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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (41 page)

BOOK: La hora de las sombras
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—Llegáis tarde.

El hombre lleva un sombrero calado hasta la frente. Va sin equipaje. Sólo sostiene un cigarrillo a medio fumar en la mano. Le da una última calada, lo tira al suelo y lanza una mirada tensa alrededor antes de acercarse al coche.

—Nils, creo que deberías sentarte detrás —sugiere Fritiof en voz baja—. Será más seguro cuando lleguemos a Stenvik.

Se baja del coche. Hay una cabina telefónica al final del aparcamiento; Nils ve cómo Fritiof se dirige rápidamente hacia ella. Introduce una moneda, marca un número y mantiene una corta conversación.

Nils también se apea, y el hombre vestido con ropa cara pisa el cigarrillo con el pie derecho y lo mira sin saludar. Entra en el coche y se sienta delante.

Nils no se acomoda enseguida en el asiento trasero. Camina unos metros hacia la carretera disfrutando del regreso y de su recién adquirida libertad para moverse por la isla.

Su isla.

Por la carretera nacional pasan un par de coches. Nils ve caras pálidas que le devuelven la mirada desde las ventanillas. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en la niebla.

—¡Vamos! —grita Fritiof con voz irritada detrás de él.

Ha regresado al coche.

Nils vuelve lentamente, abre la puerta y escucha al hombre del asiento delantero preguntar en voz baja:

—¿Todo ha ido bien, Gunnar?

Después se da rápidamente la vuelta para mirar a Nils, nervioso y consciente de su error, como si hubiera hablado más de la cuenta.

El hombre que hasta ahora se ha hecho llamar Fritiof vuelve también la cabeza y sonríe.

—No importa; será mejor que nos presentemos de una vez por todas —dice—. Me llamo Gunnar, y éste es Martin. Tenemos a Nils Kant en el asiento trasero. Pero confiamos en los demás, ¿no?

—Claro.

Nils cierra la puerta.

De modo que Fritiof se llama Gunnar. Nils está seguro de haberlo visto hace mucho en alguna parte pero no recuerda dónde.

—Ahora vayamos a Stenvik —anuncia Gunnar.

Y el coche sale de nuevo a la carretera, pasa de largo Borgholm y continúa hacia el norte. A Nils el paisaje le resulta cada vez más familiar, pero al mismo tiempo la niebla del estrecho se vuelve más compacta y borra el horizonte.

El aire es cada vez más plomizo. Gunnar sabía que habría niebla, contaba con ella y por eso escogió justo ese día para que Nils regresara a casa. ¿Con qué más habrá contado?

Al norte de Köpingsvik Gunnar enciende las luces antiniebla y acelera. Nils se fija en los nombres de los letreros amarillos que van dejando atrás. Nombres conocidos de aldeas ölandesas. Pero es el paisaje lo que más le interesa: los campos, la hierba silvestre, los rectos muros de piedra que comienzan en la carretera y desaparecen en la niebla.

Y el lapiaz, su querido lapiaz. El lapiaz, de tonos marrones y grises bajo el cielo infinito, se extiende hacia todos lados: es tan grande y hermoso como lo recordaba.

Nils se siente de nuevo en casa.

Nadie habla en el coche, y tras un cuarto de hora en silencio Nils ve la señal que estaba esperando: STENVIK. Bajo ella hay una gran flecha con la inscripción CAMPING.

El camino que conduce a la aldea ahora está asfaltado y Stenvik tiene un camping. ¿Desde cuándo?

El coche pasa el desvío hacia Stenvik antes de reducir la velocidad.

—Tomaremos la entrada norte —comunica Gunnar—. Por allí hay menos tráfico, y así evitamos atravesar la aldea.

Unos minutos después giran hacia la entrada norte de la aldea, junto a un puesto abandonado de recogida de leche al lado de la carretera nacional. Cuando Nils lo vio por última vez estaba lleno de lecheras de acero con leche de las granjas de los alrededores; ahora está a punto de caerse y recubre su superficie un musgo blanquecino.

En los últimos veinticinco años Öland ha cambiado por completo, pero el camino norte de Stenvik se mantiene más o menos como lo recordaba: estrecho, sinuoso y cubierto de grava. Está completamente desierto; en las cunetas crece la hierba, y más allá se extiende el lapiaz.

Gunnar deja que el Volvo se deslice lentamente un centenar de metros antes de detenerse. Se da la vuelta hacia Nils y Martin le imita. Ambos lo examinan.

Gunnar mira a Nils fijamente; la mirada de Martin es menos expresiva.

—Bueno —dice Gunnar con seriedad—, te hemos traído hasta Stenvik. Y ahora tú desenterrarás el botín de guerra que escondiste junto al mojón, ¿verdad?

—Primero quiero ver a mi madre —dice Nils, y mantiene la mirada a Gunnar.

—Vera no va a ir a ninguna parte, Nils —responde—. Ella puede esperar un poco más. Además nos conviene que sea noche cerrada cuando entremos en la aldea. ¿No te parece?

—Nos repartiremos las piedras —se apresura a decir Nils.

—Por supuesto. Pero primero tenemos que desenterrarlas.

Nils mira a Gunnar unos segundos más, y después afuera. La niebla es más densa, y pronto anochecerá.

Asiente con la cabeza. Les dará a Gunnar y a Martin la mitad de las piedras preciosas, y quedarán en paz.

—Necesitaremos algo con que cavar —murmura.

—Claro. Tenemos palas y picos en el portaequipajes —anuncia Gunnar—. Hemos pensado en todo. No te preocupes.

Pero Nils está inquieto. Se encuentra solo con dos desconocidos, igual que Borrachón en la oscura playa. A diferencia del hombre de Småland, Nils no confía en sus nuevos amigos.

Gunnar no aparca en la carretera, sino que se mete por una pequeña entrada abierta en el muro de piedra. El coche deja atrás la carretera de la aldea.

Se desliza lentamente por la llanura de hierba del lapiaz.

Nils vuelve la cabeza, pero a través de la ventanilla trasera no ve más que niebla. El camino que conduce a su aldea ha desaparecido por completo.

30

Gerlof viajaba en silencio y con la espalda erguida, junto a Gunnar Ljunger, mientras se dirigían al despoblado sur de Marnäs. La vacilante conversación que había intentado mantener se había apagado; Ljunger no había respondido a sus preguntas. Gerlof no podía hacer otra cosa que quedarse allí sentado, desabrocharse el abrigo y forcejear para quitárselo debido al calor tropical del interior del coche. Quizás había una forma de regular el aire caliente que llegaba a su asiento, pero no sabía cómo. Todo parecía controlarse electrónicamente, y Gunnar no hacía intento alguno por ayudarlo.

Se acercaban a la costa este de la isla. El coche se desplazó lentamente por encima de un terraplén de medio metro de altura y varios de ancho que corría a lo largo del paisaje llano. Gerlof lo reconoció. Desde allí la línea férrea de Öland atravesaba el lapiaz antes de que la compañía nacional de ferrocarriles la cerrara.

Consultó el reloj. Eran casi las cinco.

—Gunnar, creo que es el momento de regresar —dijo en voz baja—. En la residencia de Marnäs empezarán a preguntarse si me ha pasado algo.

Ljunger asintió con la cabeza.

—Quizá lo hagan —convino—, pero no creo que te busquen por aquí. ¿No te parece?

La amenaza fue tan evidente que Gerlof se apartó de Ljunger y tiró del mango de la puerta.

El Jaguar avanzaba lentamente, habría podido saltar —quizás hasta sin romperse ningún hueso— y volver a la carretera principal antes de que oscureciera, pero la puerta del copiloto no se podía abrir. Ljunger la había cerrado con algún control remoto.

—Gunnar, quiero bajarme —dijo en un intento de mostrarse decidido, como el capitán que había sido en el pasado.

—Ya queda poco —anunció Ljunger, y siguió conduciendo.

Pasaron por encima de una vieja barrera canadiense oxidada entre dos muros de piedra, y tras ella al fin apareció el mar Báltico, gris y frío.

—¿Por qué haces esto, Gunnar? —preguntó Gerlof.

—En realidad no lo había planeado —dijo Ljunger—. Iba detrás del autobús de Borgholm cuando he visto que te bajabas en la entrada sur de Stenvik. Lo único que he tenido que hacer ha sido continuar hasta la entrada norte, pasar por la aldea y recogerte. —Ljunger redujo la velocidad y se volvió hacia él—. ¿Qué hacías hoy en casa de Martin Malm, Gerlof?

Gerlof se sorprendió. Demoró su respuesta.

—¿En casa de Martin? —dijo—. ¿A qué te refieres?

—Tú y John Hagman —dijo Ljunger—. Tú has entrado y John te ha esperado fuera.

—Sí. Martin y yo hemos estado charlando un rato… Los dos somos viejos marinos —dijo Gerlof, y añadió—: ¿Cómo lo sabes?

—Ann-Britt Malm me ha llamado al móvil mientras recordabas los viejos tiempos con Martin —dijo Ljunger—. Estaba preocupada por todas estas visitas de viejos capitanes que Martin recibe últimamente; primero Ernst Adolfsson y ahora tú. Al parecer, es la segunda vez en las últimas semanas. En casa de Martin ha habido mucho movimiento.

—Así que Ann-Britt y tú sois buenos amigos —comentó Gerlof, cansado.

Ljunger asintió.

—En realidad, Martin y yo tenemos negocios en común desde hace tiempo, pero ahora es difícil hablar con él, así que Ann-Britt se ocupa de ellos, y suele pedirme consejo.

Gerlof se recostó en el asiento. El momento de la verdad había llegado.

—Compañeros, vaya. Y desde hace tiempo, ¿verdad? Al menos desde los años cincuenta.

Introdujo la mano en la cartera y sacó de nuevo el libro conmemorativo de la naviera Malm.

—Le enseñé a Martin esta fotografía —dijo—. Yo la he mirado tantas veces… Pero me costó mucho tiempo ver lo que realmente representaba.

—Vaya —exclamó Ljunger, y rodeó una arboleda de olmos. Se encontraban a un centenar de metros del mar—. ¿Y lo has conseguido?

Gerlof asintió.

—Muestra a dos hombres con cierto poder en un muelle de Ramneby: el director, August Kant, y el capitán de barco Martin Malm. Están junto a un grupo de jóvenes trabajadores de la serrería. La mano de August parece reposar amigablemente sobre el hombro de Martin. —Hizo una pausa, y continuó—: Pero no es la mano de August Kant. Pertenece al hombre que está detrás de Martin Malm. Lo he visto por primera vez hace un rato, en el autobús.

—Una imagen dice más que mil palabras —sentenció Ljunger, y frenó el coche—. ¿No es eso lo que suele decirse?

Ante ellos se extendía la playa occidental de la isla, tras un prado de hierba amarillenta. Tanto en la isla como en el mar caía una lluvia fría que más bien era aguanieve.

—Y el hombre que aparece detrás de Martin Malm es un aserrador llamado Gunnar Johansson que después cambió de apellido, ¿es verdad o no?

—No del todo; en ese momento yo era capataz en la serrería —señaló Ljunger—. Pero estás en lo cierto respecto al cambio de mi apellido por Ljunger. Lo hice cuando me mudé a Öland.

Cuando apagó el motor del coche se hizo un gran silencio únicamente interrumpido por la lluvia y el viento.

—Esa fotografía nunca tendría que haber sido publicada —declaró Ljunger—. Fue Ann-Britt la que la incluyó, yo no me enteré hasta que el libro estuvo impreso. Pero los únicos que me habéis reconocido sois Ernst Adolfsson y tú. Al parecer él me recordaba del colegio…

—Se crió en Ramneby —dijo Gerlof—. A mí no me resultó tan fácil reconocerte. Pero me pregunto una cosa…

Sabía que se encontraba cerca del fin; Ljunger lo mataría, como había hecho con Ernst. Gerlof continuó hablando para retrasar lo inevitable.

—… tú eras capataz en la serrería y seguro que oíste las historias que se contaban sobre Nils, el horrible sobrino de August Kant. Y entonces tuviste una idea…

—En realidad, me encontré con él —le interrumpió Ljunger.

—¿Con quién? —dijo Gerlof—. ¿Con Nils Kant?

—Sí, con Nils —asintió Ljunger—. Al acabar la guerra empecé a trabajar en la serrería como chico de los recados, y un día Nils apareció: se había escapado de Öland huyendo de la policía. Estaba escondido entre los arbustos cuando lo vi. Me pidió que llamara al director Kant. Y eso hice, pero el director no quería saber nada de él. August Kant me dio cinco billetes de cien coronas para que se los diera a Nils, para que desapareciera. Yo me guardé dos y le di tres a Nils. —Ljunger sonrió al recordarlo—. Con esas doscientas coronas viví como un rey el resto del verano.

—Entonces comprendiste bien pronto que Nils Kant podía ser una fuente de ingresos —dedujo Gerlof, y miró la llovizna al otro lado del parabrisas.

—Sí —dijo Ljunger—, pero no sabía exactamente cuánto podía ganar. No tenía ni idea. Creía que quizá conseguiría sacar unos cuantos miles y un viaje pagado al otro lado del Atlántico para traer a Nils a casa, cuando hubiera pasado todo el alboroto. Eso fue lo que le propuse a August, una vez que me hizo capataz de la serrería, pero se negó. No le interesaba en absoluto traer a casa, a Suecia, a la oveja negra de la familia.

Alzó la mano y apretó un botón junto al volante. Se oyó un clic en la puerta de Gerlof.

—Bien, ahora está abierta —dijo—. Sal.

Gerlof permaneció sentado.

—Pero tú no te diste por vencido —insistió, y miró a Ljunger—. Ante la negativa de August, te pusiste en contacto con Vera Kant, la madre de Nils, en Stenvik, y le hiciste la misma proposición. Y ella aceptó. ¿Verdad?

Gunnar Ljunger suspiró, como si estuviera junto a un niño testarudo. Miró por la ventanilla el paisaje costero.

—Vera me permitió descubrir esta bonita isla —dijo—. Vine aquí por primera vez el verano del cincuenta y ocho. Cogí el transbordador hasta Stora Rör y luego el tren hacia el norte. Estaban a punto de cerrar la línea, y la marina mercante ölandesa también se hallaba en las últimas. Muchos creían que Öland estaba acabada, pero en el tren oí que quizá se construyera un puente. Un largo puente, para que los ölandeses pudieran salir de la isla cuando quisieran, y viniera más gente del continente.

—La gente rica del continente —dijo Gerlof.

—En efecto. —Ljunger respiró hondo y continuó—. Fui al norte de Öland y descubrí el sol y las playas. El sol y el mar eran espléndidos, pero apenas había turistas. Así que empecé a rumiar, incluso antes de llamar a la puerta de Vera Kant en Stenvik. —Suspiró—. Vera se sentía sola y era infeliz en su gran casa y echaba de menos a su hijo. Hablé con ella.

—Sola e infeliz —repitió Gerlof—. Pero muy rica.

—No tan rica como imaginaba —replicó Ljunger—. La cantera estaba a punto de cerrar y su hermano se había apoderado de la serrería familiar en Småland.

—Tenía muchas tierras —arguyó Gerlof con voz exhausta—. Terrenos a lo largo de la costa… terrenos en la playa.

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