Authors: Elizabeth Kostova
A todo esto siguió un vaso de agua con algo blanco y dulce en el plato que lo acompañaba.
—Esencia de rosas —dijo Helen, y lo probó—. Muy bueno. En Rumanía también hay.
Dejó caer un poco de la pasta blanca en el vaso y bebió, y yo la imité. No estaba seguro de qué efecto obraría el agua en mi digestión, pero no era el momento de preocuparse por esas minucias.
Cuando estábamos a punto de estallar, nos reclinamos contra los bajos divanes (ahora comprendí su uso, recuperarse tras una gigantesca comida) y Turgut nos miró con satisfacción.
—¿Están seguros de que han comido bastante? —Helen rió y yo gemí un poco, pero de todos modos él volvió a llenar nuestros vasos y las tazas de café—. Estupendo. Bien, vamos a hablar de lo que aún no hemos podido comentar. Antes que nada, me asombra pensar que ustedes también conocen al profesor Rossi, pero aún no entiendo su relación.
¿Es el director de su tesis, joven?
Y se sentó en una otomana, inclinado hacia nosotros con aire expectante.
Miré a Helen y ella hizo un leve movimiento de cabeza. Me pregunté si la esencia de rosas había suavizado sus sospechas.
—Bien, profesor Bora, temo que no hemos sido del todo sinceros con usted en este punto —confesé—. Pero nos hemos embarcado en una misión peculiar y no sabemos en quién confiar.
—Entiendo. —Sonrió—. Tal vez son más sagaces de lo que creen.
Eso me dio que pensar, pero Helen volvió a asentir y continué. —El profesor Rossi también posee un interés especial para nosotros, no sólo porque es el director de mi tesis, sino debido a cierta información que nos comunicó, me comunicó, y porque ha..., bien, ha desaparecido.
La mirada de Turgut era penetrante.
—¿Desaparecido, amigo mío?
—Sí.
Le hablé a toda prisa de mi relación con Rossi, de mi tesis doctoral, en la que estábamos trabajando, y del extraño libro que había encontrado en mi cubículo de la biblioteca.
Cuando empecé a describir el libro, Turgut se incorporó en su asiento y dio una palmada, pero sin decir nada. Se limitó a escuchar con mayor atención. Proseguí explicando que había enseñado el libro a Rossi y conté la historia del hallazgo de su libro. Tres libros, pensé cuando hice una pausa para recuperar el aliento. Conocíamos la existencia de tres de esos extraños libros: un número mágico. Pero ¿cómo estaban relacionados, cosa indudable?
Hablé de lo que Rossi nos había revelado sobre su investigación en Estambul (en este punto Turgut meneó la cabeza, como desconcertado) y de su descubrimiento en el archivo de que la imagen del dragón coincidía con la silueta de los mapas antiguos.
Conté a Turgut el modo en que Rossi había desaparecido, y también hablé de la grotesca sombra que había visto pasar sobre la ventana de su despacho la noche de su desaparición, y de que había empezado a buscarle sin ayuda de nadie, al principio escéptico acerca de su historia. Hice una nueva pausa, para dejar hablar a Helen, pues no quería revelar su historia sin permiso. Se removió y me miró en silencio desde las profundidades del diván, y ante mi sorpresa retomó la historia donde yo la había interrumpido y contó a Turgut todo lo que ya me había dicho, hablando con su voz grave y a veces áspera: la historia de su nacimiento, su venganza personal contra Rossi, la intensidad de su investigación de la historia de Drácula y su intención de investigar la leyenda en esta ciudad. Las cejas de Turgut se enarcaron hasta el borde de su pelo untado con brillantina. Las palabras de Helen, su profunda y clara articulación, la evidente magnificencia de su mente y tal vez también el rubor de sus mejillas en contraste con el azul claro del cuello de su blusa tiñeron de admiración el rostro del turco, o eso pensé yo, y por primera vez desde que habíamos conocido a Turgut sentí una punzada de hostilidad hacia él.
Cuando Helen hubo terminado nuestra historia, todos guardamos silencio unos momentos. La luz verde que bañaba aquella hermosa sala dio la impresión de acentuarse a nuestro alrededor, y una sensación de irrealidad todavía mayor me invadió. Por fin, Turgut habló.
—Su experiencia es muy notable y les agradezco que me la hayan contado. Y siento la triste historia de su familia, señorita Rossi. Aún me gustaría saber por qué el profesor Rossi se vio impelido a escribirme diciendo que no conocía nuestros archivos, lo cual parece una mentira, ¿verdad? Pero es terrible la desaparición de un erudito tan brillante. El profesor Rossi fue castigado por algo..., o tal vez esté padeciendo el castigo en estos mismos momentos.
La sensación de languidez en mi mente se desvaneció al instante, como si una brisa fresca la hubiera barrido.
—¿Por qué está tan seguro de eso? ¿Cómo demonios podremos encontrarle si es cierto?
—Soy un racionalista, como usted —dijo en voz baja Turgut—, pero creo instintivamente en lo que el profesor Rossi le dijo aquella noche. Y tenemos pruebas de sus palabras en lo que el antiguo bibliotecario del archivo me dijo, acerca de que un investigador extranjero huyó aterrado de allí, y en mi descubrimiento del nombre del profesor Rossi en el archivo.
Por no hablar de la aparición de un monstruo con sangre... —Calló—. Y ahora esa horrible aberración, su nombre, el nombre de su artículo, añadido a la bibliografía del archivo. ¡Me confunde ese añadido! Han hecho lo correcto, amigos, al venir a Estambul. Si el profesor Rossi está aquí, le encontraremos. Hace tiempo que me pregunto si la tumba de Drácula podría estar aquí. Me parece que si alguien ha puesto hace poco el nombre de Rossi en esa bibliografía, es probable que el profesor esté aquí. Y usted cree que le encontraremos en el lugar donde Drácula fue enterrado. Me dedicaré por entero a su servicio en este asunto. Me siento... responsable de ustedes en esto.
—Debo hacerle una pregunta. —Helen nos miró a los dos con los ojos entornados—. Profesor Bora, ¿cómo es que apareció en nuestro restaurante anoche? Me parece una coincidencia excesiva que se presentara cuando acabábamos de llegar a Estambul en busca de un archivo que a usted tanto le ha interesado durante todos estos años.
Turgut se había levantado, cogió una pequeña caja de latón de una mesita auxiliar y la abrió para ofrecernos cigarrillos. Yo me negué, pero Helen tomó uno y dejó que él se lo encendiera. El hombre encendió uno para él y ambos se miraron, de modo que por un momento me sentí excluido de una manera sutil. El tabaco tenía un perfume delicado y no cabía duda de que era de excelente calidad. Me pregunté si era el mismo tabaco turco tan famoso en Estados Unidos. Turgut exhaló el humo, mientras Helen se quitaba las zapatillas y doblaba las piernas bajo su cuerpo, como si estuviera acostumbrada a descansar sobre almohadones orientales. Era una faceta que no había observado hasta entonces, esa elegancia espontánea bajo el hechizo de la hospitalidad.
Por fin Turgut habló.
—¿Cómo fue que coincidí con ustedes en el restaurante? Me he hecho esta pregunta varias veces, porque yo tampoco encuentro la respuesta. Pero puedo decirles con absoluta sinceridad, amigos míos, que no sabía quiénes eran ustedes o qué estaban haciendo en Estambul cuando me senté cerca de su mesa. De hecho, voy a comer con frecuencia a ese lugar porque es mi favorito del barrio viejo, y a veces me llego paseando entre clase y clase. Aquel día entré casi sin pensarlo, y como sólo vi a dos extranjeros, me sentí solo y no quise sentarme en un rincón. Mi esposa dice que soy un caso perdido de entablar amistades.
Sonrió y dejó caer la ceniza del cigarrillo en un platillo de cobre, al tiempo que lo empujaba hacia Helen.
—Pero no es una costumbre tan mala, ¿verdad? En cualquier caso, cuando vi su interés en mi archivo, me sorprendí y conmoví, y ahora que he escuchado una historia tan notable, siento que debo ayudarles durante su estancia en Estambul. Al fin y al cabo, ¿por qué fueron ustedes a mi restaurante favorito? ¿Por qué entré a cenar con mi libro? Veo que es usted suspicaz, madame, pero no puedo darle ninguna respuesta, excepto decir que esa coincidencia me da esperanzas. «Hay más cosas en el cielo y en la tierra...»
Nos miró con aire pensativo, y su rostro era franco y sincero, y algo más que triste.
Helen exhaló una bocanada de humo turco hacia la luz vaporosa del sol.
—Muy bien —dijo—. Tendremos esperanza. Y ahora, ¿qué haremos con nuestra esperanza? Hemos visto los mapas originales y hemos visto la bibliografía de la Orden del Dragón, que Paul deseaba tanto ver. Pero ¿adónde nos conduce eso?
—Acompáñenme —dijo de repente Turgut. Se puso en pie y la última lasitud de la tarde se desvaneció. Helen apagó el cigarrillo y también se levantó, de modo que su manga rozó mi mano. Los seguí.
—Hagan el favor de venir a mi estudio un momento.
Turgut abrió una puerta entre los pliegues de seda y lana antiguas y se apartó a un lado educadamente.
Me quedé muy quieta en el asiento del tren, mirando el periódico del hombre sentado delante de mí. Pensé que debía moverme un poco, actuar con naturalidad, de lo contrario atraería su atención, pero estaba tan inmóvil que empecé a imaginar que no le había oído respirar, y hasta me costó respirar a mí. Al cabo de un momento, mis peores temores se hicieron realidad: habló sin bajar el diario. Su voz era igual que sus zapatos y sus pantalones a medida. Me habló en inglés con un acento que no pude identificar, aunque poseía cierto toque francés... ¿O acaso yo lo estaba mezclando con los titulares que bailaban en la portada de Le Monde, desordenándose ante mis ojos agonizantes? Estaban sucediendo cosas terribles en Camboya, en Argelia, en lugares de los que nunca había oído hablar, y mi francés había mejorado mucho ese último año. Pero el hombre me habló desde detrás del periódico, sin moverlo ni un milímetro. Se me puso la carne de gallina cuando escuché su voz, porque no di crédito a mis oídos. Su voz era serena, culta. Formuló una sola pregunta:
—¿Dónde está tu padre, querida?
Me arranqué del asiento y salté hacia la puerta. Oí que el periódico caía a mi espalda, pero toda mi concentración estaba dedicada al pestillo. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí en un momento de miedo desmesurado. Salí sin mirar atrás y corrí en la dirección que había tomado Barley para ir al vagón restaurante. Había más personas en los compartimientos, con las cortinas descorridas, sus libros, periódicos y cestas de picnic colocadas a su lado, y volvieron la cara con curiosidad cuando crucé el pasillo como una exhalación. No pude detenerme ni para escuchar si me seguían pasos. Recordé de repente que había dejado nuestras bolsas en el compartimiento, en la rejilla de los equipajes. ¿Se apoderaría de ellos? ¿Las registraría? El bolso colgaba de mi brazo. Me había quedado dormida con él alrededor de la muñeca, como siempre que llevaba en público.
Barley estaba al final del vagón restaurante, con el libro abierto sobre una amplia mesa.
Había pedido té y varias cosas más y tardó un momento en alzar la vista de su pequeño reino y registrar mi presencia. Mi aspecto debía ser terrible, porque me sentó a su lado enseguida.
—¿Qué pasa?
Apreté la cara contra su cuello e hice un esfuerzo para contener el llanto.
——Desperté y había un hombre en nuestro compartimiento, leyendo el diario, y no podía ver su cara.
Barley apoyó una mano en mi pelo.
—¿Un hombre con un periódico? ¿Por qué estás tan trastornada?
—No me dejó ver su cara —susurré, y me volví a mirar la entrada del vagón restaurante.
No había nadie, ninguna figura vestida de oscuro entró—. Pero me habló desde detrás del periódico.
—¿Sí?
Al parecer, Barley había descubierto que le gustaban mis rizos.
—Me preguntó dónde estaba mi padre.
—¿Cómo? —Barley se enderezó—. ¿Estás segura?
—Sí, en inglés. —Yo también me incorporé—. Huí, y creo que no me siguió, pero está en el tren. Tuve que dejar nuestras bolsas en el compartimiento.
Barley se mordió el labio. Casi esperé ver sangre sobre su piel clara. Después hizo una seña al camarero, se puso de pie, habló un momento con él y buscó en sus bolsillos una generosa propina, que dejó al lado de su taza de té.
—Nuestra siguiente parada es Boulois —dijo—, dentro de dieciséis minutos.
—¿Qué haremos con nuestras bolsas?
—Tú tienes tu bolso y yo mi cartera con el dinero. —De pronto, Barley calló y me miró—. Las cartas...
—Están en mi bolso —me apresuré a decir.
—Gracias a Dios. Quizá debamos abandonar el resto de nuestro equipaje, pero da igual.
Barley tomó mi mano y fuimos al final del vagón restaurante, hasta entrar en la cocina, ante mi sorpresa. El camarero corrió detrás de nosotros y nos indicó un pequeño hueco cerca de los frigoríficos. Barley señaló. Había una puerta al lado. Allí permanecimos dieciséis minutos, yo aferrada a mi bolso. Parecía natural que nos abrazáramos en aquel reducido espacio, como dos refugiados. De repente, recordé el regalo de mi padre y subí la mano hacia él: el crucifijo colgaba sobre mi garganta a plena vista. No era de extrañar que no hubiera bajado el periódico en ningún momento.
Por fin, el tren empezó a disminuir la velocidad, los frenos se estremecieron y chirriaron, y nos detuvimos. El camarero empujó una palanca y la puerta que había cerca de nosotros se abrió. Dedicó a Barley una mirada conspiratoria. Debía pensar que eran asuntos del corazón y que mi padre, airado, nos perseguía por el tren, o algo por el estilo.
—Baja del tren, pero quédate pegada al vagón —me aconsejó Barley sin alzar la voz, y descendimos al andén. La rústica estación estaba rodeada de árboles plateados, y el aire era tibio y fragante—. ¿Lo ves?
Miré hasta que vi a alguien entre los pasajeros que desembarcaban, casi al final del tren, una figura alta de hombros anchos vestida de negro, una figura con algo de malignidad en todo su ser, provista de una cualidad tenebrosa que me revolvió el estómago. Ahora se tocaba con un sombrero oscuro, de modo que no pude ver su cara. Sostenía un maletín oscuro y algo blanco enrollado, tal vez el periódico.
—Es él.
Intenté no señalar, y Barley, sin pérdida se tiempo, me obligó a subir enseguida al tren.
—Mantente fuera de su vista. Veré adónde va. Está mirando arriba y abajo. —Barley se asomó, mientras yo reculaba cobardemente, con el corazón martilleando en el pecho. Él sujetaba mi brazo con firmeza—. Bien... Se aleja en dirección contraría. No, ahora vuelve.