Authors: Elizabeth Kostova
Era probable que aquella piedra hubiera permanecido inmóvil durante siglos, pisada por los monjes que llevaban huesos al osario o transportaban vino al sótano. Aquella piedra no se había movido cuando el cadáver de un matador de turcos extranjero fue transportado en secreto allí y fue escondido en una tumba recién excavada en el suelo, ni cuando los monjes valacos celebraban una misa hereje sobre ella, ni cuando la policía otomana fue allí a buscar en vano su cuerpo, ni cuando los jinetes otomanos entraron en la iglesia con sus antorchas, ni cuando una nueva iglesia se alzó encima, ni cuando los huesos de Sveti Petko fueron conducidos al relicario para descansar cerca de ella, ni cuando los peregrinos se arrodillaban para recibir la bendición del mártir. Había descansado allí durante todos aquellos siglos hasta que yo la extraje bruscamente y le di un nuevo uso, y eso es todo cuanto puedo escribir al respecto.
Mayo de 1954
No tengo a nadie a quien poder escribir esto, y no albergo esperanzas de que sea encontrado alguna vez, pero me parecería un crimen no intentar documentar mis vivencias mientras pueda hacerlo, y sólo Dios sabe durante cuánto tiempo podré.
Fui secuestrado del despacho de mi universidad hace unos días. No estoy seguro de cuántos, pero supongo que aún estamos en mayo. Aquella noche me despedí de mi querido estudiante y amigo, el cual me había enseñado su ejemplar del libro diabólico que durante años había intentado olvidar. Le vi alejarse, provisto de toda la ayuda que podía ofrecerle.
Después cerré la puerta de mi despacho y me quedé sentado unos momentos, arrepentido y temeroso. Sabía que era culpable. Había reiniciado en secreto la investigación sobre la historia de los vampiros, y tenía toda la intención de aumentar mis conocimientos acerca de la leyenda de Drácula, y tal vez incluso de resolver al fin el misterio del paradero de su tumba. Había permitido que el tiempo, la racionalidad y el orgullo me convencieran de que reanudar mi investigación no acarrearía consecuencias. Admití mi culpa en mi interior incluso en aquel primer momento de soledad.
Me había acarreado terribles remordimientos entregar a Paul las notas de mi investigación y las cartas que había escrito acerca de mis experiencias, no porque deseara guardarlas, ya que todo mi deseo de reanudar la investigación se esfumó en cuanto él me enseñó su libro.
Sólo lamentaba profundamente poner a su alcance aquellos horribles conocimientos, si bien estaba seguro de que, cuanto más supiera, mejor podría defenderse. Sólo podía esperar que, si se producía algún castigo, sería yo la víctima y no Paul, con su optimismo juvenil, su zancada ligera, su brillantez no puesta a prueba. Él no puede tener más de veintisiete años.
Yo he vivido varios decenios y gozado de mucha felicidad inmerecida. Fue mi primer pensamiento. Los siguientes fueron de tipo más práctico. Aunque deseara protegerme, no contaba con nada para hacerlo, salvo mi fe en la racionalidad. Había guardado mis notas, pero no tenía ningún método tradicional de ahuyentar el mal: ni crucifijos, ni balas de plata, ni ristras de ajos. Nunca había recurrido a esos elementos, ni siquiera en el momento álgido de mi investigación, pero ahora empiezo a arrepentirme de haber aconsejado a Paul que empleara tan sólo las armas de su mente.
Estos pensamientos requirieron el intervalo de uno o dos minutos, que eran en realidad los únicos que tenía a mi disposición. Entonces, acompañada de una súbita ráfaga de aire frío y maloliente, una inmensa presencia descendió sobre mí, de modo que mi visión quedó reducida al mínimo y mi cuerpo dio la impresión de levantarse de la silla aterrorizado. Me rodeaba por todas partes, perdí la vista al punto y pensé que debía estar muriendo, aunque ignoraba la causa. Me asaltó la visión más extraña de juventud y amor; una sensación más que una visión, la sensación de un Rossi mucho más joven y embriagado de amor por algo o alguien. Tal vez sea eso lo que sucede al morir. En ese caso, cuando llegue mi momento, y llegará pronto, con independencia de la forma terrible que adopte, espero que esa visión vuelva a acompañarme en el último momento.
Después de esto no recuerdo nada, y esa «nada» se prolongó durante un período de tiempo incalculable, ni entonces ni ahora. Cuando volví poco a poco en mí, me asombró descubrir que estaba vivo. Durante aquellos primeros segundos no pude ver ni oír. Era como despertar después de una intervención quirúrgica brutal, y a continuación tomé conciencia de que me sentía fatal, de que todo mi cuerpo padecía una debilidad extrema y tremendos dolores, de que notaba una quemazón en la pierna derecha, en la garganta y en la cabeza.
La atmósfera era fría y húmeda, y me hallaba tendido sobre algo frío, de modo que me sentía helado de píes a cabeza. Después percibí algo de luz, una luz tenue, pero lo bastante viva para convencerme de que no estaba ciego y de que tenía los ojos abiertos. Esa luz, y el dolor, más que cualquier otra cosa, me confirmaron que estaba vivo. Empecé a recordar lo que al principio pensé que debía haber ocurrido la noche anterior: la llegada de Paul a mi despacho con su asombroso descubrimiento. Después comprenda, con un repentino vuelco del corazón, que debía ser cautivo del mal. Por eso habían maltratado mi cuerpo, y por eso me parecía estar rodeado por el mismísimo olor del mal.
Moví las extremidades con la mayor cautela posible y logré, pese a mi extrema debilidad, mover la cabeza y después levantarla. Un muro opaco no me dejaba ver a más de unos diez centímetros de distancia, pero la débil luz que percibía procedía de arriba. Suspiré y oí mi suspiro, lo cual me llevó a creer que aún conservaba el sentido del oído y que el lugar era tan silencioso que me había inducido la fantasía de estar sordo. Al rato de no oír nada, me levanté con suma cautela y me senté. El movimiento envió oleadas de dolor y debilidad a todas mis extremidades, y pensé que me iba a estallar la cabeza. Debido a estar sentado recuperé parte del tacto y descubrí que estaba tendido sobre piedra. Me serví del muro bajo de cada lado para incorporarme. Un terrible zumbido resonaba en mi cabeza y parecía invadir el espacio que me rodeaba. Se trataba de un espacio en penumbra, como ya he dicho, silencioso, con una oscuridad más densa en los rincones. Tanteé a mi alrededor.
Estaba sentado en un sarcófago abierto.
Este descubrimiento me causó una oleada de náuseas, pero al mismo tiempo reparé en que aún iba vestido con las ropas que llevaba en el despacho, aunque una manga de la camisa y de la chaqueta estaban rotas y la corbata había desaparecido. Sin embargo, el hecho de ir vestido con mis ropas me dio cierta confianza. No estaba muerto, no me había vuelto loco y no había despertado en otra era, a menos que me hubieran transportado a ella con mi ropa.
Registré las prendas y encontré mi cartera en el bolsillo delantero de los pantalones. Fue estremecedor sentir este objeto familiar en mis manos. Descubrí con pesar que el reloj había desaparecido de mi muñeca, y mi pluma del interior del bolsillo interior de la chaqueta.
Después me llevé la mano a la garganta y la cara. Mi cara no parecía haber cambiado, salvo por una contusión muy reciente en la frente, pero en el músculo de mi garganta descubrí una perforación inicua y pegajosa bajo mis dedos. Cuando movía en exceso la cabeza o tragaba saliva emitía un sonido de succión, lo cual me aterrorizó sobremanera. La zona de la perforación también estaba hinchada, y me dolió al tocarla. Pensé que iba a desmayarme otra vez a causa del horror y la desesperación, y entonces recordé que había tenido energías para incorporarme. Quizá no había perdido tanta sangre como había temido al principio, y tal vez eso significaba que sólo me habían mordido una vez. No me sentía como un demonio, sino como era yo en la vida cotidiana. No deseaba sangre, ni percibía maldad en mi corazón. Después se apoderó de mí una gran desdicha. ¿Qué más daba que no sintiera todavía sed de sangre? Estuviera donde estuviera, debía ser cuestión de tiempo que acabara corrompido por completo. A menos que pudiera escapar, por supuesto.
Moví mi mano poco a poco, mientras miraba alrededor de mí y trataba de enfocar mi vista.
Al final fui capaz de discernir el origen de la luz. Era un resplandor rojizo lejano, aunque ignoraba qué distancia me separaba de él, y entre yo y el resplandor se interponían formas oscuras y pesadas. Recorrí con las manos el exterior de mi casa de piedra. Tuve la impresión de que el sarcófago estaba cerca del suelo, que tal vez fuera de tierra o de piedra, y tanteé hasta decidir que podía bajar en la penumbra sin precipitarme a un abismo. De todos modos, la distancia hasta el suelo era considerable, y las piernas me temblaban mucho, de manera que caí de rodillas en cuanto salí del sarcófago. Ahora podía ver un poco mejor. Me dirigí hacia el origen de la luz rojiza con las manos por delante y tropecé con lo que me pareció otro sarcófago, vacío, y con un mueble de madera. Cuando tropecé con la madera, oí que algo blando caía, pero no pude ver qué era.
Andar a tientas en la oscuridad era aterrador. Temía toparme de un momento a otro con la Cosa que me había traído hasta aquí. Me pregunté de nuevo si no estaría muerto, si esto era alguna horrible versión de la muerte, que por un momento había confundido con una prolongación de la vida. Pero no tropecé con nada, el dolor de mis piernas era bastante convincente y me estaba acercando más a la luz, que bailaba y parpadeaba en un extremo de la larga cámara. Ahora vi que delante del resplandor se cernía un bulto oscuro inmóvil.
Cuando me encontré a pocos pasos de distancia, vi fuego en un hogar, enmarcado por una chimenea de piedra arqueada, que arrojaba suficiente luz para iluminar varios muebles antiguos de gran tamaño: un enorme escritorio sembrado de papeles, un arcón tallado y una o dos butacas altas y angulosas. En una de las butacas, encarada hacia el fuego, había alguien sentado muy inmóvil. Vi una forma oscura que sobresalía por encima del respaldo de la butaca. Me arrepentí de no haber ido en dirección contraria, lejos de la luz y hacia alguna posible huida, pero la visión de aquella forma oscura, la majestuosa butaca y el rojo suave del fuego me atraían irremisiblemente. Por una parte, fue necesaria toda mi fuerza de voluntad para caminar hacia allí, y por otra, no habría podido dar media vuelta aunque hubiera querido.
Entré con parsimonia en el círculo de luz con mis piernas doloridas, y cuando di la vuelta a la butaca, una figura se levantó poco a poco y se volvió hacia mí. Debido a que daba la espalda al fuego, y a que había muy poca luz alrededor de nosotros, no pude ver su cara, si bien creí distinguir en el primer momento un pómulo blanco como el hueso y un ojo centelleante. Tenía el pelo largo y rizado, que caía sobre sus hombros. Su movimiento fue indescriptiblemente diferente del que hubiera hecho un hombre vivo, pero ignoro si fue más veloz o más lento. Era sólo un poco más alto que yo, pero proyectaba una sensación de estatura y tamaño descomunales, y vi su ancha espalda recortada contra el fuego. Entonces se inclinó hacia la chimenea. Me pregunté si se disponía a matarme y me quedé muy quieto, con la esperanza de morir con un poco de dignidad, fuera cual fuera el método elegido. Sin embargo, se limitó a acercar una vela larga al fuego, y cuando prendió, encendió otras velas de un candelabro cercano a su butaca y se volvió otra vez hacia mí.
Ahora podía verle mejor, aunque su rostro seguía oculto en la penumbra. Llevaba un gorro picudo dorado y verde con un pesado broche incrustado de joyas sujeto sobre la frente, y una túnica de terciopelo dorado y cuello verde atada bajo su ancha mandíbula. La joya de su frente y los hilos de oro del cuello brillaban a la luz del fuego. Sobre sus hombros llevaba una capa de piel blanca, sujeta con el símbolo plateado de un dragón. Las ropas eran extraordinarias. Me aterraron casi tanto como la presencia de este extraño No Muerto.
Eran ropas de verdad, vi vas, nuevas, no piezas descoloridas expuestas en un museo. Las portaba con elegancia y suntuosidad extraordinarias, erguido en silencio ante mí, y la capa caía a su alrededor como un remolino de nieve. La luz de las velas reveló una mano surcada de cicatrices, de dedos romos, apoyada sobre el pomo de un cuchillo, y más abajo una pierna poderosa envuelta en un calzón verde y un pie calzado con una bota. Se volvió un poco en dirección a la luz, pero siempre en silencio. Ahora vi mejor su cara, y me encogí al advertir la crueldad de su fuerza, los grandes ojos oscuros bajo el ceño fruncido, la nariz larga y recta, los pómulos anchos. Su boca estaba cerrada en una sonrisa implacable, una curva de color rubí bajo su poblado bigote oscuro. Vi en una comisura de su boca una mancha de sangre seca. Oh, Dios, eso sí que me hizo retroceder espantado. La visión ya era bastante horrible de por sí, pero comprendí de inmediato que debía ser mi propia sangre, y la cabeza me dio vueltas.
Se irguió en toda su estatura con orgullo y me miró fijamente.
—Soy Drácula —dijo. Las palabras surgieron claras y frías. Tuve la impresión de que habían sido pronunciadas en un idioma que yo desconocía, aunque las entendí a la perfección. Fui incapaz de hablar y le seguí mirando, presa de una parálisis de horror. Su cuerpo se hallaba a tan sólo tres metros de mí, y no cabía duda de que era real y poderoso, tanto si estaba muerto como vivo—. Acérquese —dijo con aquel mismo tono puro y frío—. Está cansado y hambriento después de nuestro viaje. Le he preparado la cena.
Su gesto fue elegante, casi obsequioso, con un destello de joyas en sus grandes dedos blancos.
Vi una mesa cerca del fuego, llena de platos tapados. Percibí el olor de la comida (comida buena, auténtica, humana) y los aromas estuvieron a punto de conseguir que me desmayara.
Drácula se acercó en silencio a la mesa y sirvió un líquido rojo en una copa. Pensé por un momento que debía ser sangre.
—Acérquese —repitió en un tono más suave.
Fue a sentarse de nuevo en su butaca, como si pensara que sería más fácil para mí aproximarme a la mesa si él se alejaba. Avancé con paso vacilante hasta la silla vacía, con las piernas temblorosas de miedo y debilidad. Me derrumbé en la silla y contemplé las fuentes. ¿Por qué tenía ganas de comer si podía morir de un momento a otro?, me pregunté.
Era un misterio que sólo mi cuerpo comprendía. Drácula estaba sentado en su butaca mirando el fuego. Vi su feroz perfil, la nariz larga y la fuerte mandíbula, los rizos de pelo oscuro sobre su hombro. Había juntado las manos con aire pensativo, de modo que su manto y las mangas bordadas habían resbalado hacia abajo, dejando al descubierto muñecas de terciopelo verde y una gran cicatriz en el dorso de su mano. Su actitud era tranquila y pensativa. Empecé a pensar que estaba soñando antes que estar amenazado, y me atreví a levantar las tapas de algunas fuentes.
De pronto sentí tanta hambre que apenas pude contener la tentación de comer con ambas manos, pero al final logré levantar el cuchillo y el tenedor y cortar un trozo de pollo asado y después una porción de una carne oscura, como de caza. Había cuencos de cerámica con patatas y gachas, un pan duro, una sopa de hortalizas caliente. Comí con voracidad, y tuve que hacer un esfuerzo para ir despacio y ahorrarme retortijones. La copa de plata estaba llena de vino tinto, no de sangre, y la bebí entera. Drácula no se movió mientras yo comía, pero no podía evitar mirarle cada pocos segundos. Cuando terminé, me sentía casi preparado para morir, satisfecho durante un largo minuto. De modo que éste era el motivo de que a un condenado a muerte le concedieran una última comida, pensé. Fue mi primer pensamiento lúcido desde que había despertado en el sarcófago. Tapé con lentitud las fuentes vacías, procurando hacer el menor ruido posible, y me recliné en la silla, a la espera.