Authors: Elizabeth Kostova
Todo lo que sabía sobre la práctica amatoria lo había aprendido de educadas películas y libros confusos, y casi fui incapaz de poner manos a la obra. No obstante, Barley lo hizo por mí, y yo le seguí agradecida, aunque con torpeza. Cuando nos encontramos tendidos en la pulcra cama, yo ya sabía algo sobre los tejemanejes entre los amantes y sus ropas. Cada prenda se me antojó una decisión trascendental, empezando por la chaqueta del pijama de Barley. Cuando se la quitó, apareció un torso de alabastro, de hombros sorprendentemente musculosos. Despojarme de mi blusa y el feo sujetador blanco fue tanto decisión mía como de él. Me dijo que le encantaba el color de mi piel, porque era tan diferente del suyo, y era verdad que mi brazo nunca había parecido tan oliváceo en comparación con la nieve de Barley. Pasó la mano sobre mí, y sobre mis ropas restantes, y por primera vez yo le hice lo mismo, y así descubrí los contornos extraños del cuerpo masculino. Tuve la impresión de estar caminando con timidez sobre los cráteres de la luna. Mi corazón martilleaba con tal violencia que por un momento temí que fuera a golpearle en el pecho.
De hecho, había tanto por hacer, tanto de qué ocuparse, que no nos quitamos más ropas, y dio la impresión de que pasaba mucho rato hasta que Barley se aovilló a mi alrededor con un suspiro estrangulado, murmuró «Eres apenas una niña», y apoyó un brazo posesivo sobre mis hombros y cuello.
Cuando dijo esto, supe de repente que él también era un niño, un niño honorable. Creo que le amé más en aquel momento que en ningún otro.
El apartamento prestado donde Turgut había dejado al señor Erozan se encontraba quizás a unos diez minutos del suyo caminando, o a cinco minutos corriendo, porque eso fue lo que todos hicimos, incluso Helen con sus zapatos de tacón. Turgut mascullaba (y yo diría que blasfemaba) por lo bajo. Se había traído un pequeño estuche negro, y yo pensé que se trataba de un botiquín, por si el médico no iba o no llegaba a tiempo. Por fin subimos una escalera de madera de una casa vieja. Turgut abrió la puerta de arriba del todo.
La casa había sido dividida en pequeños apartamentos miserables. En éste, los muebles de la habitación principal consistían en una cama, sillas y una mesa, y estaba iluminada por una sola lámpara. El amigo de Turgut yacía en el suelo cubierto por una manta, y un hombre tartamudeante de unos treinta años se levantó para recibirnos. El hombre estaba casi histérico de miedo y arrepentimiento. No paraba de retorcerse las manos y repetir algo a Turgut una y otra vez. Éste le apartó a un lado, y Selim y él se arrodillaron junto al señor Erozan. El rostro de la pobre víctima estaba ceniciento, tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Había un feo costurón en su cuello, más grande que la última vez que lo había visto, pero lo más horrible era que estaba muy limpio, aunque de dibujo irregular, con una cenefa de sangre en los bordes. Pensé que una herida tan profunda tendría que haber sangrado copiosamente, y esta certeza me provocó unas náuseas espantosas. Rodeé con el brazo a Helen y ambos contemplamos la escena, incapaces de desviar la vista.
Turgut estaba examinando la herida sin tocarla, y luego levantó la vista.
—Hace unos minutos, este hombre detestable fue a buscar a un médico desconocido sin consultarme, pero el médico había salido. En eso, al menos, hemos sido afortunados, porque ahora no queremos médicos aquí. Pero dejó solo a Erozan precisamente al anochecer.
Hablaba con Aksoy, quien se puso en pie de repente y abofeteó al hombre con una fuerza que yo no hubiera sido capaz de imaginar, y luego le expulsó de la habitación. El hombre retrocedió, y después le oímos bajar aterrorizado la escalera. Selim cerró la puerta con llave y miró la calle por la ventana, como para asegurarse de que el pobre sujeto no iba a volver.
Después se arrodilló al lado de Turgut y conferenciaron en voz baja.
Al cabo de un momento, Turgut introdujo la mano en el estuche que había traído. Le vi extraer un objeto que yo ya conocía. Era un equipo de cazar vampiros como el que me había regalado en su estudio más de una semana antes, sólo que ese estuche era más elegante, adornado con caligrafía árabe e incrustaciones de nácar. Lo abrió y examinó los instrumentos que contenía. Después volvió a mirarnos.
—Profesores —dijo en voz baja—, el vampiro ha mordido a mi amigo al menos tres veces y se está muriendo. Si muere en este estado, pronto se convertirá en un No Muerto. —Se secó la frente con su manaza—. Este momento es terrible, y debo pediros que abandonéis la habitación. Madame, usted no debe ver esto.
—Permítenos ayudarte en lo que podamos —empecé vacilante, pero Helen avanzó un paso.
—Deje que me quede —dijo a Turgut sin levantar la voz—. Quiero ver cómo se hace.
Por un momento, me pregunté por qué ansiaba obtener tal conocimiento, y recordé (un pensamiento surrealista) que al fin y al cabo era antropóloga. El hombre la fulminó con la mirada, pero luego pareció aceptar su petición sin palabras, y se inclinó de nuevo sobre su amigo. Yo aún confiaba en que lo que me parecía adivinar no fuese así, pero Turgut estaba murmurando algo en el oído de su amigo. Cogió la mano del señor Erozan y la acarició.
Después, y tal vez fue esto la peor de todas las cosas espantosas que siguieron, Turgut apretó la mano de su amigo contra el corazón y prorrumpió en un lamento estremecedor, palabras que parecían surgir de las profundidades de una historia, no sólo demasiado antigua, sino demasiada ajena a mí para distinguir sus sílabas, un aullido de dolor similar a la llamada del muecín, que habíamos oído desde los minaretes de la ciudad... Sólo que el lamento de Turgut sonaba más como una llamada al infierno, una ristra de notas estremecidas de horror que parecían brotar de la memoria de miles de campamentos otomanos, de millones de soldados turcos. Vi las banderas al viento, las salpicaduras de sangre en las patas de los caballos, la lanza y la media luna, el brillo del sol sobre las cimitarras y las cotas de malla, las hermosas y mutiladas cabezas, caras y cuerpos de los jóvenes. Oí los chillidos de los hombres que se entregaban a las manos de Alá y los gritos de madres y padres en la lejanía. Percibí el hedor de las casas incendiadas y la sangre fresca, el sulfuro de los cañonazos, la pestilencia de tiendas de campaña, puentes y caballos quemados.
Lo más extraño fue que, en mitad de estos aullidos, distinguí un grito que reconocí: Kaziklu Bey! ¡El Empalador! En el corazón del caos, me pareció ver una figura diferente de las demás, un hombre vestido de oscuro con capa montado a caballo, que daba vueltas entre brillantes colores, el rostro paralizado en un gruñido de concentración, mientras su espada cosechaba cabezas otomanas, que rodaban con sus cascos puntiagudos.
La voz de Turgut subía y bajaba, y me planté junto a él sin darme cuenta, contemplando al moribundo. Helen, por fortuna, era muy real a mi lado. Abrí la boca para hacerle una pregunta, y vi que había captado el mismo horror en el cántico de Turgut. Recordé sin querer que la sangre del Empalador corría por sus venas. Se volvió hacia mí un segundo, con expresión conmovida pero firme. Recordé también en ese momento que la herencia de Rossi (bondadoso, refinado, toscano y anglosajón) le pertenecía, y vi la incomparable bondad de mi mentor en sus ojos. Fue en aquel instante, creo (no fue después, ni en la sosa iglesia gris de mis padres, ni delante del ministro), cuando me casé con ella, en mi corazón, para toda la vida.
Turgut, silencioso ahora, colocó la ristra de cuentas de oración sobre la garganta de su amigo, lo cual provocó que su cuerpo se estremeciera un poco, y seleccionó una herramienta más grande que mi mano, hecha de plata reluciente.
—Nunca me he visto obligado a hacer esto antes, que Dios me perdone, en toda mi vida — dijo en voz baja.
Abrió la camisa del señor Erozan y vi la piel envejecida, el vello grisáceo y ensortijado del pecho, que subía y bajaba de manera irregular. Selim examinó la habitación con silenciosa eficacia y entregó a Turgut un ladrillo que, al parecer, habían utilizado para atrancar la puerta, y Turgut tomó este objeto sencillo en su mano y lo sopesó. Apoyó el extremo afilado de la estaca en el lado izquierdo del pecho del hombre y empezó a canturrear en voz baja, y yo capté palabras que recordaba de algo (¿un libro, una película, una conversación?): «Allahu akbar, Allahu akbar». Alá es grande. Sabía que no podía obligar a Helen a abandonar la habitación, porque yo también me sentía incapaz, pero la obligué a retroceder un paso cuando el ladrillo descendió. La mano de Turgut era grande y firme.
Selim le sostenía la estaca en vertical, que se clavó en el cuerpo con un ruido sordo y contundente. La sangre empezó a manar lentamente alrededor de la herida, manchando la piel blancuzca. El rostro del señor Erozan padeció convulsiones horripilantes durante un segundo, y sus labios se retiraron hacia atrás como los de un perro, exhibiendo sus dientes amarillentos. Helen miraba fijamente, sin atreverse a desviar la vista. Yo no quería que viera algo que yo no pudiera compartir con ella. El cuerpo del bibliotecario tembló, la estaca se hundió de repente hasta la empuñadura y Turgut se inclinó hacia atrás, como esperando algo. Sus labios temblaron y su rostro se cubrió de sudor.
Al cabo de un momento, el cuerpo se relajó, y después la cara. Los labios del señor Erozan se serenaron y un suspiro escapó de su pecho. Sus pies, enfundados en los patéticos calcetines gastados, se agitaron, y luego quedaron inmóviles. Yo no soltaba a Helen, y noté que se estremecía a mi lado, pero no dijo nada. Turgut levantó la mano flácida de su amigo y la besó. Ví que resbalaban lágrimas sobre su cara rubicunda y caían sobre su bigote, y se cubrió los ojos con una mano. Selim tocó la frente del bibliotecario fallecido, después se levantó y apretó el hombro de Turgut.
Al cabo de un momento, Turgut se recuperó lo suficiente para levantarse y sonarse con un pañuelo.
—Era un hombre muy bueno —nos dijo con voz insegura—. Un hombre bueno y generoso.
Ahora descansa en la paz de Mahoma, en lugar de haberse unido a las legiones del infierno.
—Se volvió para secarse los ojos—. Compañeros, hemos de sacar este cuerpo de aquí. Hay un médico en uno de los hospitales que... nos ayudará. Selim se quedará aquí con la puerta cerrada con llave mientras llamo, y el médico vendrá con la ambulancia y firmará los papeles necesarios.
Turgut sacó del bolsillo varios dientes de ajo y los introdujo en la boca del muerto. Selim sacó la estaca y la limpió en el lavabo del rincón, y después la guardó con sumo cuidado en el bonito estuche. Turgut limpió todo rastro de sangre, vendó el pecho del muerto con un paño y volvió a abrocharle la camisa. Después cogió una sábana de la cama, que extendió sobre el cadáver, hasta cubrir el rostro ahora tranquilo.
—Ahora, queridos amigos, os pido este favor. Ya habéis visto lo que los No Muertos son capaces de hacer, y sabemos que están aquí. Tendréis que protegeros en todo momento.
Debéis ir a Bulgaria lo antes posible, si podéis arreglarlo. Llamadme a mi apartamento cuando hayáis hecho vuestros planes. —Me miró fijamente—. Si no nos vemos en persona antes de vuestra partida, os deseo la mejor suerte. Pensaré en vosotros en cada momento.
Haced el favor de llamarme en cuanto volváis a Estambul, si es que regresáis.
Confié en que quisiera decir «si os va de camino» y no «si sobrevivís a Bulgaria». Nos estrechó la mano con afecto, al igual que Selim, quien besó la mano a Helen con mucha timidez.
—Nos vamos —dijo Helen. Me tomó del brazo, salimos de aquella triste habitación y bajamos a la calle.
Mi primera impresión de Bulgaria (y mi recuerdo posterior de ella) fue de montañas vistas desde el aire, montañas altas y profundas, de un verdor oscuro y casi vírgenes de carreteras, aunque de vez en cuando una cinta marrón corría entre pueblos o a lo largo de precipicios.
Helen iba sentada en silencio a mi lado, los ojos clavados en la pequeña ventanilla del avión, con su mano apoyada sobre la mía bajo la protección de mí chaqueta doblada. Sentía la calidez de su palma, los delgados dedos algo fríos, la ausencia de anillos. De vez en cuando distinguíamos venas centelleantes en las gargantas de las montañas, que debían ser ríos, pensé, y me esforcé en ver, sin la menor esperanza, la configuración de una cola ensortijada de dragón que pudiera solucionar nuestro rompecabezas. Nada, por supuesto, coincidía con los contornos que ya me conocía con los ojos cerrados.
Ni nada lo iba a hacer, me recordé, aunque sólo fuera para calmar la esperanza que se despertaba en mí de manera incontrolada al ver aquellas antiguas montañas. Su oscuridad; su aspecto de no haber sido tocadas por la historia moderna; su misteriosa falta de ciudades, pueblos o zonas industrializadas. Todo ello me daba esperanzas. Pensé que, cuanto más escondido estuviera el pasado de este país, mejor se conservaría. Los monjes cuya senda perdida buscábamos habían atravesado montañas como éstas, tal vez estos mismos picos, aunque desconocíamos su ruta. Se lo dije a Helen, pues quería oír verbalizadas mis esperanzas. Ella negó con la cabeza.
—No sabemos con seguridad que llegaran a Bulgaria, ni siquiera si partieron en esta dirección —me recordó, pero suavizó el tono académico de su voz acariciando mi mano bajo la chaqueta.
—No sé nada de la historia de Bulgaria —dije—. Voy a ir muy perdido.
Helen sonrió.
—Yo tampoco soy una experta, pero puedo decirte que los eslavos emigraron a esta zona desde el norte durante los siglos seis y siete, y una tribu turca llamada los búlgaros vino aquí en el siglo siete. Se unieron contra el imperio bizantino, sabiamente, y su primer gobernante fue un búlgaro llamado Asparuh. El zar Boris I convirtió el cristianismo en religión oficial en el siglo nueve. Al parecer, es un gran héroe del país, pese a eso. Los bizantinos gobernaron desde el siglo once hasta principios del trece, y después Bulgaria se hizo muy poderosa hasta que los otomanos la aplastaron en 1393.
—¿Cuándo fueron expulsados los otomanos? —pregunté interesado. Daba la impresión de que nos los encontrábamos por todas partes.
—No fue hasta 1878 —admitió Helen—. Rusia ayudó a Bulgaria a expulsarlos.
—Y después Bulgaria se alineó con el Eje en ambas guerras.
—Sí, y el ejército soviético desencadenó una gloriosa revolución justo después de la guerra.
¿Qué haríamos sin el ejército soviético?