Authors: Elizabeth Kostova
Se sentó muy tiesa y clavó la mirada en el fuego. Mi padre se tapó la cara con la mano. —Deseaba lanzarme en caída libre como Lucifer, como un ángel, pero no había visto aquellas rocas. Caí sobre ellas y me hice cortes en la cabeza y los brazos, pero también había un amplio colchón de hierba, así que no me maté ni me rompí ningún hueso. Al cabo de unas horas desperté en el frío de la noche, sentí sangre alrededor de mi cara y mi cuello, vi la luna que se ponía y el precipicio. Dios mío, si hubiera rodado en lugar de perder el conocimiento... —Hizo una pausa—. Sabía que no podía explicarte lo que había intentado hacer, y la vergüenza cayó sobre mí como una especie de locura. Pensé que, a partir de ese momento, ya no podría ser digna de ti y de nuestra hija. Cuando reuní fuerzas me levanté y descubrí que no había sangrado mucho. Aunque me dolía todo el cuerpo, no me había roto nada y me di cuenta de que él no se había abalanzado sobre mí. Me habría dado por perdida cuando salté. Me sentía muy débil y me costó andar, pero rodeé los muros del monasterio y bajé por la carretera en la oscuridad.
Pensé que mi padre se pondría a llorar otra vez, pero guardó silencio, sin apartar ni un momento los ojos de los de mi madre.
—Salí al mundo. No fue tan difícil. Había cogido el bolso, por pura costumbre, supongo, y porque en él guardaba la pistola y las balas de plata. Recuerdo que casi reí cuando lo descubrí todavía colgado del brazo, en el precipicio. También llevaba dinero, un montón en el forro, y lo utilicé con prudencia. Mi madre siempre llevaba encima todo su dinero.
Supongo que son costumbres aldeanas. Nunca confió en los bancos. Mucho más tarde, cuando necesité más, lo saqué de nuestra cuenta de Nueva York e ingresé una parte en un banco suizo. Después me fui de Suiza a toda prisa por si intentabas seguir mi rastro, Paul.
¡Ay, perdóname! —exclamó de repente, y apretó más mis dedos. Supe que se refería al hecho de haberse ausentado, no al de haber dispuesto de ese dinero.
Mi padre apretó sus manos.
—Ese reintegro en metálico me insufló esperanza unos meses, o al menos me dio que pensar, pero mi banco no pudo seguir tu rastro. Recuperé el dinero.
Pero a ti no, podría haber añadido, aunque no lo hizo. Su rostro brillaba, alegre y cansado.
Helen bajó la vista.
—En cualquier caso, encontré un lugar donde quedarme unos días, lejos de Les Bains, hasta que mis heridas cicatrizaron. Me escondí hasta poder salir de nuevo al mundo.
Se llevó los dedos a la garganta y vi la pequeña cicatriz blanca en la que ya había reparado tantas veces.
—En el fondo, sabía que Drácula no me había olvidado, y que volvería a buscarme. Llené mis bolsillos de ajos y mi mente de fuerza. No me separaba de mi pistola, ni de mi cuchillo, ni de mi crucifijo. En todos los pueblos donde paraba iba a la iglesia y pedía la bendición, aunque a veces, cuando entraba, me dolía la vieja herida. Siempre llevaba el cuello tapado.
Al final me corté más el pelo y me lo teñí, cambié mi forma de vestir, me puse gafas de sol.
Durante mucho tiempo me mantuve alejada de las ciudades, y después, poco a poco, empecé a frecuentar los archivos donde siempre había deseado investigar.
»Fui muy minuciosa. Le encontraba allí donde iba: Roma, en la década de 1620; Florencia, bajo los Médici; Madrid; París durante la Revolución. A veces era un informe sobre una extraña epidemia, a veces un brote de vampirismo en algún cementerio, el de Père Lachaise, por ejemplo. Daba la impresión de que siempre le gustaban los escribas, los archivistas, los bibliotecarios, los historiadores, cualquiera que rebuscara en el pasado por mediación de los libros. Intenté deducir a partir de sus movimientos dónde se hallaba su nueva tumba, dónde se había escondido después de que descubriéramos su tumba de Sveti Georgi, pero no hallé ningún dato concreto. Pensaba que una vez que le descubriera, una vez que le matara, volvería y os diría que el mundo era seguro. Os ganaría para mí. Vivía en el terror de que me encontrara antes que yo a él. Y a todas partes adonde iba os echaba de menos... Me sentía tan sola...
Tomó mi mano de nuevo y la acarició como una adivina, y yo sentí, bien a mi pesar, una oleada de ira por todos aquellos años sin ella.
—Por fin pensé que, aunque fuera indigna de ti, quería verte. A los dos. Ya había leído sobre tu fundación en los periódicos, Paul, y sabía que estabas en Amsterdam. No fue difícil localizarte, o sentarme en un café cerca de tu despacho, o seguirte en un viaje o dos, con mucha cautela. Nunca me dejé ver, por temor a que me vieras. Iba y venía. Si mi investigación marchaba bien, me permitía una visita a Amsterdam y te seguía desde allí. Un día, en Italia, en Monteperduto, le vi en la piazza. Te estaba siguiendo, vigilando. Fue cuando comprendí que él había adquirido suficiente energía para pasear a plena luz del día.
Sabía que estabas en peligro, pero pensé que si te advertía, tal vez el peligro fuera mayor aún. Al fin y al cabo, podía estar siguiéndome a mí, no a ti, o intentando que yo lo condujera hasta ti. Era una agonía. Sabía que debías haber vuelto a iniciar otra investigación, que debías estar interesado en él de nuevo, y por eso habías atraído su atención. No sabía que hacer.
—Fue... culpa mía —murmuré, al tiempo que apretaba su mano arrugada—. Yo encontré el libro.
Me miró un momento con la cabeza ladeada.
—Tú eres historiadora —dijo al cabo de un momento. No era una pregunta. Suspiró—.Durante varios años, te he estado escribiendo postales, hija mía..., sin enviarlas, por supuesto. Un día pensé que podría comunicarme con los dos desde lejos, para informaros de que estaba viva sin permitir que nadie más me viera. Las envié a Amsterdam, a tu casa, en un paquete dirigido a Paul.
Esta vez me volví hacia mi padre, asombrada y enfurecida.
—Sí —me dijo con tristeza—. Pensé que no te las podía enseñar, no podía disgustarte sin antes haber encontrado a tu madre. Ya puedes imaginar lo duro que fue ese tiempo para mí.
Lo imaginaba. Recordé de repente su terrible fatiga en Atenas, la noche que le había visto con aspecto de cadáver en el escritorio de su habitación. Pero sonrió, y comprendí que ahora sonreiría cada día.
—Ah.
Ella también sonrió. Vi profundas arrugas en las comisuras de su boca y alrededor de sus ojos.
—Y empecé a buscarte... y a él.
La sonrisa de mí padre se tornó grave.
Ella le estaba mirando.
—Y después comprendí que debía abandonar mi investigación y seguirle mientras os seguía. Te vi a veces y descubrí que estabas investigando otra vez. Te veía entrar en las bibliotecas, Paul, o salir de ellas, y deseaba comunicarte todo cuanto había averiguado.
Después fuiste a Oxford. No había viajado a Oxford en el curso de mis investigaciones,aunque había leído que habían padecido una epidemia de vampirismo a finales de la Edad Media. En Oxford dejaste un libro abierto...
—Lo cerró cuando me vio entrar —intervine.
—Y a mí —dijo Barley con su luminosa sonrisa. Era la primera vez que hablaba, y me alivió comprobar que todavía parecía risueño.
—Bien, la primera vez que lo examinó se olvidó de cerrarlo.
Helen nos guiñó el ojo.
—Tienes razón —dijo mi padre—. Ahora que lo pienso, me olvidé.
Helen se volvió hacia él con una sonrisa encantadora.
—¿Sabes que nunca había visto ese libro, Vampires du Moyen Âge?
—Un clásico —dijo mi padre—. Pero muy raro.
—Creo que Master James debió verlo también —dijo Barley poco a poco—. Le vi allí poco después de que le sorprendiéramos en su investigación, señor. —Mi padre puso una expresión de perplejidad—. Sí —dijo Barley—, había dejado mi impermeable en la planta baja de la biblioteca, y volví a buscarlo menos de una hora después. Vi a Master James saliendo de la cripta de la galería, pero él no me vio. Me pareció muy preocupado, como contrariado y distraído. Pensé en eso cuando decidí telefonearle.
—¿Llamaste a Master James? —Yo también estaba sorprendida, casi indignada—.
¿Cuándo? ¿Por qué?
—Le llamé desde París porque me acordé de algo —dijo Barley, y estiró las piernas. Tuve ganas de rodearle el cuello con el brazo, pero no delante de mis padres. Me miró—. En el tren te dije que estaba intentando recordar algo, algo acerca de Master James, y cuando llegamos a París me vino a la cabeza. En una ocasión había visto una carta sobre su escritorio, cuando estaba guardando unos papeles. Un sobre, de hecho, y me gustó el sello, de modo que lo examiné con más detenimiento.
»Era de Turquía, y antiguo, por eso miré el sello, y bien, llevaba un matasellos de veinte años antes; la carta era de un tal profesor Bora, y pensé que algún día me gustaría tener un gran escritorio y recibir cartas de todas partes del mundo. El apellido Bora me llamó la atención, incluso entonces. Sonaba muy exótico. No abrí el sobre ni leí la carta, por supuesto —se apresuró a añadir Barley—. Nunca lo habría hecho.
—Pues claro que no.
Mi padre resopló con suavidad, pero me pareció ver que sus ojos brillaban con afecto.
—Bien, cuando bajamos del tren en París, vi a un anciano en el andén, creo que musulmán, con un gorro rojo oscuro provisto de una enorme borla y una blusa larga, como un bajá otomano, y de repente recordé la carta. Después recordé la historia de tu padre. Ya sabes, el nombre del profesor turco —me dirigió una mirada sombría—, y fui a buscar un teléfono.
Comprendí que Master James también estaba participando en la cacería.
—¿Dónde estaba yo? —pregunté celosa.
—En el lavabo, supongo. Las chicas siempre están en el lavabo. —Podría haberme enviado un beso, pero no estábamos solos—. Master James se enfadó mucho conmigo, pero cuando le conté lo que estaba pasando, dijo que siempre podría contar con él. —Los labios rojos de Barley temblaron un poco—. No me atreví a preguntarle qué quería decir, pero ahora lo sabemos.
—Sí —coreó mi padre con tristeza—. Debió efectuar sus cálculos a partir de ese libro antiguo, y se dio cuenta de que habían transcurrido dieciséis años menos una semana desde la última visita de Drácula a Saint Matthieu. Entonces debió comprender adónde me dirigía yo. De hecho, debía estar vigilándome cuando fue al rincón de los libros raros. En Oxford me preguntó varias veces por mi salud y mi estado de ánimo. Yo no quería arrastrarle a mi investigación, sabiendo los peligros que implicaba.
Helen asintió.
—Sí. Supongo que debí llegar antes que él. Encontré el libro abierto y efectué los cálculos, y después oí a alguien en la escalera y me escabullí en dirección contraria. Al igual que nuestro amigo, comprendí que ibas a venir a Saint Matthieu, Paul, con la intención de encontrarme y encontrar al monstruo, y viajé con la mayor rapidez posible. Pero no sabía qué tren tomarías, y tampoco sabía que nuestra hija te pisaba los talones.
—Te vi —dije asombrada.
Me miró, y aparcamos el tema de momento. Habría mucho tiempo para hablar. Vi que estaba cansada, que todos estábamos agotados, que ni siquiera podíamos empezar a expresar nuestra alegría por el triunfo logrado aquella noche. ¿Era el mundo más seguro porque estábamos todos juntos o porque él había desaparecido definitivamente de la faz de la tierra? Imaginé un futuro desconocido hasta aquel momento. Helen viviría con nosotros y apagaría las velas del comedor. Asistiría a mi graduación en el instituto y a mi primer día de universidad, y me ayudaría a vestirme el día de mi boda, si algún día me casaba. Nos leería en voz alta en el salón después de cenar, se uniría al mundo de nuevo y volvería a dar clases, me acompañaría a comprar zapatos y blusas, pasearía con su brazo alrededor de mi cintura.
No podía saber entonces que también se aislaría de nosotros en algunos momentos, que no hablaría durante horas, que se acariciaría el cuello o que una enfermedad cruel se la llevaría nueve años después, mucho antes de que nos hubiéramos acostumbrado a su regreso, aunque tal vez nunca nos habríamos acostumbrado a ello, nunca nos habríamos cansado de haber recuperado su presencia. No podía saber que nuestro último regalo sería saber que descansaba en paz, cuando habría podido ser al contrario, y que esta certeza sería desoladora y curativa para nosotros. Si hubiera sido capaz de prever todas estas cosas, habría sabido que mi padre desaparecería durante un día después del funeral, y que aquel pequeño cuchillo guardado en el armario de nuestro salón se iría con él, y que yo nunca le interrogaría al respecto.
Pero ante el hogar de Les Bains, los años que compartiríamos con ella se extendían ante nosotros como una bendición eterna. Empezaron pocos minutos después, cuando mi padre se levantó y me besó, estrechó la mano de Barley con momentáneo fervor y ayudó a Helen a levantarse del diván.
—Ven —dijo, y ella se apoyó en él, su historia terminada de momento, el rostro cansado pero dichoso. Acunó sus manos entre las de mi padre—. Vamos a la cama.
Hace un par de años se me presentó una extraña oportunidad, mientras me encontraba en Filadelfia para dar una conferencia, una reunión internacional de historiadores medievales. Nunca había estado en Filadelfia, y me intrigó el contraste entre nuestras reuniones, que exploraban un pasado monástico y feudal, y la dinámica metrópolis que nos rodeaba, con su historia más reciente de revolución y republicanismo esclarecedor. La vista desde mi habitación del piso catorce desplegaba una extraña mezcla de rascacielos y manzanas de casas del siglo XVII o XVIII, que parecían miniaturas a su lado.
Durante nuestras escasas horas de ocio, me escabullía de las interminables charlas acerca de objetos bizantinos para ver los auténticos en el magnífico Museo de las Artes, en el cual encontré el folleto de un pequeño museo y biblioteca literarios del centro, cuyo nombre había oído años atrás en labios de mi padre, y cuya colección tenía motivos para conocer. Era un lugar importante para los estudiosos de Drácula (cuyo número, por supuesto, había aumentado de manera considerable desde la primera investigación de mi padre), así como para muchos archivos de Europa. Recordé que allí era posible ver las notas de Bram Stoker para Drácula, seleccionadas de fuentes conservadas en la biblioteca del Museo Británico, y también un importante folleto medieval. La oportunidad era irresistible. Mi padre siempre había deseado ver esa colección. Me disponía a dedicarle una hora en su recuerdo. Una mina antipersonas le había matado más de diez años antes en Sarajevo, cuando se esforzaba por mediar en la peor conflagración que había conocido Europa desde hacía muchos años. Transcurrió casi una semana antes de que me enterara. La noticia me dejó inmersa en el silencio durante un año. Todavía le echaba de menos cada día, a veces cada hora.