La Historiadora (39 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Ya lo veo —admitió Turgut—. Madame, la felicito por su intentona, pero es inútil tratar de matar a un hombre muerto.

—¿Cómo lo sabías? —exclamé.

—Oh, lo sé —contestó él con semblante sombrío—. Conozco esa expresión de la cara. Es la expresión de los No Muertos. No hay otra cara igual. La he visto antes.

—Era una bala de plata, por supuesto. —Helen apretó el pañuelo con más firmeza contra la mejilla del señor Aksoy, y apoyó la cabeza del librero contra su hombro—. Pero, como ya visteis, se movió y erré su corazón. Sé que corrí un gran riesgo —me miró un momento, pero fui incapaz de leer sus pensamientos—, pero ya visteis que calculé bien. Esos disparos habrían herido de gravedad a un hombre mortal.

Suspiró y apretó el pañuelo contra la mejilla del herido. Los miré a ambos estupefacto.

—¿Has llevado encima esa pistola todo el tiempo? —pregunté.

—Oh, sí. —Pasó el brazo de Aksoy sobre su hombro—. Ayúdame a levantarle. —Los dos le izamos (era ligero como un niño) y le pusimos en pie. Sonrió y asintió, pero desechó nuestra ayuda—. Sí, siempre llevo mi pistola encima cuando siento alguna especie de... inquietud. No es tan difícil conseguir una o dos balas de plata.

—Eso es cierto —asintió Turgut.

—Pero ¿dónde aprendiste a disparar así?

Aún estaba asombrado por ese momento en que Helen había sacado el arma y disparado con tanta rapidez.

Ella rió.

—En nuestro país, nuestra educación es tan profunda como estrecha —dijo—. Recibí un premio de nuestra brigada juvenil por mi buena puntería cuando tenía dieciséis años. Me alegra descubrir que no la había olvidado.

De pronto Turgut lanzó una exclamación y se dio una palmada en la frente.

—¡Mi amigo! —Todos le miramos—. ¡Mi amigo, el señor Erozan! Me había olvidado de él.

Sólo tardamos un segundo en comprender el significado de sus palabras. Selim Aksoy, quien ya parecía recuperado, fue el primero en correr hacia las estanterías donde había sido herido, y los demás nos diseminamos a toda prisa por la larga sala, buscando debajo de las mesas y detrás de las sillas. Durante algunos minutos la búsqueda fue infructuosa. Después oímos que Selim nos llamaba y todos corrimos a su lado. Estaba arrodillado entre las estanterías, al pie de una muy alta que estaba llena de todo tipo de libros, bolsas y rollos de pergamino. La caja que contenía los papeles de la Orden del Dragón estaba en el suelo a su lado, con la tapa adornada abierta y su contenido esparcido alrededor.

Entre esos documentos, el señor Erozan estaba tendido de espaldas, blanco e inmóvil, con la cabeza vuelta hacia un lado. Turgut se arrodilló y aplicó el oído al pecho del hombre.

—Gracias a Dios —dijo al cabo de un momento—. Todavía respira.

Después, cuando le examinó con más detenimiento, señaló el cuello de su amigo. En la piel pálida que sobresalía por encima del cuello de la camisa, había una herida desigual. Helen se arrodilló al lado de Turgut. Todos guardamos silencio un momento. Incluso después de la descripción que había hecho Rossi del burócrata con el que había discutido muchos años antes, incluso después de la herida sufrida por Helen en la biblioteca de nuestra universidad, me costó dar crédito a mis ojos. El rostro del hombre estaba muy pálido, casi gris, y su respiración apenas era audible.

—Está contaminado —anunció Helen en voz baja—. Creo que ha perdido mucha sangre.

—¡Maldito sea este día!

La expresión de Turgut delató su angustia, y apretó la mano de su amigo entre sus dos manazas.

Helen fue la primera en reaccionar.

—Pensemos con sensatez. Tal vez sea la primera vez que le atacan. —Se volvió hacia Turgut—. ¿Tenía esta herida cuando estuvimos aquí ayer?

El hombre negó con la cabeza.

—Estaba muy normal.

—Bien.

Helen buscó en el bolsillo de su chaqueta, y yo me encogí un instante, pensando que iba a sacar la pistola otra vez. En cambio, extrajo una cabeza de ajos y la depositó sobre el pecho del bibliotecario. Turgut sonrió pese a lo espantoso de la escena y sacó otra cabeza de ajos de su bolsillo, que colocó al lado de la de Helen. Yo fui incapaz de imaginar de dónde la había sacado. ¿Tal vez durante nuestro paseo por el souk, cuando yo estaba absorto mirando otras cosas?

—Veo que las mentes superiores piensan igual —le dijo Helen.

Después sacó un paquete de papel y lo desenvolvió, revelando un diminuto crucifijo de plata. Reconocí el que había cogido en la iglesia cercana a nuestra universidad, el que había utilizado para intimidar al pérfido bibliotecario cuando la atacó en la sección de historia de la biblioteca.

Esta vez Turgut detuvo su mano.

—No, no —dijo—. Aquí tenemos nuestras propias supersticiones.

Del interior de su chaqueta extrajo una ristra de cuentas de madera, como las que yo había visto en las manos de algunos hombres por las calles de Estambul. Ésta terminaba en un medallón tallado con letras árabes. Rozó los labios del señor Erozan con el medallón, y el bibliotecario hizo una mueca, como de asco involuntario. Fue una escena atroz, pero breve, y luego el hombre abrió los ojos y frunció el ceño. Turgut se inclinó sobre él, habló en turco sin alzar la voz y tocó su frente, para luego dar al hombre un sorbo de un pequeño frasco que había sacado de la chaqueta.

Al cabo de unos instantes el señor Erozan se incorporó y miró a su alrededor, tocándose el cuello como si le doliera. Cuando sus dedos encontraron la pequeña herida, con su hilillo de sangre seca, sepultó la cara en las manos y sollozó, un sonido estremecedor.

Turgut rodeó sus hombros con el brazo, y Helen apoyó una mano sobre el brazo del bibliotecario. Yo pensé que ésta era la segunda vez en una hora que la veía consolar a un ser afligido. Turgut empezó a interrogar al hombre en turco, y al cabo de un momento se sentó en cuclillas y nos miró.

—El señor Erozan dice que el desconocido fue a su apartamento esta mañana, muy temprano, mientras aún estaba oscuro, y le amenazó con matarle a menos que le abriera la biblioteca. El vampiro le acompañaba cuando le llamé esta mañana, pero no se atrevió a revelarme su presencia. Cuando el extraño oyó quién llamaba, dijo que debían ir cuanto antes al archivo. El señor Erozan tuvo miedo de desobedecer, y cuando llegaron aquí el hombre le obligó a abrir la caja. En cuanto la abrió, el demonio saltó sobre él, le retuvo contra el suelo (mi amigo dice que su fuerza era increíble) y le mordió el cuello. Esto es todo lo que Erozan recuerda.

Turgut meneó la cabeza entristecido. De pronto su amigo le agarró del brazo, y dio la impresión de que le imploraba algo en una catarata de palabras en turco.

Turgut guardó silencio un momento, y después tomó la mano de su amigo entre las suyas, apretó en ellas las cuentas de oración y contestó en voz baja. —Me dice que es consciente de que este demonio sólo le puede morder dos veces más, antes de convertirse él mismo en vampiro. Me pide que, si esto sucediera, le mate con mis propias manos.

Turgut desvió la cara y creí ver un brillo de lágrimas en sus ojos.

—Eso no sucederá —dijo Helen con determinación—. Vamos a encontrar el origen de esta plaga.

No supe si se refería al malvado bibliotecario o al propio Drácula, pero cuando vi su mandíbula apretada, casi estuve a punto de creer que lograríamos vencer a ambos. Ya había observado en alguna otra ocasión aquella expresión, y verla me devolvió a la mesa del restaurante donde habíamos hablado por primera vez de sus padres. Después juró que encontraría a su padre desleal y le desenmascararía ante el mundo académico. ¿Eran imaginaciones mías, o su objetivo había cambiado en algún momento sin que ella se diera cuenta?, me pregunté.

Selim Aksoy habló en aquel momento a Turgut. Éste asintió.

—El señor Aksoy me recuerda el trabajo que hemos venido a hacer, y tiene razón. No tardarán en empezar a llegar otros estudiosos, y o bien hemos de cerrar el archivo, o abrirlo al público. Se ofrece a abandonar su tienda hoy y trabajar de bibliotecario aquí. Pero antes hemos de ordenar estos documentos y ver qué daños han sufrido, y sobre todo hemos de encontrar un lugar donde nuestro amigo pueda descansar sano y salvo. Además, al señor Aksoy le gustaría enseñarnos algo de los archivos antes de que aparezca más gente.

Comencé a recoger enseguida los documentos diseminados por el suelo y mis peores temores se confirmaron al instante.

—Los mapas originales han desaparecido —informé con semblante lúgubre. Registramos las estanterías, pero los mapas de aquella extraña región similar a un dragón de larga cola efectivamente habían desaparecido. Sólo pudimos llegar a la conclusión de que el vampiro los había escondido en su persona antes de que llegáramos. Era un pensamiento aterrador.

Teníamos copias, por supuesto, efectuadas por Rossi y Turgut, pero los originales representaban para mí la clave del paradero de Rossi, un vínculo más cercano que cualquier otro.

Además del disgusto de perder ese tesoro, se me ocurrió la idea de que el malvado bibliotecario podría desentrañar sus secretos antes que nosotros. Si Rossi estaba en la tumba de Drácula, fuera cual fuera su paradero, el vampiro contaba con bastantes posibilidades de adelantársenos. Sentí más que nunca la premura e imposibilidad de encontrar a mi amado mentor. Al menos —una vez más tuve ese extraño pensamiento— tenía a mi lado la presencia sólida de Helen.

Turgut y Selim estaban conversando al lado del enfermo, y al parecer se volvieron hacia él para hacerle una pregunta, porque intentó incorporarse y señaló con mano temblorosa la parte posterior de las estanterías. Selim desapareció, y regresó al cabo de unos minutos con un pequeño libro. Estaba encuadernado en piel roja, bastante gastada, con una inscripción en árabe en la portada. Lo dejó sobre una mesa cercana y lo inspeccionó un rato, para luego llamar con un gesto a Turgut, que estaba doblando su chaqueta para convertirla en una almohada improvisada sobre la cual apoyar la cabeza de su amigo. El hombre parecía un poco más cómodo ahora. Estuve a punto de sugerir que llamáramos a una ambulancia, pero luego pensé que Turgut sabía lo que hacía. Se había levantado para reunirse con Selim, y hablaron con semblante grave durante varios minutos, mientras Helen y yo evitábamos mirarnos, los dos anhelando que se produjera algún descubrimiento y los dos temerosos de sufrir más decepciones. Por fin Turgut nos llamó.

—Esto es lo que Selim Aksoy deseaba enseñarnos esta mañana —dijo con semblante muy serio—. Ignoro, con sinceridad, si nos ayudará en nuestra búsqueda. Os lo leeré. Se trata de un volumen compilado a principios del siglo diecinueve por unos editores cuyos nombres no había visto nunca, expertos en la historia de Estambul. Reunieron aquí toda la información que pudieron encontrar sobre la vida en Estambul en los primeros años de nuestra ciudad, o sea, a principios de 1453, cuando el sultán Mehmet la conquistó y la proclamó capital de su imperio.

Señaló una página escrita en árabe y pensé por enésima vez en la maldición de que los idiomas humanos, incluso los alfabetos, estuvieran separados entre sí por aquella frustrante babel de diferencias, de modo que cuando miré una página impresa en otomano sólo vi un batiburrillo de símbolos tan impenetrables para mí como un seto de brezo mágico.

—Este párrafo lo recordaba el señor Aksoy de una de las investigaciones que llevó a cabo aquí. El autor es anónimo y relata algunos acontecimientos ocurridos en el año 1477. Sí, amigos míos, el año después de que Drácula muriera en combate en Valaquia. Aquí dice que aquel año se produjeron casos de la epidemia en Estambul, una epidemia causante de que los imanes enterraran algunos cadáveres con una estaca clavada en el corazón. Después cuenta que entró en la ciudad un grupo de monjes procedentes de los Cárpatos en una carreta tirada por mulas. Los monjes suplicaron asilo en un monasterio de Estambul y residieron en él durante nueve días y nueve noches. Eso es todo cuanto refiere, y las relaciones entre ambos hechos no están claras. No dice nada más sobre los monjes, ni explica qué fue de ellos. La palabra Cárpatos impulsó a mi amigo Selim a citarnos aquí.

Selim Aksoy asintió enérgicamente, pero yo no pude reprimir un suspiro. El párrafo poseía una siniestra resonancia. Me provocó la inquietante sensación de que no arrojaría la menor luz sobre nuestros problemas. El año 1477... Eso sí que era extraño, pero podía tratarse de una coincidencia. No obstante, la curiosidad me impulsó a formular una pregunta a Turgut. —Si la ciudad ya estaba gobernada por los otomanos, ¿cómo es que existía un monasterio que pudiera alojar a los monjes?

—Una buena pregunta, amigo mío —comentó con aire solemne Turgut—. Pero debo decirte que hubo cierto número de iglesias y monasterios en Estambul desde el mismísimo principio de la dominación otomana. El sultán tuvo la bondad de permitirlos.

Helen meneó la cabeza.

—Después de dar permiso a su ejército para que destruyera casi todas las iglesias de la ciudad o se apoderara de ellas para convertirlas en mezquitas.

—Es cierto que el sultán Mehmet conquistó la ciudad y permitió que sus tropas se entregaran al pillaje durante tres días —admitió Turgut—, pero no lo hubiera hecho si la ciudad se hubiera rendido en lugar de resistir. De hecho, ofreció un acuerdo pacífico.

También está escrito que cuando entró en Constantinopla y vio los daños que habían causado sus soldados (los edificios destruidos, las iglesias profanadas, los ciudadanos asesinados) lloró por la hermosa ciudad. Desde aquel momento permitió que abrieran cierto número de iglesias y concedió muchas ventajas a los habitantes bizantinos.

—También hizo esclavos a más de cincuenta mil de ellos —replicó Helen con sequedad—. No lo olvide.

Turgut le dedicó una sonrisa de admiración.

—Madame, es usted implacable. Yo sólo quería demostrar que nuestros sultanes no fueron monstruos. En cuanto conquistaban una región, se mostraban más bien permisivos, para lo que eran aquellos tiempos. Era la conquista lo que no se hacía de forma placentera. — Señaló la pared del fondo del archivo—. Allí está Su Gloriosa Majestad Mehmet en persona, por si quieren saludarle.

Yo me acerqué a mirar, aunque Helen se negó a moverse de donde estaba, testaruda. La reproducción enmarcada (la copia barata de una acuarela, al parecer) mostraba a un hombre corpulento, sentado, con un turbante blanco y rojo. Tenía la piel clara y una barba delicada, con cejas caligráficas y ojos color avellana. Sostenía una sola rosa frente a su gran nariz aguileña, que olía mientras miraba a la distancia. A mí me pareció más un sufí místico que un conquistador cruel.

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