La Historiadora (83 page)

Read La Historiadora Online

Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
3.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al cabo de un largo rato, mi acompañante se volvió en su butaca.

—Ha terminado de comer —dijo en voz baja—. Tal vez podamos conversar un poco. Le explicaré por qué le he traído aquí. —Su voz era clara y fría, una vez más, pero en esa ocasión percibí una tenue vibración en sus profundidades, como si el mecanismo que la producía estuviera infinitamente viejo y gastado. Me miró con aire pensativo y me encogí bajo su mirada—. ¿Tiene alguna idea de dónde está?

Había alimentado la esperanza de no tener que hablar con él, pero pensé que era absurdo persistir en mi silencio, cosa que podía enfurecerle, aunque parecía muy calmado en aquel momento. También se me había ocurrido de repente que si contestaba, si entablábamos conversación, podría ganar un poco de tiempo, que aprovecharía para examinar mi entorno y buscar una posible vía de escape, algún medio de destruirle, si reunía fuerzas para ello, o ambas cosas. Debía ser de noche, de lo contrario no estaría despierto, si la leyenda era cierta. El amanecer llegaría tarde o temprano, y si yo estaba vivo para verlo, él tendría que dormir mientras yo permanecía despierto.

—¿Tiene alguna idea de dónde está? —repitió haciendo gala de su paciencia.

—Sí —dije. No me decidí a utilizar ningún tratamiento—. Creo que sí. Ésta es su tumba.

—Una de ellas —sonrió—. Pero ésta es mi favorita.

—¿Estamos en Valaquia?

No pude evitar la pregunta.

Meneó la cabeza, de manera que la luz del fuego se movió en su pelo oscuro y sobre sus ojos brillantes. Ese gesto tuvo algo de Inhumano, y el estómago se me revolvió. No se movía como una persona, pero tampoco habría podido explicar la diferencia.

—Valaquia se hizo demasiado peligrosa. Tendrían que haberme dejado descansar allí para siempre, pero no fue posible. Imagínese, después de luchar tanto por mi trono, por nuestra libertad, ni siquiera pude depositar mis huesos allí.

—Entonces, ¿dónde estamos? —pregunté de nuevo, en vano, para creer que se trataba de una conversación normal. Después comprendí que no sólo deseaba lograr que la noche pasara rauda y sin peligro, si existía alguna posibilidad de eso. También deseaba averiguar algo sobre Drácula. Fuera lo que fuera ese ser, había vivido quinientos años. Sus respuestas morirían conmigo, por supuesto, pero ello no me impedía sentir una punzada de curiosidad.

—Ah, ¿dónde estamos? —repitió Drácula—. Creo que da igual. No estamos en Valaquia, que todavía sigue gobernada por idiotas.

Le miré fijamente.

—¿Sabe algo... del mundo moderno?

Me miró como divertido y sorprendido al mismo tiempo. Por primera vez vi sus dientes largos, las encías hundidas, que le daban el aspecto de un perro viejo cuando sonreía. Esa visión se desvaneció al instante (no, su boca era normal, aparte de aquella pequeña mancha de mi sangre o de quien fuera) bajo el oscuro bigote.

—Sí —dijo, y tuve miedo por un momento de oírle reír—. Conozco el mundo moderno. Es mi presa, mi obra favorita.

Pensé que afrontar la situación de cara podría favorecerme siempre que a él le pareciera bien.

—Entonces, ¿qué quiere de mí? He evitado el mundo moderno durante muchos años..., al contrario que usted. Vivo en el pasado.

—Ah, el pasado. —Juntó las yemas de los dedos a la luz del fuego—. El pasado es muy útil, pero sólo cuando puede enseñarnos algo acerca del presente. El presente es lo que cuenta. Pero me gusta mucho el pasado. Venga. ¿Por qué no enseñárselo ahora, puesto que ha comido y descansado?

Se levantó, una vez más con aquel movimiento que parecía determinado por una fuerza que no procedía de las extremidades de su cuerpo, y yo me levanté a toda prisa, temeroso de que fuera un truco, de que ahora se abalanzaría sobre mí. Pero se volvió poco a poco y levantó una enorme vela del lampadario cercano a su silla.

—Coja una luz —dijo al tiempo que se alejaba del fuego y se internaba en la oscuridad de la gran cámara. Tomé una vela y le seguía cierta distancia de sus extrañas ropas y movimientos escalofriantes. Confié en que no me condujera de vuelta a mi sarcófago.

A la escasa luz de nuestras velas empecé a ver cosas que antes no había visto, cosas maravillosas. Ahora distinguía mesas largas ante mí, mesas de una solidez antiquísima. Y sobre ellas descansaban montañas y montañas de libros (volúmenes desmenuzados encuadernados en piel, con cubiertas doradas que captaban el brillo de mi vela). También había otros objetos. Nunca había visto aquel tintero, ni plumas de ave y estilográficas tan raras. Había un estante lleno de pergaminos que brillaban a la luz de las velas, y una vieja máquina de escribir provista de papel delgado. Vi el centelleo de encuadernaciones y cajas incrustadas de joyas, manuscritos ensortijados en bandejas de latón, libros en folio y en cuarto encuadernados en piel suave, así como filas de volúmenes más modernos en largas estanterías. De hecho, estábamos rodeados. Cada pared parecía tapizada de libros. Alcé mi vela y empecé a distinguir títulos, a veces una elegante florescencia en árabe en el centro de una cubierta encuadernada en piel roja, a veces un idioma occidental que sabía leer. Sin embargo, la mayor parte de los volúmenes eran demasiado antiguos para tener título. Era un depósito sin parangón, y empecé a desear con todas mis fuerzas abrir algunos de estos libros, pese a mi situación, tocar los manuscritos en sus bandejas de madera.

Drácula se volvió, con la vela en alto, y la luz captó el brillo de las joyas del gorro, topacios, esmeraldas, perlas. Sus ojos eran muy brillantes.

—¿Qué opina de mi biblioteca?

—Parece una... colección notable. La cueva del tesoro —dije. Algo similar al placer se transparentó en su terrible cara.

—Está en lo cierto —dijo en voz baja—. La biblioteca es la mejor de su clase en el mundo.

Es el resultado de siglos de cuidadosa selección. Tendrá mucho tiempo para explorar las maravillas que guardo aquí. Permítame que le enseñe algo.

Me guió hasta una pared a la que aún no nos habíamos acercado, y vi una imprenta muy antigua, como las que se ven en las ilustraciones de finales de la Edad Media: un pesado artilugio de metal negro y madera oscura con un gran tornillo encima. La plancha redonda era de obsidiana, con el brillo de la tinta. Reflejaba nuestra luz como un espejo demoníaco.

Había una hoja de papel grueso sobre la bandeja de la prensa. Cuando me acerqué, vi que estaba impresa en parte, una prueba desechada, y que estaba en inglés. «El fantasma en el ánfora —rezaba el título—. Los vampiros desde la tragedia griega hasta la tragedia moderna.» Y el autor: «Bartholomew Rossi».

Drácula debía estar esperando mi exclamación de asombro.

—Como ve, conozco las mejores obras de investigación modernas. Estoy a la última, como quien dice. Cuando no puedo conseguir una obra publicada, o la quiero enseguida, a veces la imprimo yo mismo. Pero aquí hay algo que le interesará mucho. —Señaló una mesa que había detrás de la imprenta, sobre la que descansaban una serie de xilografías. La más grande, apoyada de pie para que se viera, era el dragón de nuestros libros (el mío y el de Paul), invertido, por supuesto. Reprimí con dificultad una exclamación estentórea—. Está sorprendido —dijo Drácula, acercando su luz al dragón. Sus líneas me resultaban tan familiares que habría podido tallarlas con mi propia mano—. Creo que conoce muy bien esta imagen.

—Sí —Apreté con fuerza mi vela—. ¿Imprimió usted el libro? ¿Cuántos existen?

—Mis monjes imprimieron algunos, y yo he continuado su obra —me dijo en voz baja, mientras contemplaba la xilografía—. Casi he cumplido mi ambición de imprimir mil cuatrocientos cincuenta y tres ejemplares, pero poco a poco, para tener tiempo de distribuirlos en el curso de mis desplazamientos ¿Le dice algo ese número?

—Sí —contesté al cabo de un momento—. Es el año de la caída de Constantinopla.

—Imaginaba que se daría cuenta —me dijo con una amarga sonrisa—. Es la peor fecha de la historia.

—A mí me parece que hay muchas más que se disputan ese honor —dije, pero él estaba negando con la gran cabeza que se alzaba sobre sus grandes hombros.

—No —dijo.

Levantó la vela y a su luz vi que sus ojos brillaban, rojos en las profundidades de sus cuencas como los de un lobo, llenos de odio. Era como ver una mirada muerta cobrar vida de repente. Había pensado que sus ojos eran brillantes, pero ahora estaban repletos de luz.

Yo no podía hablar. No podía apartar la vista de él. Al cabo de un segundo, se volvió y contempló el dragón.

—Ha sido un buen mensajero —dijo en tono pensativo.

—¿Fue usted quien dejó mi libro?

—Digamos que yo lo arreglé. —Extendió los dedos para tocar el bloque tallado—. Soy muy cuidadoso en lo tocante a su distribución. Sólo van dirigidos a los estudiosos más importantes, y a quienes considero lo bastante obstinados para seguir al dragón hasta su guarida. Y usted es el primero que lo ha conseguido. Le felicito. Desperdigo a mis demás ayudantes por el mundo, con el fin de que continúen mi investigación.

—Yo no le seguí —me atreví a decir—. Usted me trajo aquí.

—Ah... —De nuevo la curvatura de aquellos labios rubí, el temblor del largo bigote—. No estaría aquí si no hubiera querido venir. Nadie más ha hecho caso omiso de mi advertencia dos veces en su vida. Usted se ha traído a sí mismo.

Miré la antigua imprenta y la xilografía del dragón.

—¿Qué quiere que haga?

No deseaba despertar su ira con preguntas. La noche siguiente podría matarme, si así lo quería, en el caso de que yo no encontrara una escapatoria durante las horas de luz diurna, pero no pude evitar la pregunta.

—Espero desde hace mucho tiempo que alguien catalogue mi biblioteca —dijo—. Mañana podrá examinarla con entera libertad. Esta noche hablaremos.

Volvió hacia nuestras butacas con su paso lento y enérgico. Sus palabras me infundieron grandes esperanzas. Al parecer, no se proponía matarme esa noche, y además yo sentía una gran curiosidad. No estaba soñando. Estaba hablando con alguien que había vivido más historia de la que ningún historiador podía esperar estudiar, siquiera de manera rudimentaria durante su carrera. Le seguía una prudente distancia, y volvimos a sentarnos ante el fuego. Cuando me acomodé, observé que la mesa en la que había dejado mis fuentes vacías de la cena había desaparecido, y en su lugar había una confortable otomana, sobre la cual apoyé mis pies con cautela. Drácula estaba sentado muy tieso en su gran butaca.

Aunque era alta, de madera, medieval, la mía estaba tapizada para acentuar la comodidad, al igual que mi otomana, como si hubiera pensando en agasajar a su invitado con algo adecuado a las debilidades modernas.

Estuvimos sentados en silencio durante largos minutos, y ya empezaba a preguntarme si seguiríamos así toda la noche cuando volvió a hablar.

—En vida, amaba los libros —dijo. Se volvió hacia mí un poco, de modo que pude ver el destello de sus ojos y el brillo de su pelo desgreñado—. Tal vez no sepa usted que yo era una especie de erudito. No parece que lo sepa mucha gente. —Hablaba en tono desapasionado—. Sabrá que los libros de mis tiempos eran de temática limitada. En mi vida mortal, vi sobre todo los textos que la Iglesia sancionaba, los Evangelios y los comentarios ortodoxos sobre ellos, por ejemplo. Al final, estas obras no me sirvieron de nada. Y cuando me senté por primera vez en el trono que me pertenecía por derecho, las grandes bibliotecas de Constantinopla habían sido destruidas. Lo que quedaba de ellas, en los monasterios, no pude verlo con mis propios ojos. —Tenía la mirada clavada en el fuego—. Pero contaba con otros recursos. Los mercaderes me traían libros extraños y maravillosos de muchos lugares. De Egipto, de Tierra Santa, de las grandes ciudades de Occidente. Gracias a ellos me familiaricé con las ciencias ocultas de la antigüedad. Como sabía que no podía aspirar a un paraíso celestial —de nuevo el tono desapasionado—, me convertí en historiador con el fin de conservar mi propia historia eternamente.

Guardó silencio un rato, pero yo tenía miedo de hacer más preguntas. Por fin pareció animarse, y dio unos golpecitos en el brazo de su butaca.

—Ése fue el principio de mi biblioteca.

Ahora, al fin, la curiosidad se impuso, aunque me costó articular la pregunta.

—Pero ¿continuó coleccionando libros después de su... muerte?

—Oh, sí. —Se volvió para mirarme, tal vez porque había hecho la pregunta por voluntad propia, y me dedicó una sonrisa sombría. Sus ojos, hundidos a la luz del fuego, eran terribles—. Ya le he dicho que, en el fondo, era un erudito, además de un guerrero, y estos libros me han hecho compañía durante mis largos años. De los libros se pueden aprender muchas cosas de naturaleza práctica, el arte de gobernar, las tácticas guerreras de los grandes generales. Pero tengo muchos tipos de libros. Ya lo verá mañana.

—¿Qué quiere que haga en su biblioteca?

—Como ya he dicho, catalogarla. Nunca he hecho un inventario completo de mis posesiones, de su origen y estado. Ésa será su primera tarea, y la llevará a cabo con más celeridad y brillantez que cualquier otra persona, gracias a su dominio de los idiomas y la amplitud de sus investigaciones. En el curso de dicha tarea, manejará algunos de los libros más hermosos, y más poderosos, jamás escritos. Muchos ya no existen. Tal vez sepa, profesor, que sólo existe un uno por ciento de la literatura producida en el mundo. Me he impuesto la misión de elevar ese porcentaje a lo largo de los siglos.

Mientras hablaba, reparé otra vez en la peculiar claridad y frialdad de su voz, y en aquella vibración que aleteaba en sus profundidades, como el cascabeleo de una serpiente o el sonido del agua fría corriendo sobre las piedras.

—Su segunda tarea será mucho más amplia. De hecho, durará para siempre. Cuando conozca mi biblioteca y sus propósitos con la misma intimidad que yo, saldrá al mundo bajo mis órdenes y buscará nuevas adquisiciones, y también antiguas, porque nunca dejaré de coleccionar obras del pasado. Pondré muchos archivistas a su disposición, los mejores, y usted aportará más para que trabajen a nuestras órdenes.

Las dimensiones de esta visión, y su completo significado, si no había entendido mal, se derramaron sobre mí como un sudor frío. Encontré la voz, pero vacilante.

—¿Por qué no continúa haciéndolo solo?

Sonrió en dirección al fuego, y de nuevo vi el destello de una cara diferente: el perro, el lobo.

—Ahora he de ocuparme de otras cosas. El mundo está cambiando, y yo tengo la intención de cambiar con él. Puede que pronto deje de necesitar esta forma —indicó con una mano lenta los ropajes medievales, el gran poder muerto de sus extremidades— para conseguir mis ambiciones. Pero la biblioteca es preciosa para mí, y me gustaría verla crecer. Además, desde hace tiempo pienso que cada vez hay menos seguridad aquí. Varios historiadores han estado a plinto de descubrirla, y usted lo habría hecho si le hubiera dejado en paz el tiempo suficiente. Pero yo le necesitaba aquí, ahora. Intuyo un peligro que se acerca, y hay que catalogar la biblioteca antes de trasladarla.

Other books

Outlander by Diana Gabaldon
Not Alone by Amber Nation
All about Skin by Jina Ortiz
The Skin of Our Teeth by Thornton Wilder