Authors: Elizabeth Kostova
Helen quería visitar el antiguo monasterio de Saint Matthieu des Pyrénées Orientales, y decidimos ir a pasar uno o dos días antes de regresar a París y tomar el vuelo de vuelta a casa. Pensé que su cara se había alegrado mucho durante el viaje, y me gustó la forma en que se tumbó sobre la cama de nuestro hotel de Perpiñán, mientras miraba una historia de la arquitectura francesa que le había comprado en París. El monasterio había sido construido en el año 1000, me dijo, aunque sabía que yo ya había leído toda aquella parte. Era la más antigua muestra de la arquitectura románica en Francia.
—Casi tan antiguo como la Vida de san Jorge —musité, pero entonces cerró el libro y borró toda expresión de su cara, y te miró codiciosa mientras jugabas en la cama a su lado.
Helen insistió en que fuéramos a pie hasta el monasterio, como peregrinos. Subimos desde Les Bains en una fría mañana de primavera, con los jerseys anudados alrededor de la cintura cuando aumentó la temperatura. Helen te cargaba en una mochila de pana sobre su pecho, y cuando se cansó yo te llevé en brazos. La carretera estaba desierta en aquella época del año, a excepción de un silencioso campesino moreno que nos adelantó a caballo.
Le dije a Helen que tendríamos que haberle pedido que nos echara una mano, pero no contestó. Su mal humor había vuelto aquella mañana, y noté con angustia y frustración que sus ojos se llenaban de lágrimas de vez en cuando. Ya sabía que si le preguntaba qué pasaba negaría con la cabeza para que la dejara en paz, de modo que intenté contentarme con abrazarte mientras ascendíamos, señalando el paisaje cada vez que doblábamos un recodo de la carretera, largas panorámicas de campos y pueblos polvorientos. En la cima de la montaña, la carretera se transformaba en un amplio estuario de polvo, con uno o dos coches antiguos aparcados y el caballo del campesino atado a un árbol, aunque no se veía al hombre por ninguna parte. El monasterio se alzaba por encima de esa zona, con las murallas de piedra compacta que trepaban hasta la cumbre. Atravesamos la entrada y nos entregamos al cuidado de los monjes.
En aquellos tiempos, Saint Matthieu era, mucho más que ahora, un monasterio dedicado al trabajo y debía contar con una comunidad de doce o trece monjes, que vivían igual que lo habían hecho sus predecesores durante mil años, con la excepción de que de vez en cuando programaban la visita guiada del monasterio para los turistas y tenían un automóvil aparcado extramuros para su uso particular. Dos monjes nos enseñaron los exquisitos claustros. Recuerdo mi sorpresa cuando me acerqué al extremo del patio y vi el precipicio sobre los salientes rocosos, la pared vertical, las llanuras del valle. Las montañas que rodean el monasterio son incluso más altas que la cumbre sobre la que se aposenta, y en sus flancos lejanos vimos velos blancos que, al cabo de un momento, reconocí como cascadas.
Estuvimos sentados un rato en un banco cercano al precipicio, mientras tú jugabas entre ambos, contemplando el enorme cielo de mediodía y escuchando el agua que burbujeaba en la cisterna del monasterio, situada en el centro y tallada en mármol rojo. Sólo Dios sabía cómo la habían subido hasta allí siglos antes. Helen parecía más alegre otra vez, y observé complacido la placidez de su rostro. Aunque a veces estuviera triste, el viaje estaba valiendo la pena.
Por fin, Helen dijo que quería seguir visitando el lugar. Te devolvimos a tu mochila y fuimos a ver las cocinas y el largo refectorio en que los monjes todavía comían, y el hostal donde los peregrinos podían dormir en catres, y el scriptorium, una de las partes más antiguas del complejo, donde tantos manuscritos importantes habían sido copiados e ilustrados. Había un ejemplar bajo un cristal, un Evangelio de san Mateo abierto por una página bordeada de pequeños demonios empujándose mutuamente hacia abajo. Helen sonrió al verlos. La capilla estaba al lado. Era pequeña, como todas las demás estancias del monasterio, pero sus proporciones eran melodía en piedra. Nunca había visto un románico semejante, tan íntimo y encantador. Nuestro guía afirmó que el abombamiento exterior del ábside era el primer momento del románico, un gesto súbito que arrojó luz sobre el altar.
También quedaban vidrieras del siglo XIV en las ventanas estrechas y el altar estaba preparado para celebrar la misa en colores rojo y blanco, con candeleros dorados. Salimos en silencio.
Al fin, el joven monje que nos guiaba dijo que habíamos visto todo excepto la cripta, y le seguimos hacia allí. Era una pequeña cavidad húmeda al lado de los claustros, de arquitectura interesante debido a una bóveda de principios del románico sostenida por unas cuantas columnas rechonchas y a un sarcófago de piedra provisto de tétricos adornos que databa del primer siglo de existencia del monasterio: el lugar de descanso de su primer abad, dijo nuestro guía. Al lado del sarcófago estaba sentado un monje anciano, absorto en sus meditaciones. Alzó la vista, amable y confuso, cuando entramos y nos saludó con una inclinación de cabeza sin levantarse de la silla.
—Desde hace siglos existe la tradición de que uno de nosotros se sienta con el abad explicó nuestro guía—. Por lo general, el monje que recibe este honor de por vida es de edad avanzada.
—Qué raro —dije, pero algo, tal vez el frío del lugar, provocó que lloraras y te removieras sobre el pecho de Helen, y al ver que estaba cansada me ofrecí a sacarte para que respiraras aire puro. Salí de aquel agujero húmedo con una sensación de alivio, y fui a enseñarte la fuente de los claustros.
Esperaba que Helen me seguiría al instante, pero se demoró abajo, y cuando volvió a salir tenía la cara tan cambiada que experimenté una oleada de alarma. Parecía animada (sí, más viva de lo que la había visto en meses), pero también pálida y con los ojos desorbitados, concentrada en algo que yo no podía ver. Avancé hacia ella con la mayor naturalidad posible. Le pregunté si había visto algo interesante abajo.
—Tal vez —dijo, pero como si no pudiera oírme debido al ruido de sus pensamientos.
Después se volvió hacia ti de repente, te tomó en sus manos, te abrazó y besó tus mejillas y cabeza—. ¿Se encuentra bien? ¿Se ha asustado?
—Está bien —dije—. Puede que tenga hambre.
Helen se sentó en un banco, sacó un frasco de comida para bebés y empezó a darte de comer mientras entonaba una de aquellas cancioncillas que yo no entendía (húngaras o rumanas).
—Este lugar es muy bonito —dijo al cabo de un momento—. Quedémonos un par de días.
—Hemos de volver a París el jueves por la noche —protesté.
—Bien, no hay tanta diferencia entre quedarse aquí una noche y quedarnos en Les Bains — contestó con calma—. Mañana bajaremos a pie y tomaremos el autobús, si crees que hemos de irnos tan pronto.
Accedí porque estaba muy rara, pero sentía cierta reticencia, incluso cuando fui a plantear la petición a nuestro guía. Este la transmitió a su superior, quien dijo que el hostal estaba vacío y podíamos quedarnos. Entre el sencillo almuerzo y la todavía más sencilla cena, nos dieron una habitación junto a la cocina, paseamos por las rosaledas, visitamos el huerto extramuros y nos sentamos en la parte posterior de la capilla para escuchar la misa cantada de los monjes, mientras tú dormías en el regazo de Helen. Un monje nos hizo los catres con sábanas limpias de tela basta. Después de que te durmieras en uno de esos catres, con los nuestros colocados uno a cada lado para que no te cayeras, me puse a leer y fingí no vigilar a Helen. Estaba sentada en el borde de su catre con el vestido de algodón negro, contemplando la noche. Agradecí mentalmente que las cortinas estuvieran corridas, pero al final se levantó, las descorrió y miró afuera.
—Debe de estar oscuro, sin ninguna ciudad cerca —dije.
Ella asintió.
—Está muy oscuro, pero aquí siempre ha sido igual, ¿no crees? —¿Por qué no vienes a la cama?
Pasé la mano por encima de ti y palmeé su catre.
—De acuerdo —dijo sin protestar. De hecho, sonrió cuando se inclinó para besarme antes de acostarse. La retuve en mis brazos un momento y sentí la fuerza de sus hombros, la piel suave de su cuello. Después se estiró y cubrió, y dio la impresión de dormirse mucho antes de que yo hubiera terminado el capítulo de mi libro y apagado el farol.
Desperté al amanecer, y noté una especie de brisa en la habitación. Reinaba un profundo silencio. Tú respirabas a mi lado bajo tu manta de lana, pero el catre de Helen estaba vacío.
Me levanté sin hacer ruido y me puse los zapatos y la chaqueta. Los claustros estaban oscuros, el patio gris, la fuente era una masa de sombras. Pensé que el sol tardaría bastante en iluminar ese lugar, puesto que antes debía alzarse sobre aquellos enormes picos del este.
Busqué a Helen sin llamarla, porque sabía que le gustaba despertarse temprano, y debía estar absorta en sus pensamientos sentada en un banco, a la espera de la aurora. Sin embargo, no vi ni rastro de ella, y cuando el cielo se aclaró un poco empecé a buscarla con más rapidez, fui una vez al banco en que nos habíamos sentado el día anterior y entré en la capilla, con su olor fantasmal a humo.
Por fin empecé a llamarla por el nombre, primero en voz baja, después a gritos y luego alarmado. Al cabo de unos minutos, un monje salió del refectorio, donde debían estar tomando la primera comida del día y preguntó si podía ayudarme, si necesitaba algo. Le expliqué que mi mujer había desaparecido y empezó a buscar conmigo.
—Puede que
madame
saliera a pasear.
Pero no descubrimos ni rastro de ella ni en el huerto, ni en el aparcamiento, ni en la cripta.
Buscamos por todas partes mientras el sol se encaramaba a los picos, y después mi acompañante fue a buscar más monjes, y uno dijo que tomaría el coche para bajar a Les Bains y hacer indagaciones. Guiado por un impulso, le pedí que volviera con la policía.
Después te oí llorar en el hostal. Corrí hacia ti, temeroso de que te cayeras al suelo, pero sólo acababas de despertarte. Te di de comer a toda prisa y te acuné en mis brazos, y luego volví a buscar en los mismos lugares.
Por fin, pedí que todos los monjes se reunieran para interrogarlos. El abad dio su consentimiento y los condujo hasta los claustros. Nadie había visto a Helen después de que fuéramos al hostal una vez terminada la cena. Todo el mundo estaba preocupado. La pauvre, dijo un monje anciano, lo cual me irritó. Pregunté si alguien había hablado con ella el día anterior o si habían observado algo raro.
—Por regla general, no hablamos con mujeres —me dijo el abad con mansedumbre.
Pero un monje se adelantó, y reconocí al instante al anciano cuya tarea consistía en estar sentado en la cripta. Su rostro se veía tan sereno y bondadoso como había aparecido a la luz del farol en la cripta el día anterior, con aquella leve confusión que yo ya había observado.
—
Madame
se paró a hablar conmigo —dijo—. No me gustó quebrantar nuestra norma, pero era una dama tan educada y amable que contesté a sus preguntas.
—¿Qué le preguntó?
Mi corazón ya se había acelerado, pero ahora se desbocó.
—Me preguntó quién estaba enterrado allí, y yo expliqué que era uno de nuestros primeros abades, y que reverenciamos su memoria. Después preguntó qué grandes cosas había hecho, y yo le expliqué que tenemos una leyenda —miró al abad, el cual asintió para animarle a continuar—, la leyenda de que vivió una vida de santidad, pero en la muerte tuvo la desgracia de recibir una maldición, de manera que se alzó de su tumba para atacar a los monjes, y su cuerpo tuvo que ser purificado. Después una rosa blanca creció en su corazón como muestra de que la Virgen le había perdonado.
—¿Por eso alguien se sienta siempre a su lado, para vigilarle? —pregunté enfurecido.
El abad se encogió de hombros.
—Honrar su recuerdo es una de nuestras tradiciones.
Me volví hacia el monje anciano, pero tuve que reprimir el deseo de retorcerle el pescuezo y ver teñirse de azul su cara.
—¿Le contó esto a mi esposa?
—Me interrogó acerca de nuestra historia,
monsieur
. No me pareció mal contestar a sus preguntas.
—¿Y qué le dijo ella?
El hombre sonrió.
—Me dio las gracias con su dulce voz y me preguntó mi nombre, y yo le dije que era
frère
Kiril.
Enlazó las manos sobre la cintura.
Tardé un momento en asimilar aquellos sonidos, pues el nombre me resultaba desconocido por el acento francés en la segunda sílaba, por aquel inocente
frère
. Después te estreché entre mis brazos para no dejarte caer.
—¿Ha dicho que se llama Kiril? ¿Me puede deletrear el nombre?
El atónito monje obedeció.
—¿De dónde sacó ese nombre? —pregunté. No podía evitar que mi voz temblara—. ¿Es su nombre verdadero? ¿Quién es usted?
El abad intervino, tal vez porque el anciano parecía muy perplejo.
—No es su nombre de pila —explicó—. Todos adoptamos un nombre cuando hacemos los votos. Siempre ha habido un Kiril, alguien siempre lleva este nombre, y un
frère
Michel, ése de ahí...
—¿Me está diciendo que hubo un hermano Kiril antes que él, y también otro antes? — pregunté al tiempo que te sujetaba con fuerza.
—Oh, sí —dijo el abad, claramente perplejo por mi feroz interrogatorio—. A lo largo de toda nuestra historia, por lo que nosotros sabemos. Estamos orgullosos de nuestras tradiciones. No nos gustan las costumbres nuevas.
—¿Cuál es el origen de esta tradición?
A estas alturas, casi me había puesto a gritar.
—No lo sabemos,
monsieur
—dijo el abad en tono paciente—. Siempre ha existido.
Me acerqué a él y nuestras narices casi se tocaron.
—Quiero que abra el sarcófago de la cripta —dije.
El hombre retrocedió, estupefacto.
—¿Qué está diciendo? No podemos hacer eso.
—Acompáñeme. Tenga —Te deposité en los brazos del joven monje que nos había enseñado el monasterio el día anterior—. Haga el favor de sostener a mi hija. —Te cogió, sin tanta torpeza como yo esperaba, y te sostuvo en brazos. Tú te pusiste a llorar—. Venga —dije al abad. Le arrastré hacia la cripta e indicó a los monjes con un gesto que no nos siguieran. Bajamos los peldaños a toda prisa. En el gélido agujero, donde el hermano Kiril había dejado dos velas ardiendo, me volví hacia el abad—. No es necesario que cuente a nadie esto, pero debo ver el interior del sarcófago. —Hice una pausa para dotar de mayor énfasis a mis palabras—. Si no me ayuda, descargaré todo el peso de la ley sobre su monasterio.