Authors: Elizabeth Kostova
No nos molestamos en probar la puerta de delante, porque podían vernos desde la carretera.
Nos encaminamos a toda prisa hacia la parte de atrás. Había una ventana baja, cubierta en el interior por cortinas púrpura.
—Por aquí entraremos en el santuario —dijo Helen. El armazón de madera sólo estaba cerrado con pestillo, pero no con llave, de modo que lo abrirnos astillando un poco el marco y nos colamos entre las cortinas. Después lo cerramos todo a nuestras espaldas. Dentro, vi que Helen tenía razón. Estábamos detrás del iconostasio—. Aquí no se permite la entrada a las mujeres —dijo en voz baja, pero estaba mirando a su alrededor con la curiosidad de una colegiala mientras hablaba.
La estancia que había detrás del iconostasio albergaba un alto altar cubierto de telas y velas.
Dos libros antiguos descansaban sobre un aparador de latón cercano, y de unos ganchos clavados en la pared colgaban las hermosas vestimentas que el sacerdote había utilizado antes. Reinaban un silencio y una tranquilidad terribles. Localicé la puerta santa, a través de la cual el sacerdote había salido, y nos adentramos con sentimiento de culpa en la oscura iglesia. Las estrechas ventanas proporcionaban escasa iluminación, pero todas las velas estaban apagadas, tal vez por temor a un incendio, y tardé un poco en encontrar la caja de cerillas en una estantería. Saqué una vela para cada uno de un candelabro y las encendí.
Después bajamos la escalera con suma cautela.
—Odio esto —oí murmurar a Helen detrás de mí, pero sabía que no quería echarse atrás bajo ninguna circunstancia—. ¿Cuándo crees que Ranov empezará a echarnos de menos?
La cripta era el lugar más oscuro que había visto en mi vida, con todas las velas apagadas, de modo que agradecí los dos puntos de luz que llevábamos. Encendí las velas apagadas con la mía. Arrancaron reflejos de latón y bordados en oro del relicario. Mis manos se habían puesto a temblar de una forma desaforada, pero conseguí desenfundar el pequeño cuchillo de Turgut que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, donde había estado desde que salimos de Sofía. Lo dejé en el suelo cerca del relicario, y Helen y yo levantamos con delicadeza los dos iconos de su sitio (aparté la vista del dragón y san Jorge) y los apoyamos contra una pared. Quitamos la pesada tela y Helen la dobló. Durante todo el rato estuve bien alerta por si se producía algún sonido, aquí o en la iglesia, de manera que hasta el silencio empezó a repiquetear y gemir en mis oídos. En un momento dado, Helen me tiró de la manga y ambos escuchamos, pero no oímos nada.
Cuando el relicario estuvo descubierto, lo miramos temblorosos. La parte superior estaba moldeada con hermosos bajorrelieves. Un santo de pelo largo con una mano alzada para bendecirnos, probablemente el retrato del mártir cuyos huesos estaban dentro. Me descubrí deseando que sólo encontráramos unos cuantos fragmentos de huesos, para poder cerrar a continuación el relicario, pero luego pensé en la ausencia que seguiría a continuación: la ausencia de Rossi, la ausencia de venganza, la pérdida. Daba la impresión de que el relicario estaba clavado o atornillado y de que me iba a ser imposible abrirlo, por mucho que me fuera la vida en ello. Lo inclinamos un poco, y algo se movió en el interior, un sonido siniestro. Era demasiado pequeño para contener algo que no fuera el cuerpo de un niño, o partes diversas, pero era muy pesado. Se me ocurrió por un horrible momento que tal vez sólo la cabeza de Vlad había terminado allí; aunque eso dejaría otros puntos sin explicar. Empecé a sudar y a preguntarme si debíamos volver arriba y buscar alguna herramienta en la iglesia, aunque no confiaba en encontrar nada.
—Intentemos dejarlo en el suelo —dije con los dientes apretados, y entre los dos bajarnos la caja. Así quizá conseguiría ver mejor los cierres y goznes de la parte superior, pensé, o incluso buscar apoyo para abrirla.
Estaba a punto de intentarlo cuando Helen lanzó un grito.
—¡Mira, Paul!
Me volví al instante y vi que el mármol polvoriento sobre el que había descansado el relicario no era un bloque sólido. La parte superior se había movido un poco en nuestro esfuerzo por levantar el relicario. Creo que me había quedado sin respiración, pero juntos, sin cruzar ni una palabra, conseguimos apartar la losa de mármol. No era gruesa, pero pesaba una tonelada, y los dos jadeábamos cuando la dejamos apoyada contra la pared.
Debajo había una losa larga de roca, la misma roca de las paredes y el suelo, una piedra del tamaño de un hombre. El retrato, tallado en la dura superficie, era de lo más tosco. No era el retrato de un santo, sino de un hombre de verdad, un rostro de facciones rudas, ojos almendrados, nariz larga, bigote largo, un rostro cruel coronado por un gorro triangular que conseguía parecer gallardo incluso en ese tosco perfil.
Helen retrocedió, con los labios exangües a la luz de las velas, y yo reprimí el impulso de tomarla del brazo y subir corriendo la escalera.
—Helen —dije en voz baja, pero no había nada más que decir. Recogí el cuchillo y ella rebuscó dentro de sus ropas (no logré ver dónde) y extrajo la diminuta pistola. Extendió el brazo al máximo, cerca de la pared. Después deslizamos la mano por debajo de la lápida y tiramos hacia arriba. La piedra se deslizó a medias, una construcción maravillosa. Los dos temblábamos visiblemente, de modo que la piedra estuvo a punto de resbalarnos de las manos. Cuando la apartamos del todo, miramos el cuerpo que había dentro, los ojos cerrados, la piel cetrina, los labios de un rojo anormal, la respiración imperceptible. Era el profesor Rossi.
Ojala pudiera decir que hice algo valiente y útil, o que tomé a Helen en mis brazos por si se desmayaba, pero no fue así. No existe casi nada peor que un rostro amado transformado por la muerte, la decadencia física o una enfermedad horripilante. Esos rostros son monstruos de la peor especie: los seres queridos insufribles.
—Oh, Rossi —dije, y las lágrimas resbalaron sobre mis mejillas sin que pudiera evitarlo.
Helen se acercó un paso y le miró. Me di cuenta de que llevaba la misma ropa de la última noche que había hablado con él, casi un mes antes. Estaba rota y sucia, como si hubiera sufrido un accidente. La corbata había desaparecido. Un reguero de sangre llenaba las arrugas de un lado de su cuello y formaba un estuario escarlata sobre el cuello sucio de su camisa. Su boca estaba fofa e hinchada, y aparte de que su pecho subía y bajaba, estaba inmóvil. Helen extendió la mano.
—No le toques —le advertí en tono perentorio, lo cual sólo consiguió aumentar mi horror.
Pero Helen parecía tan en trance como él, y al cabo de un segundo, con los labios temblorosos, acarició su mejilla con los dedos. No sé si fue peor que Rossi abriera los ojos, pero lo hizo. Todavía eran muy azules, incluso bajo aquella luz lóbrega, pero las escleróticas estaban inyectadas en sangre y tenía los párpados hinchados. Aquellos ojos estaban terriblemente vivos, y perplejos, y se movían de un lado a otro como si intentaran asimilar nuestros rostros, mientras su cuerpo continuaba inmóvil como el de un muerto.
Entonces dio la impresión de que su mirada se posaba en Helen, inclinada sobre él, y sus ojos azules se iluminaron con una intensidad tremenda y se abrieron como para abarcarla por completo.
—Oh, amor mío —dijo en voz muy baja. Tenía los labios agrietados e hinchados, pero su voz era la voz que yo amaba, el límpido acento.
—No... Mi madre —dijo Helen, como si le costara hablar. Apoyó la mano sobre la mejilla del hombre—. Soy Helen, padre... Elena. Soy tu hija.
Rossi levantó una mano débil, como si apenas la controlara, y tomó la de ella. Tenía la mano amoratada, con las uñas muy largas y amarillentas. Quise decirle que le sacaríamos enseguida de allí, que volveríamos a casa, pero también sabía la gravedad de su enfermedad.
—Ross —dije, y me incliné sobre él—. Soy Paul. Estoy aquí.
Sus ojos pasearon perplejos entre Helen y yo, y después los cerró con un susurro que estremeció su cuerpo hinchado.
—Oh, Paul —dijo—. Has venido a buscarme. No tendrías que haberlo hecho.
Miró de nuevo a Helen, con los ojos nublados, como si quisiera decir algo más.
—Me acuerdo de ti —murmuró al cabo de un momento.
Busqué en el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué el anillo que me había dado la madre de Helen. Lo acerqué a sus ojos, aunque no demasiado, y entonces soltó la mano de Helen y tocó el anillo con torpeza.
—Para ti —le dijo, y ella lo aceptó y lo colocó en su dedo.
—Mi madre —dijo Helen, con la boca temblorosa—. ¿Te acuerdas de ella? La conociste en Rumanía.
Rossi la miró con algo de su antigua agudeza y sonrió. Su rostro se contorsionó.
—Sí —susurró por fin—. Yo la amaba. ¿Adónde fue?
—Está sana y salva en Hungría —dijo Helen.
—¿Eres tú su hija?
Parecía estupefacto.
—Soy tu hija.
Las lágrimas afluyeron poco a poco a los ojos de Rossi, como si ya no le resultara fácil, y resbalaron por las arrugas de las comisuras. Los arroyuelos brillaron a la luz de las velas.
—Paul, cuida de ella, te lo ruego —dijo con voz débil.
—Voy a casarme con ella —contesté. Apoyé la mano sobre su pecho. Una especie de resuello inhumano resonaba en su interior, pero me obligué a no apartarla.
—Eso es... estupendo —dijo por fin—. ¿Su madre está viva y sana?
—Sí, padre. —El rostro de Helen tembló—. Está bien. Está en Hungría.
—Sí, ya lo habías dicho.
Volvió a cerrar los ojos.
—Ella aún te quiere, Rossi. —Acaricié la pechera de su camisa con una mano insegura—. Te envía este anillo y... un beso.
—Intenté recordar muchas veces dónde estaba, pero algo...
—Ella sabe que lo intentaste. Descansa un momento.
Su respiración era cada vez más ronca.
De repente, sus ojos se abrieron y luchó por levantarse. Fue espantoso presenciar sus esfuerzos, sobre todo porque no produjeron casi ningún resultado.
—Hijos, tenéis que iros cuanto antes —jadeó—. Es muy peligroso que estéis aquí. Volverá y os matará.
Sus ojos volaron de un lado a otro.
—¿Drácula? —pregunté en voz baja.
Hizo una mueca horrible al oír el nombre.
—Sí. Está en la biblioteca.
—¿En la biblioteca? —Miré a mi alrededor sorprendido pese al horror que transparentaba la cara de Rossi—. ¿Qué biblioteca?
—Su biblioteca está allí...
Intentó señalar una pared.
—Ross —le apremié—, dinos que ocurrió y qué tenemos que hacer.
Dio la impresión de que intentaba enfocar su vista un momento. Me miró y parpadeó varias veces. La sangre seca de su cuello se movió cuando luchó por respirar.
—Se abalanzó sobre mí de repente, en mi despacho, y me llevó consigo a un largo viaje.
No estuve... consciente durante una gran parte del tiempo, de modo que no sé dónde estoy.
—En Bulgaria —dijo Helen sin soltar su mano hinchada.
Los ojos de Rossi destellaron de nuevo con un antiguo interés, una chispa de curiosidad.
—¿Bulgaria? Por eso...
Intentó humedecerse los labios.
—¿Qué te hizo?
—Me trajo aquí después de cuidar de su... diabólica biblioteca. He intentado resistir de todas las formas imaginables. Fue culpa mía, Paul. Había vuelto a investigar de nuevo para un artículo... —Le costaba respirar—. Quería mostrarlo como parte de una... tradición más grande. Empezando por los griegos. Me enteré de que había un nuevo erudito en la universidad que escribía sobre él, aunque no pude averiguar su nombre.
Al oír esto, Helen respiró hondo. Los ojos de Rossi destellaron en su dirección.
—Pensé que debía publicar por fin...
Resollaba, y cerró los ojos un momento. Helen se puso a temblar contra mí. Yo la sujeté con fuerza por la cintura.
—No pasa nada —dije—. Está descansando.
Pero Rossi parecía decidido a terminar.
—Sí que pasa —dijo con voz estrangulada, los ojos cerrados todavía—. Él te dio el libro.
Supe entonces que vendría a por mí, y lo hizo. Me resistí, pero casi me ha convertido... en otro como él. —Pareció incapaz de levantar la otra mano, y volvió la cabeza y el cuello con torpeza, de modo que de repente pudimos ver un profundo pinchazo en el lado de la garganta. Aún estaba abierto, y cuando la movió, se dilató y sangró. La mirada que dirigimos a aquel punto pareció trastornarle de nuevo, y me miró implorante—. Paul, ¿está oscureciendo afuera?
Una oleada de horror y desesperación me embargó.
—¿Percibes el cambio, Rossi?
—Sí, sé cuando viene la oscuridad, y me entra... hambre. Por favor. Os oirá. Iros, deprisa.
—Dinos cómo encontrarle —dije desesperado—. Le mataremos.
—Sí, matadle, si podéis hacerlo sin poneros en peligro. Matadle por mí —susurró, y por primera vez vi que aún podía sentir rabia—. Escucha, Paul. Allí hay un libro. La vida de san Jorge. —Le costaba respirar de nuevo—. Muy antiguo, con una portada bizantina.
Nadie ha visto jamás un libro semejante. Tiene muchos libros, pero éste es... —Por un momento dio la impresión de que iba a desmayarse. Helen apretó su mano entre las de ella y se echó a llorar sin poder contenerse—. Lo escondí debajo del primer armario de la izquierda. Lleváoslo si podéis. He escrito algo... He guardado algo dentro. Date prisa, Paul.
Se va a despertar. Yo me despierto con él.
—Oh, Jesús. —Busqué a mi alrededor algo que pudiera ayudarnos, pero no sabía qué—. Ross, por favor. No puedo permitir que te posea. Le mataremos y te pondrás bien. ¿Dónde está?
Helen, más calmada, levantó el cuchillo y se lo enseñó.
Dio la impresión de que exhalaba un largo suspiro, mezclado con una sonrisa. Vi entonces hasta qué punto se habían alargado sus dientes, como los de un perro, y que la comisura de su labio estaba en carne viva. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas amoratadas.
—Paul, amigo mío...
—¿Dónde está? ¿Dónde está la biblioteca?
Mi tono era perentorio, pero Rossi no podía hablar.
Helen hizo un veloz ademán, y yo comprendí, y agarré una piedra del borde del suelo. Me costó un largo momento aflojarla, y en aquel instante temí haber oído un movimiento arriba, en la iglesia. Helen desabotonó la camisa de Rossi y la abrió con delicadeza. Luego apoyó la punta del cuchillo de Turgut sobre su corazón.
Rossi clavó una mirada confiada en nosotros, con ojos como los de un niño, y después los cerró. Al instante, hice acopio de fuerzas y golpeé el pomo del cuchillo con aquella piedra antigua, una piedra colocada en ese lugar por algún monje anónimo, un campesino contratado o algún ciudadano desaparecido del siglo XII o XIII.