Authors: Elizabeth Kostova
Por un momento, fingir otra vez que estaba soñando me resultó de ayuda.
—¿Adónde la trasladará?
¿Y me iré yo con ella?, tendría que haber añadido.
—A un lugar antiguo, mucho más antiguo que éste, que conserva muchos recuerdos hermosos para mí. Un lugar remoto, pero más próximo a las grandes ciudades modernas, al que pueda ir y venir con facilidad. Instalaremos la biblioteca allí y usted aumentará su volumen notablemente. —Me miró con una especie de confianza que habría podido pasar por afecto en un rostro humano. Después se levantó con un movimiento extraño y vigoroso—. Ya hemos conversado bastante por esta noche. Usted está cansado.
Utilizaremos estas horas para leer un poco, como es mi costumbre, y después saldremos.
Cuando llegue la mañana, ha de tomar papel y plumas, que encontrará cerca de la imprenta, y empezará a catalogar. Mis libros ya están agrupados por categorías, antes que por siglos o décadas. Ya lo verá. También hay una máquina de escribir, que me he encargado de facilitarle. Tal vez desee compilar el catálogo en latín, pero eso lo dejo a su discreción. Por supuesto, goza de absoluta libertad, ahora y en cualquier momento, para leer lo que le plazca.
Con esto se levantó de la butaca y eligió un libro de la mesa, y luego volvió a sentarse con él. Tuve miedo de no imitarle con diligencia, de modo que cogí el primer volumen que cayó en mis manos. Era una de las primeras ediciones de El príncipe de Maquiavelo, acompañado de una serie de discursos sobre moralidad que yo nunca había visto ni de los que había oído hablar. En el estado de ánimo en que me hallaba no pude ni empezar a descifrarlo, pero contemplé el tipo de imprenta y pasé una o dos páginas al azar. Drácula parecía absorto en su libro. Le miré de reojo, y me pregunté cómo se había acostumbrado a esa existencia subterránea y nocturna, la vida de un erudito, después de una vida de guerra y acción.
Por fin se levantó y dejó su libro a un lado. Se internó en las tinieblas de la gran sala sin decir palabra, de manera que ya no pude distinguir su forma. Después oí una especie de ruido seco, como el de un animal arrastrándose sobre tierra desmenuzada o como el chasquido de una cerilla, aunque no apareció ninguna luz, y me sentí muy solo. Agucé el oído, pero no supe en qué dirección se había ido. Esta noche, al menos, no se iba a ensañar conmigo. Me pregunté temeroso qué me estaba reservando, cuando habría podido convertirme en su sicario en un abrir y cerrar de ojos, al tiempo que saciaba su sed. Estuve sentado unas horas, levantándome de vez en cuando para estirar mi cuerpo dolorido. No me atreví a dormir durante el transcurso de la noche, pero debí adormecerme un poco pese a mi resistencia justo antes del amanecer, porque desperté de repente y sentí un cambio en el aire, aunque no entraba ninguna luz en la cámara sumida en las tinieblas. Vi la forma de Drácula, cubierta con su capa, acercarse al fuego.
—Buenos días —dijo sin alzar la voz, y se encaminó hacia la pared oscura donde estaba mi sarcófago. Yo me había puesto en pie, espoleado por su presencia. Una vez más, no pude verle, y un profundo silencio envolvió mis oídos.
Al cabo de un largo rato levanté mi vela y volvía encender el candelabro, así como otros que estaban fijados a las paredes. Descubrí en muchas de las mesas lámparas de cerámica o pequeños faroles de hierro, y encendí unos cuantos. La iluminación significó un alivio para mí, pero me pregunté si alguna vez volvería a ver la luz del día, o si va había empezado una eternidad de oscuridad y llamas de vela oscilantes. Esta perspectiva se extendía ante mí como una variación del infierno. Al menos ahora podía ver algo más de la cámara. Era muy profunda en todas direcciones, y las paredes estaban tapizadas de grandes armarios y estanterías. Vi por todas partes libros, cajas, rollos de pergamino, manuscritos, montañas e hileras de la inmensa colección de Drácula. Junto a una pared se alzaban las formas oscuras de tres sarcófagos. Me acerqué con mi luz. Los dos más pequeños estaban vacíos. En uno de ellos debía haberme despertado yo.
Entonces vi el mayor sarcófago de todos, una gran tumba más señorial que las demás, enorme a la luz de las velas, de nobles proporciones. En un lado había una palabra, tallada en letras latinas: DRÁCULA. Levanté mi vela y miré el interior, contra mi voluntad. El gran cuerpo yacía inerte. Por primera vez pude ver su rostro cruel y hermético con toda claridad, y seguí contemplándolo pese a mi repugnancia. Tenía el ceño muy fruncido, como a causa de un sueño perturbador, los ojos abiertos y fijos, de modo que parecía más muerto que dormido, la piel de un amarillo cerúleo, las largas pestañas inmóviles, sus facciones, fuertes y casi hermosas, translúcidas. Una cascada de largo pelo negro caía alrededor de sus hombros y llenaba los costados del sarcófago. Lo más horrible era el intenso color de sus mejillas y labios, y el aspecto pletórico de su rostro y su forma, que no poseía a la luz del fuego. Me había perdonado la vida por un tiempo, cierto, pero por la noche, en algún lugar, se había saciado. El pequeño punto de mi sangre había desaparecido de sus labios. Habían adquirido un tono rubí bajo el bigote oscuro. Parecía tan lleno de vida y salud artificiales que se me heló la sangre en las venas al ver que no respiraba. Su pecho no subía ni bajaba.
También era extraño verle vestido de manera diferente, con prendas de tan excelente calidad como las que había visto antes, túnica y botas de un rojo profundo, capa y gorro de terciopelo púrpura. El manto se veía un poco raído sobre los hombros, y el gorro iba provisto de una pluma marrón. Brillaban joyas en el cuello de la túnica.
Me quedé mirando hasta que tan extraña visión estuvo a punto de provocarme un desmayo, y después retrocedí un paso para intentar serenarme. Aún era temprano. Me quedaban algunas horas hasta la puesta de sol. Primero buscaría una forma de escapar y después un medio de destruir al ser mientras dormía, de forma que, triunfara o no en mi intentona, pudiera huir de inmediato. Así la luz con firmeza. Baste decir que busqué durante más de dos horas en la gran cámara de piedra, y no descubrí ninguna ruta de escape. En un extremo, enfrente del hogar, había una gran puerta de madera con candado de hierro, con el cual forcejeé hasta terminar cansado y dolorido. No se movió un ápice. De hecho, creo que llevaba muchos años sin abrirse. No había otros medios de salir, ni otra puerta, ni túnel, ni piedra suelta, ni abertura de ningún tipo. No había ventanas, por supuesto, y me convencí
de que nos hallábamos a una gran profundidad. El único hueco de las paredes era el que albergaba los tres sarcófagos, y sus piedras también eran inamovibles. Fue un tormento para mí palpar aquella pared delante de la cara inmóvil de Drácula, con sus enormes ojos abiertos. Aunque no se movieron en ningún momento, intuí que debían poseer algún poder secreto de ver y maldecir.
Me senté de nuevo junto al fuego para recuperar mis fuerzas desfallecientes. Mientras me calentaba las manos observé que el fuego nunca perdía fuerza, si bien consumía ramas y troncos reales, y proyectaba un calor palpable y reconfortante. También me di cuenta por primera vez de que no echaba humo. ¿Había estado ardiendo toda la noche? Pasé una mano sobre mi cara a modo de advertencia. Necesitaba hasta el último átomo de cordura. De hecho (en ese momento tomé la decisión), convertiría en un deber mantener intacta mi fibra mental y moral hasta el último momento. Eso sería mi sostén, mi último recurso.
Una vez serenado, reanudé mi investigación de manera sistemática, en busca de cualquier manera de destruir a mi monstruoso anfitrión. Si lo lograba, de todos modos moriría aquí solo, sin escapatoria, pero él nunca más abandonaría esta cámara para sembrar el terror en el mundo exterior. Pensé fugazmente, y no por primera vez, en el consuelo del suicidio, pero no me lo podía permitir. Ya estaba corriendo el peligro de convertirme en algo similar a Drácula, y la leyenda afirmaba que cualquier suicida podía transformarse en No Muerto sin la contaminación añadida que yo había recibido, una leyenda cruel, pero debía hacerle caso. Esa vía me estaba prohibida. Registré hasta el último rincón de la sala, abrí cajones y cajas, investigué en estantes, con mi vela en alto. Era improbable que el inteligente príncipe me hubiera dejado algún arma susceptible de ser utilizada contra él, pero tenía que buscar.
No encontré nada, ni siquiera un trozo de madera que pudiera utilizar a modo de estaca.
Por fin, volví hacia el gran sarcófago central, temeroso del último recurso que contenía: el cuchillo que el propio Drácula portaba al cinto. Su mano surcada de cicatrices se cerraba sobre el pomo. Era posible que el cuchillo fuera de plata, en cuyo caso podría hundirlo en su corazón si me sentía con fuerzas. Me senté un momento para hacer acopio de valentía y para vencer mi repulsión. Después me levanté y acerqué con cautela mi mano al cuchillo, mientras sostenía en alto la vela. Mi roce no produjo ninguna reacción en el rostro rígido, si bien dio la impresión de que su cruel expresión se acentuaba. Pero descubrí aterrorizado que la gran mano estaba cerrada sobre el pomo por un motivo. Tendría que abrirla para liberar el arma. Apoyé mi mano sobre la de Drácula, y sentir su tacto significó un horror indescriptible que no deseo a nadie más. Su mano estaba cerrada como una piedra sobre el pomo del cuchillo. No podía abrirla, ni siquiera moverla. Habría sido como intentar arrancar un cuchillo de mármol de la mano de una estatua. Daba la impresión de que los ojos destilaban odio. ¿Se acordaría de esto más tarde, cuando se despertara? Me rendí, agotado y asqueado hasta extremos inconcebibles, y me senté otra vez en el suelo con mi vela.
Por fin, al ver que mis planes no podían alcanzar el éxito, elegí una nueva estrategia.
Primero me obligaría a dormir un corto rato, a eso del mediodía, para despertar mucho antes que Drácula. Lo conseguí durante una o dos horas, creo (he de encontrar una forma mejor de calcular o medir el tiempo en este vacío), tendiéndome ante el hogar con la chaqueta doblada bajo la cabeza. Nada habría podido convencerme de volver al sarcófago, pero el calor de las piedras proporcionó cierto consuelo a mis extremidades doloridas.
Cuando desperté, me esforcé por captar algún sonido, pero un silencio de muerte reinaba en la cámara. Encontré un suculento banquete sobre la mesa cercana a mi silla, aunque Drácula seguía en el mismo estado catatónico en su tumba. Después fui en busca de la máquina de escribir que había visto antes. Con ella he estado escribiendo desde entonces, con la mayor rapidez posible, para dar cuenta de todo lo que he observado. De esta manera he conseguido recuperar cierto sentido del tiempo, puesto que conozco la velocidad con que escribo a máquina y el número de páginas que puedo hacer en una hora. Estoy escribiendo estas últimas líneas a la luz de una vela. He apagado las otras para ahorrarlas. Estoy famélico, y tengo un frío horroroso debido a la humedad y a estar lejos del fuego.
Esconderé estas páginas y me entregaré al trabajo que Drácula me ha encomendado, para que vea que he seguido sus instrucciones cuando despierte. Mañana intentaré escribir más, si todavía estoy vivo y lo bastante entero para hacerlo.
Segundo día
Después de escribir mi primer informe, doblé las páginas escritas y las guardé en un armario cercano, donde pudiera recuperarlas luego, pero donde fueran invisibles desde cualquier ángulo. A continuación cogí una vela nueva y deambulé poco a poco entre las mesas. Había decenas de miles de libros en la gran sala, calculé, tal vez cientos de miles, contando los rollos de pergamino y los manuscritos. No sólo había libros sobre las mesas, sino que estaban apilados en los armarios y en las estanterías de las paredes. Daba la impresión de que los libros medievales estaban mezclados con libros en folio del Renacimiento e impresiones modernas. Descubrí un primitivo libro en cuarto de Shakespeare (relatos), al lado de un volumen de santo Tomás de Aquino. Había voluminosas obras de alquimia del siglo XVI junto a un armario completo de rollos de pergamino árabes muy esclarecedores. Otomanos, supuse. Había sermones puritanos sobre brujería, pequeños volúmenes de poesía del siglo XIX y largos trabajos de filosofía y criminología de nuestro siglo. No, no existía una pauta temporal, pero sí que distinguí una que emergía con bastante claridad.
Ordenar los libros tal como estarían colocados en la colección de historia de una biblioteca normal exigiría semanas o meses, pero como Drácula consideraba que estaban clasificados según sus propios intereses, los dejaría tal como estaban e intentaría diferenciar un tipo de colección de otra. Pensé que la primera colección empezaba en la pared de la cámara cercana a la puerta inamovible, distribuida en tres armarios y dos grandes mesas: obras sobre el arte de gobernar y de estrategia militar, podría llamarse.
Aquí encontré más obras de Maquiavelo, en exquisitos libros en folio de Padua y Florencia. Descubrí una biografía de Aníbal escrita por un inglés del siglo XVIII y un manuscrito griego que acaso procedía de la biblioteca de Alejandría: Heródoto, anales de las guerras atenienses. Empecé a experimentar un nuevo escalofrío a medida que pasaba de libro a manuscrito, y cada uno era más asombroso que el anterior. Había una primera edición manoseada del Mein Kampf, y un diario en francés (escrito a mano, manchado en algunos puntos de moho marrón) que parecía, por sus primeras fechas y descripciones, documentar el Reinado del Terror desde el punto de vista de un funcionario del Gobierno. Me gustaría examinarlo con más detenimiento en fechas posteriores. Por lo visto, el autor no se había querido identificar. Encontré un grueso volumen sobre las tácticas empleadas por Napoleón en sus primeras campañas militares, impreso mientras se hallaba en Elba, calculé. Sobre una de las mesas, descubrí en una caja un texto mecanografiado en alfabeto cirílico. Mi ruso es rudimentario, pero los encabezamientos me convencieron de que era un informe interno de Stalin dirigido a un mando del Ejército. No conseguí entender gran cosa, pero contenía una larga lista de nombres rusos y polacos.
Ésas fueron algunas de las obras que logré identificar. También había muchos libros y manuscritos cuyos autores o temas eran nuevos por completo para mí. Acababa de empezar una lista de todo lo que había podido identificar, agrupándolo aproximadamente por siglos, cuando sentí un profundo frío, como una brisa donde no había brisa, y vi aquella extraña figura de pie a unos tres metros de distancia, al otro lado de una mesa.
Iba vestido con los ropajes rojos y violetas que había visto en el sarcófago, y era más voluminoso y sólido de lo que me parecía recordar de la noche anterior. Esperé, mudo, a ver si me atacaba al instante. ¿Recordaría mi intento de apoderarme de su cuchillo? Pero inclinó un poco la cabeza, como a modo de saludo.
—Veo que ha empezado a trabajar. No me cabe duda de que querrá hacerme preguntas.
Primero, vamos a desayunar, y después hablaremos de mi colección.
Vi un destello en su cara, pese a la oscuridad de la sala, tal vez el destello de un ojo brillante. Me precedió con aquella zancada inhumana pero imperiosa hasta la chimenea, y allí encontré nuevamente comida caliente y bebida, incluyendo un té humeante que alivió mis extremidades heladas. Drácula se sentó y contempló el fuego carente de humo, con la cabeza erguida sobre los grandes hombros. Sin el menor deseo, pensé en la decapitación de su cadáver. En ese punto, todas las crónicas coincidían. ¿Cómo conservaba la cabeza, o es que se trataba sólo de una ilusión? El cuello de la túnica se alzaba bajo su barbilla, y los rizos oscuros caían a su alrededor hasta posarse sobre los hombros.
—Bien —dijo—, vamos a dar un breve paseo. —Encendió todas las velas de nuevo, y le seguí de mesa en mesa, mientras encendía los faroles—. Tendremos algo que leer —No me gustó el efecto que causaba la luz sobre su cara cuando se inclinaba sobre cada llama nueva, y traté de mirar sólo los títulos de los libros. Se acercó a mí cuando me paré ante unas filas de rollos de pergamino y libros en árabe en los que había reparado antes. Para mi alivio, aún se encontraba a unos dos metros de distancia, pero un olor acre surgía de su presencia, y estuve a punto de desmayarme. Debo conservar la serenidad, pensé. Es imposible saber qué pasará esta noche—. Veo que ha descubierto uno de mis trofeos — estaba diciendo. Percibí un retumbar de satisfacción en su fría voz—. Son mis pertenencias otomanas. Algunas son muy antiguas, de los primeros días de su diabólico imperio, y este estante contiene volúmenes de sus últimos años. —Sonrió a la luz mortecina—. No puede imaginarse qué satisfacción me dio ver morir su civilización. Su fe no está muerta, por supuesto, pero sus sultanes han desaparecido para siempre, y yo les he sobrevivido. — Pensé por un momento que iba a reír, pero siguió hablando en tono serio—. Aquí hay grandes libros, confeccionados para el sultán, acerca de sus numerosas tierras. Esto es — tocó el borde de un rollo— la historia de Mehmet, ojalá se pudra en el infierno, escrita por un historiador cristiano convertido en adulador. Que también se pudra en el infierno. Yo mismo intenté encontrarle, me refiero al historiador, pero murió antes de que pudiera atraparle. Aquí están los informes sobre las campañas de Mehmet, escritas por sus propios aduladores, y sobre la caída de la Gran Ciudad. ¿Sabe leer árabe?
—Muy poco —confesé.
—Ah. —Parecía divertido—. Tuve la oportunidad de aprender su idioma y escritura mientras era su prisionero. ¿Sabe que fui esclavo de ellos?
Asentí, pero procuré no mirarle.
—Sí, mi propio padre me entregó al padre de Mehmet como garantía de que no declararíamos la guerra al imperio. Imagínese, Drácula un peón en manos de los infieles.
No perdí el tiempo. Aprendí todo lo que pude sobre ellos con el fin de superarlos en todo. Fue entonces cuando juré hacer historia, no ser su víctima. —Su voz era tan feroz que le miré a mi pesar, y distinguí aquel terrible fuego en su cara, el odio, la mueca de su boca bajo el largo bigote. Entonces rió, y el sonido fue igualmente aterrador—. Yo he triunfado, y ellos han desaparecido. —Apoyó la mano sobre un espléndido volumen encuadernado en tela—. El sultán me tenía tanto miedo que fundó una orden de caballeros encargada de perseguirme. Aún quedan algunos dispersos en Tsarigrad. Un engorro. Pero cada vez son menos, su número está disminuyendo a marchas forzadas, mientras mis sirvientes se multiplican a lo largo y ancho del globo. —Enderezó su cuerpo poderoso—. Venga. Le enseñaré mis otros tesoros, y usted me dirá cómo se propone catalogarlos.
Me guió de una sección a otra, indicando rarezas, y me di cuenta de que mis suposiciones acerca de las pautas de su colección eran correctas. Vi un armario de buen tamaño lleno de manuales de tortura, algunos de los cuales se remontaban a la antigüedad. Abarcaban las prisiones de la Inglaterra medieval, las cámaras de tortura de la Inquisición, los experimentos del Tercer Reich. Algunos volúmenes renacentistas incluían xilografías de instrumentos de tortura, y otros, diagramas del cuerpo humano. Otra sección de la sala documentaba las herejías religiosas para las que se habían empleado muchos de aquellos manuales de tortura. Otro rincón estaba dedicado a la alquimia, otro a la brujería, otro a la filosofía del tipo más inquietante.
Drácula se detuvo ante una gran estantería y apoyó la mano sobre ella con afecto.
—Ésta es de especial interés para mí, y lo será para usted, creo. Estas obras son mis biografías.
Cada volumen estaba relacionado de alguna manera con su vida. Había obras de historiadores bizantinos y otomanos (algunos eran originales muy raros), y sus numerosas reimpresiones a través de los siglos. Había folletos medievales rusos, alemanes, húngaros y de Constantinopla, todos los cuales documentaban sus crímenes. No había oído hablar de muchos de ellos en el curso de mi investigación, y experimenté una oleada irracional de curiosidad, antes de caer en la cuenta de que ya no tenía motivos para terminar la investigación. También había numerosos volúmenes de tradiciones populares, desde el siglo XVIl en adelante, que versaban sobre la leyenda de los vampiros. Se me antojó extraño y terrible que los incluyera entre sus biografías. Posó su enorme mano sobre una de las primeras ediciones de la novela de Bram Stoker y sonrió, pero no dijo nada. Después se trasladó en silencio hacia otra sección.
—Ésta también le interesará de manera especial —dijo—. Son obras de historiadores de su siglo, el veinte. Un siglo estupendo. Ardo en deseos de presenciar el resto. En mis tiempos, un príncipe sólo podía eliminar a los elementos subversivos de uno en uno. Ustedes lo hacen a lo grande. Piense, por ejemplo, en las mejoras alcanzadas desde el maldito cañón que derribó las murallas de Constantinopla hasta el fuego divino que su país de adopción arrojó sobre las ciudades japonesas hace unos años. —Me dedicó un amago de reverencia, a modo de felicitación—. Ya habrá leído muchas de estas obras, profesor, pero tal vez las revisará desde una nueva perspectiva.
Por fin me condujo al lado del fuego una vez más, y encontré otro té humeante al lado de mi butaca. Cuando los dos estuvimos acomodados, se volvió hacia mí.
—No tardaré en ir a tomar mi colación —dijo en voz baja—, pero antes le haré una pregunta. —Mis manos se pusieron a temblar sin que pudiera evitarlo. Hasta el momento había intentado hablar con él lo menos posible, sin incurrir en su ira—. Ha disfrutado de mi hospitalidad, la máxima que puedo ofrecer aquí, y de mi fe ilimitada en sus dones. Gozará de la vida eterna a la que sólo unos pocos seres pueden aspirar. Puede acceder con entera libertad al mejor archivo de su clase que existe sobre la faz de la Tierra. Están a su disposición obras muy raras, que no se pueden ver en ningún otro sitio. Todo esto es suyo.
—Se removió en su butaca, como si le costara mantener inmóvil durante demasiado tiempo su gran cuerpo de No Muerto—. Además, es usted un hombre de raciocinio e imaginación sin parangón, de afinada precisión y profundo discernimiento. Mucho he de aprender de sus métodos de investigación, de la síntesis de sus fuentes, de su imaginación. Por todas estas cualidades, así como por la gran erudición que alimentan, le he traído aquí, a mi gruta del tesoro.
Hizo una pausa. Miré su cara, incapaz de apartar la vasta. Contempló el juego.
—Gracias a su inflexible honestidad, es capaz de ver la lección de la historia —dijo—. La historia nos ha enseñado que la naturaleza del hombre es malvada basta extremos sublimes.
El bien no se puede perfeccionar, pero la maldad sí. ¿Por qué no utiliza su gran mente al servicio de lo que se puede perfeccionar? Le pido, amigo mío, que se sume de buen grado a mi investigación. Si lo hace, se ahorrará grandes angustias, y me ahorrará a mí considerables problemas. Juntos haremos avanzar el trabajo del historiador hasta extremos inconcebibles. No existe pureza como la pureza de los sufrimientos del historiador. Usted poseerá lo que desea todo historiador: la historia será realidad para usted. Nos lavaremos la mente con sangre.
Entonces me miró fijamente, y sus ojos, con su antiguo conocimiento, centellearon, y sus labios rojos se entreabrieron. Habría sido un rostro de la inteligencia más exquisita, pensé de repente, de no haber sido moldeado por tanto odio. Me esforcé por no desfallecer, por no entregarme a él en aquel mismo instante y postrarme de hinojos ante su voluntad. Era un líder, un príncipe. No toleraba limitaciones. Convoqué el amor que había sentido por todo cuanto había poseído durante mi vida y formé la palabra con la mayor firmeza posible.
—Nunca.
Su rostro se inflamó, pálido, las fosas nasales y los labios se agitaron.
—Morirá aquí, sin la menor duda, profesor Rossi —dijo tratando de controlar su ira—. Jamás abandonará estos aposentos vivo, aunque salga de ellos con una nueva vida. ¿Por qué no poder elegir un poco?
—No —dije sin alzar la voz.
Se levantó, amenazador, y sonrió.
—Entonces trabajará para mí en contra de su voluntad —dijo.
Una oscuridad empezó a formarse ante mis ojos, y me aferré por dentro a mi pequeña reserva de... ¿qué? Sentí un hormigueo en la piel y aparecieron estrellas ante mí que brillaban en la oscuridad de la cámara. Cuando se acercó más, vi su rostro sin máscara, una visión tan horrible que no puedo recordarla. Lo he intentado. Después, no me enteré de nada más durante mucho tiempo.
Desperté en mi sarcófago, a oscuras de nuevo, y pensé que era otra vez mi primer día, mi primer despertar en ese lugar, hasta que me di cuenta de que había sabido al instante dónde me hallaba. Estaba muy débil, mucho más débil esta vez, y la herida del cuello sangraba y dolía. Había perdido sangre, pero no tanta como para incapacitarme por completo. Al cabo de un rato conseguí moverme, bajar de mi prisión. Recordé el momento en que había perdido la conciencia. Vi, gracias al resplandor de las velas restantes, que Drácula dormía de nuevo en su gran tumba. Tenía los ojos abiertos, vidriosos, los labios rojos, la mano cerrada sobre el cuchillo. Di media vuelta, sumido en el más profundo horror del cuerpo y el alma, y fui a acuclillarme junto al fuego y a intentar comer los alimentos que me habían dejado.
Al parecer, su propósito es destruirme de manera gradual, tal vez dejarme abierta hasta el último momento la posibilidad que me ofreció anoche, con el fin de proporcionarle todo el poder de una mente entregada. Ahora sólo tengo un propósito; no, dos: morir con mi personalidad tan intacta como pueda, con la esperanza de que más tarde pueda contenerme un poco, cuando lleve a cabo las acciones terribles de un No Muerto, y seguir vivo el tiempo suficiente para escribir todo cuanto pueda en este informe, aunque lo más probable es que se convierta en polvo antes de ser leído. Estas ambiciones son mi único sostén en este momento. Es el destino más triste que me podía imaginar.