La Historiadora (15 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Las sombras bajo los árboles se habían alargado hasta proporciones desmesuradas, y mi padre pisó una castaña con sus excelentes zapatos. Tuve la sensación de que, si hubiera sido un hombre grosero, habría escupido en el suelo en aquel momento, para expulsar algún sabor desagradable. En cambio, se limitó a tragar saliva y recobró la serenidad con una sonrisa.

—¡Señor! ¿De qué estábamos hablando? Parece que esta tarde nos sentimos muy tristes.

Intentó sonreír, pero también me lanzó una mirada que hablaba de preocupación, como si alguna sombra pudiera caer sobre mí, sobre mí en particular, y borrarme sin previo aviso de la escena.

Retiré mi mano entumecida del borde del banco y también procuré mostrarme jovial con un esfuerzo. ¿Cuándo se había convertido en un esfuerzo?, me pregunté, pero ya era demasiado tarde. Estaba trabajando por él, le distraía como antes me distraía él. Me refugié en una leve petulancia, no excesiva, por temor a despertar sus sospechas.

—Debo decir que vuelvo a tener hambre, pero de comida de verdad.

Sonrió con algo más de naturalidad, y sus estupendos zapatos golpearon el suelo cuando me alargó una mano galante invitándome a ponerme de pie y se puso a llenar nuestra bolsa con botellas de Naranca vacías y las demás reliquias de nuestro picnic. Recogí mi parte de buena gana, aliviada ahora porque eso significaba que se marcharía conmigo en lugar de demorarse contemplando la fachada del castillo. Yo me había vuelto una vez, cerca del final de la historia, y había mirado la ventana superior, donde una forma oscura había sustituido a la anciana que limpiaba la casa. Hablé a toda prisa, dije lo primero que me vino a la cabeza. Mientras mi padre no la viera, no habría enfrentamiento. Ambos estaríamos a salvo.

14

Me había mantenido alejada de la biblioteca de la universidad un tiempo, en parte porque mis investigaciones en ella me ponían nerviosa, y en parte porque intuía que la señora Clay sospechaba de mis ausencias después de clase. Yo siempre la llamaba, tal como había prometido, pero cierta timidez cada vez más acentuada en su voz cuando hablábamos por teléfono me impelía a imaginarla sosteniendo embarazosas discusiones con mi padre. No la imaginaba experta en vicios, y por lo tanto capaz de sospechar algo concreto, pero quizá mi padre se había forjado alguna teoría (¿drogas?, ¿chicos?). Y en ocasiones me dirigía miradas tan angustiadas, que no deseaba preocuparla más.

Por fin, sin embargo, la tentación fue demasiado fuerte, y decidí volver a la biblioteca, pese a mi inquietud. Esta vez fingí que iba a ver una película nocturna con una aburrida chica de mi clase (sabía que Johan Binnerts trabajaba en la sección medieval los miércoles por la noche, y que mi padre tenía una reunión en el Centro), y me marché con mi nuevo abrigo antes de que la señora Clay pudiera abrir la boca.

Resultaba raro ir a la biblioteca de noche, sobre todo cuando encontré la sala principal tan llena como siempre de estudiantes de aspecto cansado. No obstante, la sala de lectura medieval estaba vacía. Me acerqué en silencio al escritorio del señor Binnerts, y le encontré examinando una pila de libros nuevos. Nada que pudiera interesarme, me informó con una dulce sonrisa, puesto que a mí sólo me gustaban las cosas horribles. Pero me había apartado un volumen, ¿por qué no había ido antes a buscarlo? Aduje unas débiles excusas y el hombre lanzó una risita.

—Temía que te hubiera pasado algo, o que hubieras seguido mi consejo y encontrado un tema más agradable para una señorita, pero también habías despertado mi interés, así que te encontré esto.

Tomé el libro agradecida, y el señor Binnerts dijo que iba a su cuarto de trabajo, pero que volvería pronto para ver si necesitaba algo. Me había enseñado el cuarto de trabajo una vez, un pequeño cubículo con ventanas situado al fondo de la sala de lectura, donde los bibliotecarios restauraban libros antiguos maravillosos y pegaban tarjetas en los nuevos. La sala de lectura se quedó más silenciosa que nunca cuando el hombre se fue, pero yo abrí ansiosamente el libro que me había dado.

Era un hallazgo notable, aunque ahora sé que es un documento esencial para conocer la historia del siglo XV en Bizancio, una traducción de la Istoria Turco-Bizantina de Michael Doukas. Doukas tiene mucho que decir sobre el conflicto entre Vlad Drácula y Mehmet II, y fue en esa mesa donde leí por primera vez la famosa descripción del espectáculo que vieron los ojos de Mehmet cuando invadió Valaquia en 1462 y llegó a Târgoviste, la capital desierta de Drácula. En las afueras de la ciudad, afirmaba Doukas, Mehmet fue recibido por «miles y miles de estacas cargadas de muertos en lugar de fruta». En el centro de este jardín de muerte estaba el plato fuerte de Drácula: el general favorito de Mehmet, Hamza, empalado entre los demás con su «delgada vestidura púrpura».

Yo recordaba el archivo del sultán Mehmet, el que Rossi había ido a examinar a Estambul.

El príncipe de Valaquia había sido una espina clavada en el costado del sultán, de eso no cabía duda. Pensé que sería una buena idea leer algo sobre Mehmet. Tal vez habría información sobre él que explicara su relación con Drácula. No sabía por donde empezar, pero el señor Binnerts había dicho que pronto volvería para ver cómo me iba.

Había dado vueltas, impaciente, a la idea de ir a ver dónde estaba, cuando oí un ruido al fondo de la sala. Fue una especie de golpe sordo, más una vibración en el suelo que un sonido, como el ruido que haría un pájaro al estrellarse en pleno vuelo contra una ventana pulida. Algo me impulsó a dirigirme hacia el punto del impacto, fuera cual fuera, y me descubrí entrando a toda prisa en el cuarto de trabajo situado al final de la sala. No vi al señor Binnerts a través de las ventanas, cosa que por un momento me tranquilizó, pero cuando abrí la puerta de madera vi una pierna en el suelo, una pierna dentro de una pernera gris sujeta a un cuerpo retorcido, el jersey azul vuelto hacia arriba sobre el torso dislocado, el pelo cano manchado de sangre, la cara por suerte semioculta, aplastada, parte de ella todavía pegada a la esquina del escritorio. Al parecer, un libro había resbalado de las manos del señor Binnerts. Estaba en el suelo, como él. En la pared encima del escritorio, había una mancha de sangre con la huella de una mano grande estampada, como el dibujo ejecutado por un niño. Me esforcé tanto por no emitir el menor sonido que mi grito, cuando se produjo, dio la impresión de pertenecer a otra persona.

Pasé un par de noches en el hospital. Mi padre insistió, y el doctor que me atendía era un viejo amigo. Mi padre se mostró tierno y serio, sentado en el borde de la cama, o de pie junto a la ventana con los brazos cruzados mientras el agente de policía me interrogaba por tercera vez. No había visto entrar a nadie en la sala de la biblioteca. Había estado leyendo tranquilamente en la mesa. Había oído un golpe sordo. No conocía al bibliotecario demasiado, pero me caía bien. El agente aseguró a mi padre que yo no era sospechosa, sino lo más parecido al único testigo con el que contaban. Pero yo no había sido testigo de nada, nadie había entrado en la sala de lectura, de eso estaba segura, y el señor Binnerts no había gritado. No había heridas en otras partes de su cuerpo. Alguien había aplastado el cráneo del pobre hombre contra la esquina del escritorio. Fue precisa una fuerza prodigiosa.

El agente de policía meneó la cabeza, perplejo. La mano impresa en la pared no pertenecía al bibliotecario. No se encontró sangre en sus manos. Además, la huella no coincidía con las de él, y era una impresión extraña, con las huellas dactilares singularmente borrosas.

Habrían sido fáciles de identificar, explicó el policía a mi padre, pero no las tenían archivadas. Un caso difícil. Amsterdam ya no era la ciudad en que había crecido, ahora la gente arrojaba bicicletas al canal, por no hablar de aquel terrible incidente del año pasado con la prostituta que... Mi padre le silenció con la mirada.

Cuando el agente se fue, mi padre volvió a sentarse en el borde de la cama y me preguntó por primera vez qué estaba haciendo en la biblioteca. Expliqué que había ido a estudiar, que me gustaba ir allí después de clase para hacer los deberes, porque la sala de lectura era silenciosa y confortable. Tenía miedo de que estuviera a punto preguntar por qué había elegido la sección medieval, pero guardó silencio para mi alivio.

No le conté que, cuando la gente entró corriendo en la biblioteca después de mi chillido, había metido instintivamente en mi bolsa el volumen que el señor Binnerts sujetaba al morir. La policía registró mi bolsa, por supuesto, cuando entró en la sala, pero no dijeron nada acerca del libro. ¿Por qué habrían tenido que fijarse en él? No estaba manchado de sangre. Era un volumen francés del siglo XIX sobre iglesias rumanas, y había caído abierto por la página de la iglesia del lago Snagov, sufragada con generosidad por Vlad III de Valaquia. La tradición afirmaba que su tumba estaba situada en ella, delante del altar, según un pequeño texto escrito debajo de un plano del ábside. No obstante, el autor señalaba que aldeanos cercanos a Snagov sostenían otras teorías. ¿Qué teorías?, me pregunté, pero no había nada más en aquella iglesia en particular. El dibujo del ábside tampoco mostraba nada especial.

Sentado en el borde de la cama del hospital, mi padre meneó la cabeza.

—Quiero que estudies en casa a partir de ahora —dijo en voz baja. Habría preferido que no lo hubiera dicho. Tampoco habría vuelto a entrar por nada del mundo en aquella biblioteca.—. La señora Clay podría dormir en tu habitación una temporada si te sientes inquieta, y siempre que quieras iremos a ver al médico. Bastará con que me avises.

Yo asentí, aunque pensé que prefería estar sola con la descripción de la iglesia de Snagov que con la señora Clay. Sopesé la idea de tirar el volumen a nuestro canal (el destino de las bicicletas que había mencionado el policía), pero sabía que, a la larga, querría volver a abrirlo, a la luz del día, para leerlo de nuevo. Lo querría hacer no sólo por mí, sino por el señor Binnerts, que ahora yacía en algún depósito de cadáveres de la ciudad.

Unas semanas más tarde, mi padre dijo que a mis nervios les sentaría hacer un viaje, y comprendí que, en realidad, eso significaba que prefería no dejarme en casa. Los franceses, explicó, querían conferenciar con representantes de la fundación antes de iniciar las conversaciones sobre la Europa del Este aquel invierno, y nosotros íbamos a reunirnos con ellos por última vez. Sería el mejor momento en la costa mediterránea, después de que las hordas de turistas se largaran pero antes de que el paisaje empezara a adquirir un aspecto yermo. Examinamos el mapa con detenimiento, y nos alegramos de que los franceses hubieran variado su elección habitual de París como punto de reunión y propuesto la privacidad de un complejo vacacional cercano a la frontera española, cerca de esa pequeña joya de Colliure se regocijó mi padre, y tal vez algo parecido. Justo hacia el interior se hallaban Les Bains y Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, señalé pero cuando lo dije la cara de mi padre se ensombreció y empezó a buscar en la costa otros nombres interesantes. El desayuno al aire libre en la terraza de Le Corbeau, donde nos hospedábamos, fue tan estupendo que me quedé un rato más, después de que mi padre se reuniera con otros hombres encorbatados en la sala de conferencias. Saqué mis libros a regañadientes y eché frecuentes miradas al agua azul, a unos escasos cientos de metros de distancia. Estaba tomando mi segunda taza de chocolat amargo, soportable gracias a un terrón de azúcar y un montón de panecillos recién hechos. La luz del sol que bañaba las fachadas de las viejas casas parecía eterna en el seco clima mediterráneo, con su transparente luz preternatural, como si ninguna tormenta hubiera osado jamás acercarse a ese lugar. Desde donde estaba sentada veía un par de veleros madrugadores en el borde del mar, y unos niños pequeños que iban con su madre, sus cubos y sus (para mí) peculiares trajes de baño franceses a la playa que había nada más salir del hotel. La bahía se curvaba a nuestro alrededor hacia la derecha, en forma de colinas dentadas. Una de ellas estaba coronada por una fortaleza desmoronada del mismo color de las rocas y la hierba agostada, olivos que se elevaban sin éxito hacia ella, con el delicado cielo azul de la mañana extendiéndose al otro lado.

Me sentí por un momento abandonada, experimenté una punzada de envidia por aquellos niños tan contentos con su madre. Yo no tenía madre ni una vida normal. No estaba muy segura de lo que quería decir con una «vida normal», pero mientras pasaba las páginas de mi libro de biología, en busca del comienzo del tercer capítulo, pensé vagamente que tal vez quisiera decir vivir en un único lugar, con padre y una madre que siempre estaban a la hora de cenar, en un lugar en el que ir de vacaciones significara ir a la playa habitual, no una existencia nómada incesante. Al contemplar a aquellos niños acomodarse en la arena con sus palas, estaba segura de que nunca se verían amenazados por la sordidez de la historia.

Después, al contemplar sus cabezas rutilantes, comprendí que sí estaban amenazados, sólo que no eran conscientes de ello. Todos éramos vulnerables. Me estremecí y consulté mi reloj. Dentro de cuatro horas, mi padre y yo comeríamos en esta terraza. Después volvería a estudiar, y pasadas las cinco de la tarde iríamos de paseo hasta la erosionada fortaleza que adornaba el horizonte cercano, desde la cual, dijo mi padre, se podía ver la pequeña iglesia bañada por el mar del otro lado, en Colliure. Durante este nuevo día aprendería más álgebra, algunos verbos alemanes, leería un capítulo sobre la Guerra de las Rosas, y después... ¿qué? En lo alto del acantilado reseco escucharía la historia de mi padre. La relataría de mala gana, con la vista clavada en el suelo arenoso o tamborileando sobre la roca excavada siglos atrás, absorto en sus propios temores. Y me tocaría estudiarla de nuevo, ordenar las piezas del rompecabezas. Un niño chilló más abajo, tuve un sobresalto y derramé mi cacao.

15

Cuando terminé de leer la última carta de Rossi —dijo mi padre—, me sentí desolado de nuevo, como si mi mentor hubiera desaparecido por segunda vez. Pero ahora estaba convencido de que su desaparición no tenía nada que ver con un viaje en autocar a Hartford o la enfermedad de algún familiar residente en Florida (o Londres), tal como la policía había intentado dar por sentado. Alejé estos pensamientos de mi mente y me puse a examinar sus demás papeles. Leer primero, asimilarlo todo. Después, construir una cronología y empezar, con mucha parsimonia, a extraer conclusiones. Me pregunté si Rossi habría llegado a intuir que, al aleccionarme, tal vez estaba asegurando su propia supervivencia. Era como un examen final horripilante, aunque yo esperaba con todo mi corazón que no fuera el final de ninguno de ambos. No haría planes hasta no haberlo leído todo, me dije, pero ya imaginaba lo que debería hacer. Abrí de nuevo el paquete descolorido.

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