo ese tiempo. No era que hubieran dejado de interesarme los comerciantes holandeses. Sólo quería finalizar mis estudios para instalarnos confortablemente en algún sitio. Helen publicó un largo artículo sobre las supersticiones de la Valaquia rural, que fue bien recibido, y empezó una tesis sobre las costumbres transilvanas que todavía perduraban en Hungría.
También escribimos algo más en cuanto regresamos a Estados Unidos: una nota para la madre de Helen, por mediación de tía Eva.
Helen no se atrevió a incluir excesiva información, pero contó a su madre en breves líneas que Rossi había muerto recordándola y amándola. Cerró la carta con una mirada de desesperación.
—Se lo contaré todo algún día —dijo—, cuando se lo pueda susurrar en el oído.
Nunca supimos con certeza si la carta llegó a su destino, porque ni tía Eva ni la madre de Helen contestaron, y al cabo de un año las tropas soviéticas invadieron Hungría.
Albergaba la intención de vivir feliz para siempre, y comenté con Helen poco después de casarnos que esperaba tener hijos. Al principio, meneó la cabeza y acarició la cicatriz de su cuello. Sabía a qué se refería, pero la contaminación había sido mínima, señalé. Se encontraba bien, gozaba de una salud excelente. A medida que transcurría el tiempo, pareció sosegarse gracias a su total recuperación, y la vi mirar con ojos anhelantes los cochecitos de niño que pasaban por la calle.
Helen obtuvo su doctorado en antropología la primavera después de casarnos. La velocidad con que escribió su tesis me avergonzó. Con frecuencia, me despertaba a las cinco de la mañana y descubría que ya estaba sentada a su escritorio. Estaba pálida y cansada, y el día después de defender su tesis desperté y vi sangre en las sábanas, y a Helen tendida a mi lado, débil y transida de dolor: un aborto espontáneo. Había esperado a darme la sorpresa.
Se encontró mal durante varias semanas, y estuvo muy callada. Su tesis recibió los máximos honores, pero nunca habló de eso.
Cuando conseguí mi primer puesto de profesor en Nueva York, ella me animó a aceptarlo, y nos mudamos. Nos instalamos en Brooklyn Heights, en una agradable casa de tres pisos bastante antigua. Paseábamos por la alameda para ver los remolcadores y los grandes transatlánticos (los últimos de su raza) zarpar con destino a Europa. Helen daba clases en una universidad tan buena como la mía, y sus estudiantes la adoraban. Nuestra existencia gozaba de un magnífico equilibrio, y nos ganábamos la vida haciendo lo que más nos gustaba.
De vez en cuando sacábamos la Vida de san Jorge y la examinábamos con parsimonia, y llegó el día en que fuimos a una discreta casa de subastas con el libro, y el inglés que lo abrió estuvo a punto de desmayarse. Se vendió de forma privada, y al final llegó a los claustros, en la parte alta de Manhattan, y una respetable cantidad de dinero ingresó en una cuenta bancaria que habíamos abierto a tal efecto. A Helen le disgustaba tanto como a mí la vida sofisticada, y aparte del intento de enviar pequeñas cantidades a sus parientes de Hungría, no tocamos el dinero.
El segundo aborto de Helen fue aún más dramático que el primero, y más peligroso. Llegué a casa un día y vi un rastro de pisadas ensangrentadas en el vestíbulo. Había conseguido llamar por teléfono a una ambulancia, y ya estaba casi fuera de peligro cuando llegué al hospital. Después el recuerdo de aquellas huellas me despertó noche tras noche. Empecé a temer que nunca tendríamos un hijo sano y a preguntarme cómo afectaría esto a Helen.
Después volvió a quedar embarazada, y transcurrió un mes tras otro sin incidentes.
Adquirió aspecto de madonna, su forma se redondeó bajo el vestido de lana azul, caminaba con cierta inseguridad. Siempre sonreía. Esta vez todo saldría bien, dijo.
Naciste en un hospital que daba al Hudson. Cuando vi que eras morena y de cejas finas como tu madre, tan perfecta como una moneda nueva, y que los ojos de Helen rebosaban de lágrimas de placer y dolor, te alcé en tu prieto capullo para que vieras los barcos. Lo hice en parte para ocultar mis lágrimas. Te pusimos el nombre de la madre de Helen.
Helen estaba loca por ti. Quiero que conozcas ese dato más que cualquier otro aspecto de nuestras vidas. Había dejado de dar clases durante el embarazo y parecía contentarse con pasar las horas en casa, jugando con los dedos de tus manos y tus pies, que eran completamente transilvanos, decía con una sonrisa traviesa, o meciéndote en la butaca que le compré. Empezaste a sonreír pronto, y tus ojos nos seguían a todas partes. A veces abandonaba mi despacho, volvía a casa y comprobaba que las dos, mis mujeres de pelo oscuro, aún estabais adormecidas en el sofá.
Un día llegué a casa temprano, a las cuatro de la tarde, con algunos envases de comida china y unas flores para que las miraras. No había nadie en la sala de estar, y encontré a Helen inclinada sobre tu cuna mientras dormías la siesta. Tu rostro se veía sereno, pero el de Helen estaba cubierto de lágrimas, y por un segundo no fue consciente de mi presencia.
La tomé en mis brazos y sentí, con un escalofrío, que sólo me lo devolvía en parte. No me reveló cuál era el motivo de su preocupación, y después de insistir algunas veces, ya no me atreví a hacerle más preguntas. Por la noche hizo bromas acerca de la comida y los claveles que había traído, pero a la semana siguiente volví a encontrarla llorando, silenciosa de nuevo, examinando un libro de Rossi, que me había dedicado cuando empezamos a trabajar juntos. Era su colosal volumen sobre la civilización minoica, y estaba abierto sobre su regazo por la fotografía de un altar sacrificial de Creta, tomada por el propio Rossi.
—¿Dónde está la niña? —pregunté.
Helen levantó la cabeza poco a poco y me miró fijamente, como si intentara recordar qué año era.
—Está dormida.
Me descubrí resistiendo el impulso de ir a la habitación para comprobarlo.
—¿Qué pasa, cariño?
Aparté el libro y la abracé, pero ella meneó la cabeza sin decir nada. Cuando por fin entré a verte, te acababas de despertar en la cuna, con tu sonrisa adorable, y estabas intentando incorporarte sobre el estómago para verme.
Al cabo de poco tiempo Helen se mantenía silenciosa casi cada mañana y lloraba por ningún motivo aparente cada noche. Como no quería hablar conmigo, insistí en que viera a un médico, y después a un psicoanalista. El médico dijo que no había detectado nada anormal, que las mujeres se ponían tristes a veces durante los primeros meses posteriores al parto, y que se recobraría en cuanto se acostumbrara a su nueva situación. Descubrí demasiado tarde, cuando un amigo nuestro se topó con ella en la Biblioteca Pública de Nueva York, que no había ido al analista. Cuando se lo eché en cara, dijo que había decidido que un poco de investigación la animaría más, y estaba aprovechando el tiempo en que estaba la niñera para eso. Pero algunas noches estaba tan deprimida que llegué a la conclusión de que necesitaba un cambio de aires. Saqué un poco de dinero de nuestro botín y compré billetes de avión para Francia a principios de la primavera.
Helen nunca había estado en Francia, aunque había leído montones de libros sobre el país durante toda su vida y hablaba un excelente francés de colegiala. En Montmartre se mostró de lo más risueña, y comentó con algo de su antigua ironía que le Sacré Coeur le había parecido aún más monumentalmente feo de lo que nunca había soñado. Le gustaba empujar tu cochecito entre los mercados de flores, y por la orilla del Sena, donde nos demorábamos, investigando el material de los vendedores de libros, mientras tú mirabas el agua con tu capucha roja. A los nueve meses ya eras una excelente viajera, y Helen te dijo que aquello sólo era el principio.
La portera de nuestra pensión resultó ser abuela de muchos niños, y te dejamos durmiendo a su cargo mientras brindábamos en un bar con barra de latón o tomábamos café en una terraza con los guantes puestos. Lo que más le gustó a Helen (y a ti, con tus ojos brillantes) fue la bóveda resonante de Notre Dame, y por fin derivamos más hacia el sur para ver otras refulgentes; Albi, con su peculiar iglesia fortaleza roja, hogar de herejías; las murallas de Carcassonne.