Authors: Elizabeth Kostova
Fue así como me encontré en una pequeña habitación climatizada de una casa del siglo XIX, examinando documentos que no sólo hablaban de un pasado lejano, sino de la urgencia de las investigaciones de mi padre. Las ventanas daban a un par de árboles de la calle y a otros edificios de enfrente, con sus elegantes fachadas vírgenes de añadiduras modernas. Aquella mañana sólo había otra erudita en la pequeña biblioteca, una italiana que susurró en su móvil unos minutos antes de abrir los diarios manuscritos de alguien (me esforcé por no torcer el cuello para mirarlos) y empezar a leerlos. Cuando me acomodé con una libreta y un jersey ligero para defenderme del aire acondicionado, la bibliotecaria me trajo los papeles de Stoker y después una pequeña caja de cartón atada con una cinta.
Las notas de Stoker supusieron una agradable diversión, un ejemplo de cómo tomar notas de una manera caótica. Algunas estaban escritas con letra apretada, otras mecanografiadas en papel cebolla antiguo. Había intercalados recortes de periódicos sobre acontecimientos misteriosos y hojas de su calendario personal. Pensé que a mi padre le habrían gustado, que habría sonreído al ver los inocentes comentarios de Stoker sobre lo oculto. Pero al cabo de media hora las aparté a un lado y me dediqué a la otra caja. Albergaba un delgado volumen, con una pulcra cubierta probablemente del siglo XIX, cuarenta páginas impresas en un pergamino casi impoluto del siglo XV, un tesoro medieval, un grandioso exponente de la imprenta de tipos móviles. La portada era una xilografía, un rostro que yo conocía de mi larga tarea, los grandes ojos, desorbitados pero astutos al mismo tiempo, que me miraban fijamente, el espeso bigote que caía sobre la mandíbula cuadrada, la larga nariz, elegante pero amenazadora, los labios sensuales apenas visibles.
Era un folleto de Nüremberg, impreso en 1491, y hablaba de los crímenes de Dracole Waida, su crueldad, sus festines sangrientos. Conseguí entender, porque me resultaban familiares, las primeras líneas del alemán medieval: «En el año de Nuestro Señor de 1456, Drácula hizo muchas cosas terribles y curiosas». La biblioteca había adjuntado una hoja con la traducción, y en ella volví a leer con un estremecimiento algunos de los crímenes de Drácula contra la humanidad. Había asado vivas a personas, las había desollado, enterrado hasta el cuello, empalado bebés aferrados a los pechos de sus madres. Mi padre había examinado folletos semejantes, por supuesto, pero habría valorado éste por su sorprendente frescura, la solidez del pergamino, su estado casi perfecto. Después de cinco siglos, parecía recién impreso. Su pureza me desconcertaba, y al cabo de un rato me alegré de guardarlo y atar la cinta de nuevo, mientras me preguntaba por qué había querido verlo en persona. Aquella mirada arrogante me traspasó hasta que cerré el libro.
Recogí mis pertenencias, con la sensación de haber concluido un peregrinaje, y di las gracias a la amable bibliotecaria. Parecía complacida por mi visita. El folleto era uno de sus objetos favoritos, hasta había escrito un artículo sobre él. Nos despedimos con palabras cordiales y un apretón de manos, y yo bajé a la tienda de regalos, y de allí salí a la calle calurosa, que olía a los tubos de escape de los coches y a comida que se podía conseguir por allí cerca. El contraste entre el aire purificado del museo y el fragor de la ciudad me llevó a pensar que la puerta de roble parecía cerrada de una manera ominosa, de modo que aún me sobresaltó más ver salir corriendo a la bibliotecaria.
—Creo que se ha olvidado esto —dijo—. Me alegro de haberla alcanzado.
Me dirigió la sonrisa tímida de quien te devuelve un tesoro (no le habría gustado extraviar esto), la cartera, las llaves, un brazalete de excelente calidad.
Le di las gracias y acepté el libro y la libreta que me ofrecía, sobresaltada de nuevo, al tiempo que asentía en señal de aceptación, y la mujer desapareció en el interior del edificio con la misma rapidez con que había salido. La libreta era mía, desde luego, aunque creía que la había guardado en mi maletín antes de salir. El libro era... Ahora no puedo decir qué pensé que era en aquel primer momento, sólo que la portada era de un terciopelo sobado y antiguo, muy antiguo, y que me resultó conocido y desconocido al mismo tiempo bajo la mano. El pergamino del interior no poseía la lozanía del folleto que había examinado en la biblioteca. Pese a que sus páginas estaban vacías, olía a siglos de manipulación. La feroz imagen del centro se abrió en mi mano antes de poder impedirlo, y se cerró antes de que pudiera contemplarla durante mucho rato.
Me quedé inmóvil en la calle, invadida por una sensación de irrealidad. Los coches que pasaban eran tan sólidos como antes, sonó la bocina de uno, un hombre que llevaba a un perro sujeto con una correa intentó pasar entre mí y un árbol. Alcé la vista al instante hacia las ventanas del museo, pensando en la bibliotecaria, pero los vidrios sólo reflejaban las casas de delante. No se movía ninguna cortina de encaje, y ninguna puerta se cerró al instante cuando miré alrededor de mí. No vi nada anormal en la calle.
En la habitación de mi hotel dejé mi libro sobre la mesa con cubierta de cristal y me lavé la cara y las manos. Después me acerqué a las ventanas y contemplé la vista de la ciudad. Un poco más abajo de la manzana vi la majestuosa fealdad del ayuntamiento de Filadelfia, con la estatua del pacifista William Penn en equilibrio sobre la parte superior. Desde aquel punto, los parques eran cuadrados verdes formados por copas de árboles. Las torres de los bancos reflejaban la luz. Lejos, a mi izquierda, vi el edificio federal que había sido bombardeado el mes anterior, las grúas rojas y amarillas que trabajaban en el centro, y oí el rugido de los trabajos de reconstrucción.
Pero no fue esa escena la que abarcaron mis ojos. Estaba pensando, pese a todo, en otra, que me daba la impresión de haber visto antes. Me apoyé contra la ventana, sentí el calor del verano, me sentí extrañamente segura pese a la altura que me separaba del suelo, como si la inseguridad perteneciera a un plano de la existencia completamente diferente.
Estaba imaginando una transparente mañana de otoño de 1476, una mañana lo bastante fría para que la niebla se elevara de la superficie del lago. Una barca encalla en el borde de la isla, bajo las murallas y las cúpulas, con sus cruces de hierro. Se oye el suave roce de la proa de madera contra las rocas, y dos monjes salen corriendo de entre los árboles para tirar de ella hacia la orilla. El hombre que desciende está solo y los pies que posa sobre el muelle de piedra están protegidos por unas excelentes botas de cuero rojo, cada una provista de una espuela. Es más bajo que los dos jóvenes monjes, pero da la impresión de que se alza sobre ellos. Va vestido de damasco púrpura y rojo bajo una larga capa de terciopelo negro, ceñida sobre su ancho pecho con un broche muy adornado. Se toca la cabeza con un gorro puntiagudo negro, con plumas rojas sujetas a la parte delantera. Su mano, cuyo dorso está surcado de cicatrices, juguetea con la espada corta sujeta al cinto. Sus ojos son verdes, separados y de un tamaño preternatural, la boca y la nariz crueles, el pelo y el bigote negros veteados de blanco.
Ya han avisado al abad, el cual corre a recibirle bajo los árboles.
—Nos sentimos honrados, mi señor —dice, y extiende la mano. Drácula besa su anillo y el abad hace la señal de la cruz—. Bendito seas, hijo mío —añade en señal espontánea de agradecimiento. Sabe que la aparición del príncipe es poco menos que milagrosa. Es muy probable que Drácula haya atravesado territorios conquistados por los turcos para llegar hasta allí. No es la primera vez que el amo del abad aparece como por intercesión divina. El abad se ha enterado de que los habitantes de Curtea de Arges no tardarán en nombrar de nuevo a Drácula gobernador de Valaquia, y entonces, sin duda, el Dragón expulsará por fin a los turcos de la región. Los dedos del abad tocan la amplia frente del príncipe cuando le bendice.
—Nos imaginamos lo peor cuando no vinisteis en primavera. Dios sea alabado.
Drácula sonríe pero no dice nada, y dirige al abad una larga mirada. Ya han discutido acerca de la muerte en anteriores ocasiones, recuerda el abad. Al confesarse, Drácula le ha preguntado varias veces si él, un hombre santo, cree que todos los pecadores serán admitidos en el paraíso si se arrepienten con sinceridad. Al abad le preocupa sobremanera que su amo reciba la extremaunción cuando llegue el momento, aunque tiene miedo de decírselo. No obstante, gracias a la diplomática insistencia del abad, Drácula ha vuelto a bautizarse en la verdadera fe para demostrar su arrepentimiento por haberse convertido de manera temporal a la herética Iglesia occidental. El abad se lo ha perdonado todo en privado, todo. ¿Acaso no ha dedicado Drácula toda su vida a repeler a los infieles, al monstruoso sultán que está derribando todas las murallas de la cristiandad? Pero en privado se pregunta si el Todopoderoso aceptará a ese hombre extraño. Confía en que Drácula no saque a colación el tema del paraíso, y se siente aliviado cuando el príncipe solicita ver los progresos que ha hecho en su ausencia. Pasean juntos alrededor del patio del monasterio, y las gallinas huyen despavoridas a su paso. Drácula inspecciona los edificios recién terminados y los huertos en flor con mirada de satisfacción, y el abad se apresura a enseñarle los caminos que han abierto desde su última visita.
Toman té en la cámara del abad, y después Drácula deposita una bolsa de terciopelo ante el monje.
—Abridla —dice, al tiempo que se alisa el bigote. Está sentado con las musculosas piernas abiertas. La espada omnipresente cuelga todavía a su lado. Al abad te gustaría que Drácula hiciera sus regalos con más humildad, pero abre la bolsa en silencio—. Tesoros turcos — dice Drácula con una amplia sonrisa. Se le ha caído un diente de abajo, pero los demás se ven blancos y fuertes. El abad encuentra dentro de la bolsa joyas de una belleza absoluta, grandes ramilletes de esmeraldas y rubíes, pesados anillos de oro y broches de manufactura otomana, y entre ellos otros objetos, incluida una hermosa cruz de oro engastada de zafiros oscuros. El abad no quiere saber cuál es su procedencia—. Amueblaremos la sacristía y pondremos una nueva pila bautismal —dice Drácula—. Quiero que traigáis artesanos de donde más os plazca. Esto pagará con largura sus servicios, y quedará suficiente para mi tumba.
—¿Vuestra tumba, mi señor?
El abad clava la mirada respetuosamente en el suelo.
—Sí, eminencia. —Acerca de nuevo la mano al pomo de la espada—. He estado pensando en ello y me gustaría que me enterraran ante el altar, con una losa de mármol encima. Me dispensaréis la mejor ceremonia cantada posible, por supuesto. Mandad que venga un segundo coro a tal efecto. —El abad hace una reverencia, pero el rostro del hombre el brillo calculador en los ojos verdes le acobardan—. Además, haré otras peticiones, que recordaréis con exactitud. Quiero que pinten mi retrato en la losa, sin cruz.
El abad alza la vista sorprendido.
—¿Sin cruz, mi señor?
—Sin cruz —afirma el príncipe. Mira fijamente al abad, y por un momento éste no se atreve a hacer más preguntas, pero es el consejero espiritual del hombre, y al cabo de otro momento habla.
—Todas las tumbas llevan la marca del sufrimiento de nuestro Salvador, y la vuestra ha de recibir el mismo honor.
El rostro de Drácula se nubla.
—No pienso plegarme durante mucho tiempo a la muerte —dice en voz baja.
—Sólo hay una forma de escapar a la muerte —contesta con valentía el abad—, y es por mediación del Redentor, si Él nos concede Su gracia.
Drácula le mira durante unos segundos, y el abad se esfuerza por no desviar la mirada.
—Tal vez —dice el príncipe por fin—. Pero hace poco conocí a un hombre, un mercader que ha viajado a un monasterio de Occidente. Dijo que existe un lugar en la Galia, la iglesia más antigua de esa parte del mundo, en que algunos monjes han vencido a la muerte mediante métodos secretos. Se ofreció a venderme esos secretos, que ha anotado en un libro.
El abad se estremece.
—Dios nos libre de tales herejías —se apresura a decir—. Estoy seguro, hijo mío, de que habéis rechazado esa tentación.
Drácula sonríe.
—Ya sabéis que soy un amante de los libros.
—Sólo hay un libro verdadero, el que debemos amar con todo nuestro corazón y nuestra alma —dice el abad sin poder apartar la vista de la mano surcada de cicatrices del príncipe y del pomo incrustado con el que juega. Drácula lleva un anillo en el dedo meñique. El abad conoce bien, sin necesidad de mirarlo, el feroz símbolo grabado.
—Vamos. —Para alivio del abad, da la impresión de que Drácula se ha cansado de la discusión, y se levanta con movimientos ágiles y vigorosos—. Quiero ver a vuestros escribas. Pronto les encargaré un trabajo especial.
Entran juntos en el diminuto
scriptorium
, donde tres monjes están copiando manuscritos al estilo antiguo, y uno talla letras para imprimir una página sobre la vida de san Antonio. La imprenta se alza en una esquina. Es la primera imprenta de Valaquia, y Drácula posa una mano orgullosa sobre ella, una mano pesada y cuadrada. El monje de mayor edad está de pie ante una mesa cercana a la imprenta, tallando un bloque de madera. Drácula se inclina sobre él.
—¿Qué será esto, padre?
—San Miguel matando al dragón, excelencia —murmura el monje. Los ojos que alza están nublados, casi ocultos bajo las cejas blancas.
—Sería mejor el dragón matando a los infieles —dice Drácula, y lanza una risita.
El monje asiente, pero el abad se estremece una vez más por dentro.
—Tengo un encargo especial para vos —le dice Drácula—. Dejaré un esbozo al señor abad.
Se detiene bajo la luz del sol.
—Me quedaré al servicio y tomaré la comunión. —Sonríe al abad—. ¿Tenéis una cama para mí esta noche en alguna celda?
—Como siempre, mi señor. Esta casa de Dios es vuestro hogar.
—Y ahora, subamos a mi torre.
El abad conoce bien esta costumbre de su amo. A Drácula siempre le gusta contemplar el lago y las orillas circundantes desde el punto más elevado de la iglesia, como si buscara enemigos. Tiene buenos motivos, piensa el abad. Los otomanos aspiran a su cabeza año tras año, el rey de Hungría no le tiene en buena estima, sus propios boyardos le odian y temen.
¿Hay alguien que no sea su enemigo, aparte de los residentes en esta isla? El abad le sigue poco a poco por la escalera de caracol, haciendo acopio de fuerzas para soportar el repique de las campanas, que pronto empezará, y que aquí arriba suenan muy fuerte.