Authors: Elizabeth Kostova
Me lanzó una mirada (¿de miedo?, ¿de resentimiento?, ¿de compasión?) y se encaminó a un extremo del sarcófago. Juntos deslizamos a un lado la pesada losa, lo suficiente para atisbar en el interior. Alcé una vela. El sarcófago estaba vacío. El abad abrió los ojos sorprendido y volvió a colocar la losa en su sitio con un enérgico empujón. Nos miramos. Tenía un hermoso y astuto rostro galo, que en otras circunstancias me habría gustado muchísimo.
—Le ruego que no diga nada de esto a los hermanos —susurró, y luego se volvió y subió la escalera.
Le seguí, mientras me esforzaba por decidir qué debía hacer a continuación. Volveríamos de inmediato a Les Bains, concluí, y avisaríamos a la policía. Tal vez Helen había decidido volver a París antes que nosotros (aunque no podía imaginar por qué), o incluso a casa.
Notaba un terrible martilleo en los oídos, el corazón en la garganta, el sabor de la sangre en la boca.
Cuando volví a entrar en los claustros, donde el sol estaba bañando la fuente y los pájaros cantaban sobre el antiguo pavimento, supe lo que había ocurrido. Había intentado durante una hora no pensar en ello, pero ahora casi no necesitaba ya la noticia, la escena de los dos monjes que corrían hacia el abad dando voces. Recordé que los había enviado a buscar extramuros, en los huertos, en los bosquecillos de árboles secos, en los afloramientos rocosos. Acababan de emerger de la ladera empinada, y uno de ellos señalaba hacia el borde del claustro donde Helen y yo nos habíamos sentado el día anterior, contigo en medio, y contemplado el abismo insondable.
—¡Señor abad! —gritó uno, como si no se atreviera a hablarme—. ¡Señor abad, hay sangre en las rocas! ¡Allí abajo!
No existen palabras para momentos como ése. Corrí hacia el borde de los claustros, aferrado a ti, sintiendo tu mejilla suave como un pétalo contra mi cuello. Mis primeras lágrimas se estaban agolpando en los ojos, ardientes y amargas como nunca. Miré por encima del muro bajo. En un afloramiento rocoso que había a unos cinco metros más abajo, distinguí una mancha escarlata, no muy grande pero inconfundible bajo el sol de la mañana.
Más allá bostezaba el abismo, se elevaba la niebla, las águilas cazaban, las montañas caían hacia sus raíces. Corrí en dirección a la puerta principal y salí. El precipicio era tan empinado que, aunque no te hubiera sujetado, jamás habría podido bajar hasta el primer afloramiento. Me quedé mirando, invadido por una sensación de pérdida, en aquella hermosa mañana. Entonces me alcanzó el dolor, un fuego indecible.
Me quedé tres semanas en Le Bains y en el monasterio, registrando despeñaderos y bosques con la policía local y un equipo llegado desde París. Mis padres volaron a Francia y dedicaron horas a jugar contigo, a darte de comer, a empujar tu cochecito por la ciudad. Creo que era eso lo que hacían. Llené formularios en oficinas lentas y pequeñas. Hice llamadas telefónicas inútiles, buscando palabras francesas que expresaran la urgencia de mi pérdida. Día tras día recorrí los bosques que se extendían al pie del precipicio, a veces en compañía de un detective de expresión fría y su equipo, a veces solo con mis lágrimas.
Al principio sólo deseaba ver a Helen viva, caminando hacia mí con su habitual sonrisa severa, pero al final me contenté con el amargo anhelo de recobrar su forma rota, con la esperanza de toparme con ella entre las rocas y los arbustos. Si podía llevarme su cuerpo a casa (o a Hungría, pensaba a veces, aunque cómo lograría entrar en la Hungría controlada por los soviéticos era un enigma), me quedaría algo de ella que honrar, que enterrar, alguna manera de terminar con esto y estar a solas con mi dolor. Casi no quería admitir que quería recuperar su cuerpo por otro motivo, para asegurarme de que su muerte había sido completamente natural, o por si era preciso que le prestara el mismo servicio que a Rossi. ¿Por qué no podía encontrar su cuerpo? A veces, sobre todo por las mañanas, pensaba que sólo se había caído, que nunca nos habría dejado a propósito. Entonces podía creer que tenía una especie de tumba inocente y elemental en el bosque, aunque jamás pudiera encontrarla. Pero por la tarde sólo recordaba sus depresiones, sus extraños estados de ánimo.
Sabía que la lloraría el resto de mi vida, pero la ausencia de su cuerpo me atormentaba. El médico de la localidad me dio tranquilizantes, que tomaba de noche para poder dormir y hacer acopio de fuerzas para volver a registrar los bosques al día siguiente. Cuando la policía se dedicaba a otros asuntos, buscaba solo. A veces descubría objetos diversos en la maleza: piedras, chimeneas derrumbadas, y en una ocasión parte de una gárgola rota. ¿Habría caído hasta el mismo lugar que Helen? Quedaban pocas gárgolas en las murallas del monasterio.
Por fin, mis padres me convencieron de que no podía continuar así indefinidamente, de que debía llevarte a Nueva York una temporada, de que siempre podía regresar y volver a investigar. Se había dado la alerta a todas las policías de Europa, por mediación de la francesa. Si Helen estaba viva (decían en tono tranquilizador), alguien la encontraría. Al final, me rendí no debido a esos consuelos, sino a causa del bosque en sí mismo, de la meteórica profundidad de los riscos, de la densidad de la maleza, que desgarraba mi chaqueta y pantalones cuando me abría paso entre ella, del terrible tamaño y altura de los árboles, del silencio que me rodeaba siempre que paraba de moverme y buscar y me quedaba quieto unos minutos.
Antes de irnos, le pedí al abad que rezara una oración por Helen en el sitio desde donde había saltado. Llevó a cabo una ceremonia, con todos los monjes congregados a su alrededor, alzando al aíre un objeto ritual tras otro (me daba igual lo que fueran en realidad) y cantando a una inmensidad que se tragó su voz al instante. Mis padres estaban a mi lado, mi madre se enjugaba las lágrimas, y tú te removías en mis brazos. Yo te sujetaba con fuerza. Durante aquellas semanas casi había olvidado la suavidad de tu pelo oscuro, la fuerza de tus piernas rebeldes. Por encima de todo, estabas viva. Respirabas contra mi barbilla y tu bracito rodeaba mi cuello, como en señal de camaradería. Cuando un sollozo me estremecía, me agarrabas del pelo, tirabas de mi oreja. Contigo en brazos, juré que intentaría recobrar algo de vida, una especie de vida.
Barley y yo nos miramos. Al igual que las cartas de mi padre, las postales de mi madre se interrumpían sin proporcionarme demasiada información sobre el presente. Lo principal, lo que se había grabado a fuego en mi cerebro, eran las fechas. Mi madre las había escrito después de su muerte.
—Mi padre ha ido al monasterio —dije.
—Sí —contestó Barley. Recogí las postales y las dejé sobre el sobre de mármol de la cómoda.
—Vámonos —dije. Busqué en mi bolso, saqué el pequeño cuchillo de plata de su funda y lo guardé con sumo cuidado en el bolsillo. Barley se inclinó y me besó en la mejilla.
—Vámonos —dijo.
La ruta hasta Saint Matthieu era más larga de lo que yo recordaba, polvorienta y calurosa incluso al atardecer. No había taxis en Les Bains (al menos ninguno a la vista), de modo que nos fuimos a pie, caminando a buen paso a través de tierras de labranza onduladas hasta llegar a la linde del bosque. Desde allí la carretera empezaba a ascender. Internarse en el bosque, con su mezcla de olivos y pinos, sus altísimos robles, era como entrar en una catedral. El ambiente era oscuro y fresco, y bajamos la voz, aunque no habíamos hablado mucho. Yo tenía hambre, pese a mi angustia. No habíamos esperado al café del jefe de comedor. Barley se quitó la gorra de algodón que llevaba y se secó la frente.
—No habría sobrevivido a una caída —dije una vez, pese al nudo que sentía en la garganta.
—No.
—Mi padre nunca se preguntó, al menos en sus cartas, si alguien la empujó.
—Eso es cierto —reconoció Barley, y se volvió a encasquetar la gorra.
Yo guardé silencio un rato. El único sonido que se oía era el de nuestros pies sobre el pavimento irregular (en este punto, la carretera aún estaba pavimentada). Yo no quería decir estas cosas, pero se iban acumulando en mi interior.
—El profesor Rossi escribió que el suicidio pone a la persona en peligro de convertirse en un..., de convertirse...
—Me acuerdo —se limitó a decir Barley. Ojalá no hubiera hablado. La carretera serpenteaba hacia arriba—. Tal vez pasará alguien en coche —añadió.
Pero no apareció ningún coche y nosotros aceleramos el paso, de modo que al cabo de un rato jadeábamos en lugar de hablar. Los muros del monasterio me pillaron por sorpresa cuando salimos del bosque y doblamos el último recodo. Yo no me acordaba del recodo, ni del súbito claro en el pico de la montaña, rodeados por la enorme noche. Apenas recordaba la zona llana y polvorienta situada bajo la puerta principal, donde hoy no había coches aparcados. ¿Dónde estaban los turistas?, me pregunté. Un momento después nos acercamos lo bastante para leer el letrero: estaban en obras, ese mes estaba cerrado al público. No fue suficiente para que aminoráramos el paso.
—Vamos —dijo Barley. Tomó mi mano, y yo me alegré muchísimo. La mía había empezado a temblar.
Los muros que rodeaban la puerta estaban adornados ahora con andamios. Una mezcladora de cemento portátil (¿cemento aquí?) se interponía en nuestro camino. Las puertas de madera estaban cerradas, pero no con llave, tal como descubrimos cuando tanteamos la anilla de hierro con manos cautelosas. No me gustaba entrar sin permiso. No me gustaba el hecho de que no viéramos ni rastro de mi padre. Tal vez estaba todavía en Les Bains, o en otro sitio. ¿Estaría explorando el pie del precipicio como años antes, cientos de metros más abajo, fuera de nuestro ángulo de visión? Empecé a arrepentirme de nuestro impulso de ir directamente al monasterio. Para colmo, aunque debía faltar una hora para el verdadero ocaso, el sol se estaba ocultando tras los Pirineos a marchas forzadas, por detrás de los picos más altos. El bosque del que acabábamos de salir estaba ya envuelto en sombras espesas, y el último color del día no tardaría en abandonar los muros del monasterio.
Entramos con sigilo, en dirección al patio y los claustros. La fuente de mármol rojo burbujeaba de manera audible en el centro. Descubrí las delicadas columnas en forma de sacacorchos que recordaba, los largos claustros, la rosaleda al final. La luz dorada había desaparecido, sustituida por sombras de un umbrío profundo. No se veía a nadie.
—¿Crees que deberíamos volver a Les Bains? —susurré a Barley.
Estaba a punto de contestar cuando captamos un sonido, unos cánticos, procedente de la iglesia, al otro lado del claustro. Sus puertas estaban cerradas, pero oímos que se estaba celebrando un servicio religioso, con intervalos de silencio.
—Todos están ahí dentro —dijo Barley—. Tal vez tu padre también.
Pero yo abrigaba mis dudas.
—Si está aquí, lo más probable es que haya bajado...
Callé y paseé la mirada alrededor del patio. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que había estado allí con mi padre (mi segunda visita, como sabía ahora), y por un momento no logré acordarme de dónde estaba la entrada de la cripta. De pronto, vi el umbral, como si se hubiera abierto en el cercano muro de los claustros sin que yo me diera cuenta. Recordé entonces los peculiares animales tallados en piedra: grifos y leones, dragones y aves, animales extraños que era incapaz de identificar, híbridos del bien y el mal.
Barley y yo miramos hacia la iglesia, pero las puertas estaban bien cerradas, y nos encaminamos con sigilo hacia la puerta de la cripta. Cuando paramos un momento bajo la mirada de aquellas bestias petrificadas, sólo pude ver las sombras a las que íbamos a descender, y mi corazón se encogió. Después recordé que mi padre podía estar allí abajo, tal vez en una situación terrible. Además, Barley sujetaba mi mano todavía, larguirucho y desafiante a mi lado. Casi esperaba oírle mascullar algo acerca de las cosas raras en que se metía mi familia, pero estaba tenso junto a mí, dispuesto a lo que fuera.
—No tenemos luz —susurró.
—Bien, pues no podemos entrar en la iglesia para coger una vela —señalé de forma innecesaria.
—Tengo mi encendedor.
Barley lo sacó del bolsillo. No sabía que fumaba. Lo encendió un segundo, lo sostuvo sobre los escalones y descendimos juntos hacia la oscuridad.
Al principio, la penumbra era casi absoluta, y bajamos a tientas los antiguos peldaños.
Después vimos una luz que parpadeaba en las profundidades de la cripta (no se trataba del mechero de Barley, que encendía cada pocos segundos), y yo tenía un miedo tremendo. La luz espectral era aún peor que la oscuridad. Barley aferró mí mano hasta que la sentí quedarse sin vida. La escalera se curvaba al final, y cuando doblamos el último recodo, recordé que mi padre había dicho que ésa había sido la nave de la iglesia primitiva. Vimos el gran sarcófago de piedra del abad. Vimos la oscura cruz tallada en el antiguo ábside, la bóveda baja sobre nosotros, una de las primeras expresiones del románico de toda Europa.
Todo esto lo vi de refilón, porque en aquel preciso momento una sombra se desprendió de las sombras más profundas, al otro lado del sarcófago, y se incorporó: un hombre que sostenía un farol. Era mi padre. Su rostro aparecía demacrado a la luz fluctuante. Creo que nos vio en el mismo instante que nosotros le vimos a él.
—¡Dios mío! —Nos miramos—. ¿Qué estáis haciendo aquí? — preguntó en voz baja mirándonos a Barley y a mí, con el farol levantado ante nuestras caras. Su tono era feroz, henchido de ira, miedo, amor. Solté la mano de Barley y corrí hacia mi padre, rodeé el sarcófago y él me abrazó—. Jesús —dijo, y acarició mi pelo un segundo—. Éste es el último lugar donde deberías estar.
—Leímos el capítulo en el archivo de Oxford —susurré—. Tenía miedo de que estuvieras...
No pude terminar. Ahora que le había encontrado, y estaba vivo, y tenía el mismo aspecto de siempre, me sentía temblar de la cabeza a los pies.
—Salid de aquí —dijo, y luego me atrajo hacia sí—. No, es demasiado tarde... No quiero que salgas sola de este lugar. Faltan pocos minutos para que se ponga el sol. Coge esto — dirigió la luz hacia mí—, y tú, ayúdame con la losa —dijo a Barley.
Le obedeció al instante, aunque vi que sus rodillas también temblaban, y le ayudó a apartar la losa del gran sarcófago. Vi entonces que mi padre había apoyado una larga estaca contra la pared. Debía estar preparado para enfrentarse a un horror largo tiempo buscado en aquel ataúd de piedra, pero no para lo que vio. Levanté el farol, atrapada entre el deseo de mirar y el de no mirar, y todos contemplamos el espacio vacío, el polvo.