Authors: Elizabeth Kostova
Helen me dedicó su sonrisa más amarga y radiante, pero yo le apreté la mano.
—Baja la voz —dije—. Si no tienes cuidado, tendré que ser cauteloso por los dos.
El aeropuerto de Sofía era diminuto. Había esperado un lugar digno del comunismo moderno, pero bajamos a una pista modesta y la atravesamos con los demás pasajeros. Casi todos eran búlgaros, me pareció, y traté de entender algo de sus conversaciones. Eran gentes bien parecidas, algunas sorprendentemente guapas, y sus rostros variaban desde los eslavos pálidos de ojos oscuros hasta el bronce de Oriente Próximo, un caleidoscopio de tonos intensos y cejas negras hirsutas, narices largas y anchas, aguileñas o ganchudas, jovencitas de pelo negro rizado y frente noble, y ancianos enérgicos desdentados. Sonreían o reían y hablaban animadamente entre sí. Un hombre alto gesticulaba a su acompañante con un periódico doblado. Sus ropas no eran occidentales, aunque hubiera sido difícil describir el corte de los trajes y faldas, los pesados zapatos y los sombreros oscuros, todos desconocidos para mí.
También me pareció percibir una felicidad apenas disimulada entre esta gente cuando sus pies tocaron suelo (o asfalto) búlgaro, y esto alteró la imagen que me había forjado de una nación aliada de los soviéticos al cien por cien, mano derecha de Stalin incluso ahora, un año después de su muerte, un país triste, atrapado en fantasías que tal vez nunca superaría.
Las dificultades de obtener un visado búlgaro en Estambul (un paso facilitado en gran parte por los fondos del sultán que manejaba Turgut, y en parte por las llamadas de tía Eva a su equivalente búlgaro) sólo habían servido para aumentar el nerviosismo que me causaba este país, y los burócratas adustos que al final, a regañadientes, habían sellado nuestros pasaportes en Budapest ya se me habían antojado embalsamados en la opresión. Helen me había confesado que el mismo hecho de que la embajada búlgara nos hubiera concedido visados la ponía nerviosa.
Los búlgaros auténticos, sin embargo, parecían constituir una raza diferente por completo.
Al entrar en el edificio del aeropuerto, nos encontramos con las colas de la aduana, y aquí aún era mayor el estruendo de carcajadas y conversaciones, y vimos que los parientes saludaban con las manos desde detrás de las barreras y llamaban a gritos. La gente que nos rodeaba estaba declarando pequeñas cantidades de dinero y recuerdos de Estambul y de destinos anteriores, y cuando nos llegó el turno hicimos lo propio.
Las cejas del joven oficial de aduanas desaparecieron bajo su gorra al ver nuestros pasaportes, y los dejó a un lado para consultar unos minutos con otro oficial.
—Maldita sea —masculló Helen.
Varios oficiales uniformados se congregaron alrededor de nosotros y el de más edad y aspecto más pomposo empezó a interrogarnos en alemán, francés y, por fin, en un inglés deficiente. Tal como nos había aconsejado tía Eva, saqué con calma nuestra carta improvisada de la Universidad de Budapest, la cual imploraba al Gobierno búlgaro que nos dejara entrar por motivos académicos importantes, así como la carta que tía Eva había obtenido para nosotros de un amigo que tenía en la embajada búlgara.
No sé qué dedujo el oficial de la carta académica y su extravagante mezcla de inglés, húngaro y francés, pero la carta de la embajada estaba en búlgaro y llevaba el sello de la embajada. El oficial la leyó en silencio, con el ceño fruncido, y después su rostro adoptó una expresión sorprendida, incluso estupefacta, y nos miró con algo parecido al asombro.
Eso me puso todavía más nervioso que su anterior hostilidad, y pensé que Eva había sido un poco vaga acerca del contenido de la carta de la embajada. No podía preguntar qué ponía, por supuesto, y me sentí muy desconcertado cuando el oficial sonrió y me dio una palmada en el hombro. Se dirigió a una cabina telefónica, y tras considerables esfuerzos dio la impresión de que había logrado ponerse en contacto con alguien. No me gustó su forma de sonreír ni su manera de mirarnos al cabo de unos segundos. Helen se removió inquieta a mi lado, y caí en la cuenta de que debía estar entendiendo más cosas que yo. El oficial colgó por fin con un gesto elegante, nos prestó ayuda para reunirnos con nuestras maletas polvorientas y nos condujo a un bar del aeropuerto, donde nos invitó a un vasito de un brandy fortísimo llamado rakiya, que se tomó de un trago. Nos preguntó en varios idiomas mal hablados cuánto tiempo llevábamos comprometidos con la revolución, cuándo nos habíamos afiliado al Partido, y así sucesivamente, nada de lo cual contribuyó a tranquilizarme, sino a atormentarme todavía más por las posibles incorrecciones de nuestra carta de presentación. No obstante, imité a Helen y me limité a sonreír, o a soltar comentarios neutrales. El oficial brindó por la amistad entre los trabajadores de todas las naciones y volvió a llenar nuestros vasos, así como el de él. Si alguno de nosotros hacía algún comentario (alguna perogrullada sobre la visita a su hermoso país, por ejemplo), meneaba la cabeza con una amplia sonrisa, como si contradijera nuestras afirmaciones. Yo me puse nervioso, hasta que Helen me susurró lo que había leído sobre la idiosincrasia de esta cultura: los búlgaros negaban con la cabeza para expresar su acuerdo y asentían en señal de desacuerdo.
Cuando habíamos bebido exactamente tanta rakiya cuanto yo podía tolerar con impunidad, nos salvó la aparición de un hombre de expresión avinagrada con traje oscuro y sombrero.
Parecía sólo un poco mayor que yo, y habría sido guapo de no ser porque ninguna expresión de placer cruzaba su rostro en momento alguno. Su bigote oscuro apenas cubría los labios desaprobadores y el flequillo de pelo negro que caía sobre su frente no ocultaba su ceño fruncido. El oficial le saludó con deferencia y le presentó como el guía que nos habían asignado en Bulgaria, y explicó que se trataba de un privilegio, porque Krassimir Ranov era una persona muy respetada en el Gobierno búlgaro, relacionada con la Universidad de Sofía, y conocía mejor que nadie los lugares interesantes de su antiguo y glorioso país.
Estreché la mano fría como un pescado del hombre entre una neblina de brandy y lamenté mucho no poder visitar Bulgaria sin guía. Helen parecía menos sorprendida por todo esto, y le saludó, en mi opinión, con la mezcla correcta de aburrimiento y desdén. El señor Ranov aún no había pronunciado palabra, pero dio la impresión de albergar una gran antipatía por Helen, incluso antes de que el oficial informara en voz demasiado alta de que era húngara y estaba estudiando en Estados Unidos. Esta explicación provocó que su bigote se agitara sobre una sombría sonrisa.
—Profesor, madame —dijo (sus primeras palabras), y nos dio la espalda. El oficial de aduanas sonrió, nos estrechó la mano, me palmeó los hombros como si ya fuéramos viejos amigos y después indicó con un gesto que debíamos seguir a Ranov.
Al salir del aeropuerto, Ranov detuvo un taxi, cuyo interior era el más anticuado que yo había visto jamás en un vehículo, con asientos de tela negra rellena de algo que habría podido ser pelo de caballo, y nos dijo desde el asiento delantero que nos habían reservado habitaciones en un hotel de excelente reputación.
—Creo que lo encontrarán cómodo, y tiene un excelente restaurante. Mañana desayunaremos juntos allí y me explicarán la naturaleza de su investigación y en qué puedo ayudarles para terminarla. Sin duda desearán conocer a sus colegas de la Universidad de Sofía y de los ministerios pertinentes. Después les organizaremos un breve viaje por algunos lugares históricos de Bulgaria.
Sonrió con amargura y yo le miré con creciente horror. Su inglés era demasiado bueno. Pese a su marcado acento, poseía el sonido correcto pero monótono de uno de esos discos con los que puedes aprender un idioma en treinta días.
Su rostro también tenía algo familiar. Nunca le había visto, por supuesto, pero me hizo pensar en alguien a quien conocía, con la frustración adicional de no ser capaz de recordar quién demonios era. Esta sensación me persiguió durante aquel primer día en Sofía, me atormentó durante la visita guiada a la ciudad. Sofía era de una belleza extraña, una mezcla de elegancia decimonónica, esplendor medieval y relucientes monumentos nuevos de estilo socialista. En el centro de la ciudad vimos el sombrío mausoleo que alberga el cadáver embalsamado del dictador estalinista Georgi Dimitrov, fallecido cinco años antes. Ranov se quitó el sombrero antes de entrar en el edificio y nos dejó pasar. Nos sumamos a una cola de búlgaros silenciosos que desfilaban ante el ataúd abierto de Dimitrov. La cara del dictador estaba cerúlea, con un frondoso bigote oscuro como el de Ranov. Pensé en Stalin, cuyo cadáver se había reunido con el de Lenin el año anterior en un altar similar de la plaza Roja. Estas culturas ateas se mostraban muy diligentes a la hora de conservar las reliquias de sus santos.
Mi mal presentimiento con respecto a nuestro guía se intensificó cuando le pregunté si podía ponernos en contacto con Anton Stoichev. Le vi encogerse.
—El señor Stoichev es un enemigo del pueblo —nos aseguró con su voz irritable—. ¿Por qué quieren verle? —Y después añadió algo extraño—: Por supuesto, si así lo desean, me encargaré de solucionarlo. Ya no da clases en la universidad. Debido a sus opiniones religiosas, no podíamos confiarle a nuestra juventud. Pero es famoso. ¿Tal vez desean verle por este motivo?
—Han ordenado a Krassimir Ranov que nos conceda todo cuanto pidamos —me dijo Helen en voz baja cuando estuvimos un momento solos, delante del hotel—. ¿Por qué? ¿Por qué cree alguien que es una buena idea?
Nos miramos atemorizados.
—Ojalá lo supiera —dije.
—Hemos de tener mucho cuidado. —La expresión de Helen era seria, lo dijo en voz baja, y no me atreví a besarla en público—. Si te parece, a partir de este momento, no revelaremos otra cosa que nuestros intereses académicos, y lo menos posible, si hemos de hablar de nuestro trabajo delante de él.
—De acuerdo.
En estos últimos años me he descubierto recordando una y otra vez la primera vez que vi la casa de Anton Stoichev. Tal vez me produjo una impresión tan profunda debido al contraste entre la Sofía urbana y este refugio que se hallaba en las afueras, o quizá lo recuerdo tan a menudo debido al propio Stoichev, la naturaleza particular y sutil de su presencia. Sin embargo, creo que experimento un definido hálito de esperanza cuando recuerdo la puerta de Stoichev, porque nuestro encuentro con él supuso un paso decisivo en la búsqueda de Rossi.
Mucho después, cuando leía en voz alta información acerca de los monasterios que había extramuros de la Constantinopla bizantina, santuarios adonde sus habitantes escapaban a veces de edictos sobre algún aspecto de los rituales eclesiásticos, donde no estaban protegidos por las grandes murallas de la ciudad, sino un poco a salvo de la tiranía del Estado, pensaba en Stoichev. Su jardín, sus manzanos y cerezos inclinados moteados de blanco, la casa asentada en un patio profundo, sus hojas nuevas y colmenas azules, la doble puerta de madera antigua, la tranquilidad que reinaba en el lugar, el aire de devoción, de retiro deliberado.
Nos quedamos ante la cancela mientras el polvo se posaba alrededor del coche de Ranov.
Helen fue la primera en levantar el tirador de uno de los viejos pestillos. Ranov se demoró con aire hosco, como si detestara que alguien le viera allí, incluso nosotros, y yo me sentía extrañamente clavado al suelo. Por un momento, me sentí hipnotizado por la vibración matutina de hojas y abejas, y por una sensación de miedo inesperada y enfermiza. Quizá Stoichev no nos sería de ayuda, pensé, un callejón sin salida definitivo, en cuyo caso regresaríamos a casa después de haber recorrido un largo camino hacia ninguna parte. Ya lo había imaginado un centenar de veces: el vuelo en silencio a Nueva York desde Sofía o Estambul (me gustaría ver a Turgut una vez más, pensé) y la reorganización de mi vida sin Rossi, las preguntas sobre dónde había estado, los problemas con el departamento derivados de mi larga ausencia, la reanudación de mi tesis sobre los comerciantes holandeses (gente plácida, prosaica) bajo la batuta de un nuevo director infinitamente inferior, y la puerta cerrada del despacho de Rossi. Por encima de todo, temía aquella puerta cerrada, y la consiguiente investigación, el interrogatorio inadecuado de la policía («Bien, señor... Paul, ¿no es cierto? ¿Inició un viaje dos días después de la desaparición del director de su tesis?»), el pequeño y confuso grupo de personas congregado en alguna especie de funeral, incluso la cuestión de los trabajos de Rossi, sus derechos de autor, sus propiedades.
Regresar con la mano de Helen enlazada en la mía sería un gran consuelo, por supuesto.
Tenía la intención de pedirle que se casara conmigo en cuanto este horror terminara. Antes debía ahorrar un poco de dinero, si podía, y llevarla a Boston para que conociera a mis padres. Sí, regresaría con su mano enlazada en la mía, pero no habría padre a quien pedirla en matrimonio. Vi entre una neblina de pesar que Helen abría la puerta.
La casa de Stoichev se estaba hundiendo en un terreno desigual, en parte patio y en parte huerto. Los cimientos estaban construidos con una piedra de un marrón grisáceo sujeta con estuco blanco. Averigüé más tarde que esta piedra era una especie de granito, con el que se habían construido la mayoría de edificios búlgaros. Sobre los cimientos, las paredes eran de ladrillo, pero ladrillo del más suave dorado rojizo, como si se hubieran empapado de la luz del sol durante generaciones. El tejado era de tejas rojas acanaladas. Tanto el tejado como las paredes se veían algo deteriorados. Daba la impresión de que toda la casa hubiera crecido poco a poco de la tierra, y de que ahora estaba regresando a ella con la misma lentitud, y de que los árboles se habían alzado sobre el edificio para disimular este proceso.
La primera planta había desarrollado una laberíntica ala a un lado, y por la otra se extendía un emparrado, cubierto con los zarcillos de las parras por arriba y cercado por rosas pálidas en la parte inferior. Bajo el emparrado había una mesa de madera y cuatro sillas toscas, y pensé que la sombra de las hojas de parra se harían más profundas aquí cuando el verano avanzara. Al otro lado, y bajo el más venerable de los manzanos, colgaban dos colmenas fantasmales, y cerca de ellas, a pleno sol, había un pequeño jardín donde alguien había dispuesto ya verduras translúcidas en pulcras hileras. Capté el olor a hierbas y tal vez a lavanda, a césped recién cortado y cebollas especiales para freír. Alguien cuidaba de este viejo lugar con cariño, y casi esperaba ver a Stoichev con hábito de monje, arrodillado con su desplantador en el jardín.