La Historiadora (85 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Tercer día

Ya no estoy seguro de qué día es. Empiezo a creer que han transcurrido más días, o que he estado soñando varias semanas, o que mi secuestro tuvo lugar hace un mes. En cualquier caso, éste es mi tercer escrito. Pasé la noche examinando la biblioteca, no para satisfacer los deseos de Drácula concernientes a su catalogación, sino para averiguar algo que pudiera beneficiar a alguien..., pero las esperanzas se agotan. Sólo consignaré que hoy he descubierto que Napoleón mandó asesinar a dos de sus generales durante su primer año de emperador, muertes que nunca he visto documentadas en ningún sitio. También examiné una breve obra de Anna Comnena, la historiadora bizantina, titulada La tortura ordenada por el emperador por el bien del pueblo, si no he olvidado mi griego. Encontré un libro fabulosamente ilustrado sobre la cábala, tal vez de procedencia persa, en la sección de alquimia. Entre los estantes de la colección sobre herejías me topé con un evangelio bizantino de san Juan, pero el principio del texto no coincide. Habla de la oscuridad, no de la luz. Tendré que examinarlo con detenimiento. También encontré un volumen inglés de 1521 (está fechado) llamado Filosofía del horror, un trabajo sobre los Cárpatos acerca del cual había leído algo, pero no creía que existiera.

Estoy demasiado cansado para estudiar estos textos tal como podría (tal como debería), pero siempre que veo algo nuevo y extraño lo examino, con una urgencia desproporcionada, teniendo en cuenta mi absoluta indefensión. Ahora he de dormir otra vez, al menos un poco, mientras Drácula lo hace, con el fin de poder afrontar la siguiente prueba, sea cual sea, algo descansado.

¿Cuarto día?

Siento que mi mente empieza a desmoronarse. Por más que me esfuerzo, me resulta imposible seguir el hilo del paso del tiempo o de mis esfuerzos por examinar la biblioteca.

No sólo me siento débil, sino enfermo, y hoy experimenté una sensación que llenó de desdicha los restos de mi corazón. Estaba mirando una obra del incomparable archivo de Drácula sobre torturas, y vi en un hermoso libro en cuarto francés el dibujo de una nueva máquina capaz de separar las cabezas de los cuerpos en un instante. Había un grabado ilustrativo: las partes de la máquina, el hombre vestido con elegancia cuya teórica cabeza acababan de separar de su teórico cuerpo. Mientras examinaba este dibujo, no sólo sentí asco por su propósito, no sólo asombro por el maravilloso estado del libro, sino también un repentino anhelo de contemplar la escena real, de oír los gritos de la multitud y ver el chorro de sangre manar sobre el cuello de encaje y la chaqueta de terciopelo. Todo historiador conoce el ansia de ver la realidad del pasado, pero esto era algo nuevo, un tipo de ansia diferente. Dejé el libro a un lado, apoyé mi cabeza dolorida sobre la mesa y lloré por primera vez desde que empezó mi cautiverio. No había llorado desde hacía años, de hecho, desde el funeral de mi madre. La sal de mis lágrimas me consoló un poco... Era tan corriente...

Día

El monstruo duerme, pero ayer no me habló en todo el día, excepto para preguntarme cómo iba el catálogo, y para examinar mi trabajo durante unos minutos. Estoy demasiado cansado para continuar la tarea en este momento, o incluso para mecanografiar algo. Me sentaré delante del fuego y trataré de volver a ser como antes unos momentos.

Día

Anoche me invitó a tomar asiento ante el fuego otra vez, como si aún estuviéramos

manteniendo una conversación civilizada, y me dijo que trasladará la biblioteca pronto, antes de lo que pensaba, porque se acerca alguna amenaza.

—Ésta será su última noche. Después le dejaré aquí un tiempo —me dijo— pero acudirá a mí cuando yo le llame. Entonces reanudará su trabajo en un lugar nuevo y más seguro. Más adelante nos ocuparemos de enviarle al mundo exterior. Procure pensar en quién me enviará para ayudarnos en nuestra tarea. De momento, le dejaré donde nadie pueda encontrarle, por si acaso. —Sonrió, lo cual provocó que mi visión se nublara, y me esforcé en mirar el fuego—. Ha sido muy obstinado. Tal vez le disfrazaremos de reliquia sagrada.

No quise preguntarle qué quería decir.

Por lo tanto, no pasará mucho tiempo antes de que acabe con mi vida mortal. Ahora reservo todas mis energías para ser fuerte en los últimos momentos. Procuro no pensar en la gente a la que he querido, con la esperanza de que existan menos posibilidades de que piense en ellos en mi siguiente e impío estado. Esconderé este informe en el libro más hermoso que he encontrado aquí (una de las pocas obras de historia que no me ha proporcionado un placer horrorizado), y después ocultaré el libro, para que deje de pertenecer a este archivo. Ojalá pudiera entregarme al polvo con él. Siento que se acerca el ocaso, en el mundo en que la luz y la oscuridad todavía existen, y utilizaré todas mis escasas fuerzas para seguir siendo yo hasta el último momento. Si existe alguna bondad en la vida, en la historia, en mi pasado, la invoco ahora. La invoco con toda la pasión con la que he vivido.

74

Helen tocó la frente de su padre con dos dedos, como si le bendijera. Estaba reprimiendo los sollozos.

—¿Cómo podremos sacarle de aquí? Quiero enterrarle.

—No hay tiempo —dije con amargura—. Estoy seguro de que él preferiría que saliéramos con vida.

Me quité la chaqueta y la extendí sobre él para cubrirle la cara. La losa de piedra pesaba demasiado para volver a ponerla en su sitio. Helen recogió la pistola y comprobó su estado, pese al torbellino de emociones.

—La biblioteca —susurró—. Hemos de encontrarla cuanto antes. ¿Oíste algo hace un momento?

Asentí.

—Creo que sí, pero no sabría decir de dónde procedía el ruido.

Aguzamos el oído un momento. El silencio no se rompió. Helen estaba tanteando las paredes, con la pistola en una mano. La luz de las velas era muy insuficiente. Fuimos de un lado a otro, ejerciendo presión y dando golpecitos. No había huecos, ni piedras que sobresalieran, ni posibles aberturas; nada que pareciera sospechoso.

—Casi habrá oscurecido ya —murmuró Helen.

—Lo sé —contesté—. Nos deben quedar diez minutos, y deberíamos marcharnos enseguida.

Volvimos a examinar hasta el último centímetro de la habitación. El aire era frío, sobre todo ahora que no llevaba puesta la chaqueta, pero el sudor empezó a resbalar por mi espalda.

—Tal vez la biblioteca esté en otra parte de la iglesia, o en los cimientos.

—Ha de estar escondida por completo, quizá bajo tierra —susurró Helen— De lo contrario, alguien habría dado con ella hace mucho tiempo. Además, si mi padre se encuentra en esta tumba...

No terminó, pero era la pregunta que me había atormentado desde el primer momento, cuando vi a Rossi: ¿dónde estaba Drácula?

—¿Ves algo anormal ahí?

Helen estaba mirando el techo bajo abovedado, y trataba de tocarlo con las yemas de los dedos.

—No veo nada.

Entonces un repentino pensamiento me impulsó a coger una vela del lampadario y acuclillarme. Helen me imitó al instante.

—Sí —susurró.

Yo estaba tocando el dragón tallado en la vertical del escalón de abajo. Lo había acariciado con el dedo durante nuestra primera visita a la cripta. Apliqué todo mi peso sobre él. No cedió, pero las manos sensibles de Helen ya estaban palpando las piedras que lo rodeaban, y de repente encontró una suelta. La sostuvo en la mano, como un diente. En el hueco apareció un pequeño agujero oscuro. Introduje la mano y la moví por dentro, pero no encontré nada. Helen deslizó la de ella y buscó detrás de la talla.

—¡Paul! —exclamó en voz baja.

Yo tanteé en la oscuridad. Había un tirador, un tirador grande de hierro frío, y cuando lo empujé, el dragón se elevó con facilidad de su espacio bajo el peldaño, sin afectar a las demás piedras que lo rodeaban ni al peldaño de arriba. Entonces vimos que se trataba de una hermosa obra de arte, con un tirador de hierro en forma de bestia con cuernos hincado en ella, con la probable intención de poder cerrarla cuando se bajaban los estrechos escalones de piedra que se abrían ante nosotros. Helen tomó una segunda vela y yo me apoderé de las cerillas. Entramos a gatas (recordé de repente la apariencia magullada y arañada de Rossi, su ropa rota, y me pregunté si le habrían arrastrado más de una vez a través de esta abertura), pero pronto pudimos bajar erguidos los peldaños.

Ahora el aire era frío y húmedo en extremo, y yo me esforcé por controlar mis temblores y sujetar con fuerza a Helen, quien también temblaba, durante el empinado descenso. Al pie de los quince escalones había un pasadizo, infernalmente oscuro, si bien nuestras velas revelaron candelabros de hierro fijos a las paredes, como si en otro tiempo hubiera estado iluminado. Al final del pasadizo (una vez más, calculé que lo habíamos recorrido en quince pasos, pues tuve buen cuidado de contarlos) había una puerta de pesada madera muy vieja, astillada en la parte inferior, con un siniestro pomo, un ser con cuernos largos de hierro forjado. Intuí sin verlo que Helen alzaba su pistola. La puerta estaba encajada con firmeza en el marco, pero al examinarla con más detenimiento descubrí que tenía echado el cerrojo por el lado donde estábamos. Forcejeé con el pesado picaporte, y después abrí la puerta con un lento miedo que casi derritió mis huesos.

Al entrar, la luz de nuestras velas, aunque débil, iluminó una cámara inmensa. Había mesas cerca de la puerta, mesas largas de antiquísima solidez, y estanterías vacías. El aire de la estancia era sorprendentemente seco después del frío del pasadizo, como si contara con un sistema de ventilación secreto o estuviera excavada en un hueco de tierra protegido. Nos paramos, sin soltarnos, y aguzamos el oído, pero no se oía nada en la sala. Deseé con todas mis fuerzas ver lo que había al otro lado de la oscuridad. Lo siguiente que captó nuestra luz fue un candelabro de brazos lleno de velas medio quemadas. A continuación vimos altos armarios, y examiné uno con cautela. Estaba vacío.

—¿Esto es la biblioteca? —pregunté—. Aquí no hay nada.

Nos paramos de nuevo para intentar captar algún sonido, y la pistola de Helen brilló a la luz. Pensé que tendría que haberme ofrecido a empuñarla, a utilizarla en caso necesario, pero nunca había manejado un arma, y ella era una excelente tiradora, tal como yo sabía muy bien.

—Mira, Paul.

Señaló con la mano libre, y vi lo que había llamado su atención.

—Helen —dije, pero ya se me había adelantado. Al cabo de un segundo, mi luz se posó sobre una mesa que no había iluminado antes, una gran mesa de piedra. Un instante después descubrí que no era una mesa, sino un altar... No, no era un altar; era un sarcófago.

Había otro cerca. ¿Habría sido esto la prolongación de la cripta del monasterio, un lugar donde los abades podían descansar en paz, lejos de las antorchas bizantinas y las catapultas otomanas? Entonces vimos al otro lado el sarcófago más grande de todos. En un costado había grabada una palabra: DRÁCULA. Helen levantó la pistola y yo aferré mi estaca. Ella avanzó un paso y yo la seguí.

En aquel momento oímos un estruendo detrás de nosotros, a lo lejos, y ruido de pasos y cuerpos arremolinados, que casi ahogó el tenue sonido que surgía de las tinieblas, al otro lado de la tumba, como de tierra seca que se desmoronara. Saltamos hacia delante al unísono y miramos. El sarcófago más grande no tenía tapa y estaba vacío, al igual que los otros dos. Y aquel sonido: en la oscuridad, un pequeño animal avanzaba a través de las raíces del árbol.

Helen disparó hacia la oscuridad y se oyó un estallido de tierra y guijarros. Corrí hacia delante con mi luz. El final de la biblioteca era un callejón sin salida, con algunas raíces que colgaban del techo abovedado. En el hueco de la pared posterior, que tal vez había alojado un icono en otro tiempo, vi un reguero de lodo negro sobre las piedras desnudas.

¿Sangre? ¿Humedad que rezumaba de la tierra?

La puerta de la sala se abrió con estrépito y giramos en redondo, con mi mano sobre el brazo libre de Helen. A la luz de nuestras velas aparecieron un farol, linternas, formas que corrían, un grito. Era Ranov, y con él una figura alta cuya sombra saltó hacia delante para envolvernos: Géza József, y un aterrorizado hermano Ivan pisándole los talones. Le seguía un nervudo y menudo burócrata con traje y sombrero oscuros, adornado con un poblado bigote oscuro. También había otra figura, que se movía vacilante, y cuyo lento avance debía haberles retrasado: Stoichev. Su cara era una extraña mezcla de miedo, arrepentimiento y curiosidad, y tenía un morado en la mejilla. Sus viejos ojos se encontraron con los nuestros durante un largo y pesaroso momento, y después movió los labios, como si diera gracias a Dios por vernos vivos.

Géza y Ranov se plantaron ante nosotros en una fracción de segundo. Ranov me apuntó con una pistola, y Géza hizo lo propio con Helen, mientras el monje contemplaba la escena boquiabierto y Stoichev esperaba, silencioso y precavido, detrás de ellos. El burócrata del traje oscuro se mantuvo fuera del círculo de luz.

—Suelte la pistola —dijo Ranov a Helen, y ella obedeció. La rodeé con mi brazo, pero poco a poco. A la luz tenebrosa de las velas, sus rostros parecían más que siniestros, excepto el de Stoichev. Comprendí que se habría atrevido a sonreírnos de no haber estado tan asustado.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó Helen a Géza antes de que yo pudiera impedírselo.

—¿Qué demonios haces tú aquí, querida? —fue su única respuesta. Parecía más alto que nunca, vestido con camisa y pantalones claros, y pesadas botas de montaña. No me había dado cuenta en el congreso de que me caía fatal.

—¿Dónde está él? —gruñó Ranov, mirándonos fijamente a Helen y a mí.

—Está muerto —dije—. Ustedes han venido a través de la cripta. Tienen que haberle visto.

Ranov frunció el ceño.

—¿De qué está hablando?

Algo, una intuición que debía a Helen, me aconsejó no continuar hablando.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Helen con frialdad. Géza la apuntó con un poco más de precisión.

—Ya sabes lo que queremos decir, Elena Rossi. ¿Dónde está Drácula?

Esto era más fácil de contestar, y dejé que Helen se adelantara.

—No está aquí, eso es evidente —dijo con su voz más desagradable—. Puedes examinar su tumba.

En este momento, el pequeño burócrata avanzó un paso, como si fuera a hablar.

—Quédese con ellos —dijo Ranov a Géza. Se movió con cautela entre las mesas, paseando la vista a su alrededor. Comprendí que nunca había estado aquí. El burócrata del traje oscuro le siguió sin decir palabra. Cuando llegaron al sarcófago, Ranov alzó su farol y la pistola, y miró con cautela el interior—. Está vacío —dijo a Géza. Se volvió hacia los otros dos sarcófagos—. ¿Qué es esto? Vengan a ayudarme.

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