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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

La hora de las sombras (44 page)

BOOK: La hora de las sombras
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Nils no quiere tenerlo ahí. Echa un rápido vistazo por encima del hombro y vuelve a mirar a Martin.

—Mientes —dice, y da un paso más.

—¿Yo? ¿Quién te ha traído a casa? ¿Eh? —exclama Martin irritado—. Gunnar y yo lo arreglamos todo y te trajimos de vuelta a casa, en mi barco. Si por mí fuera te podrías haber quedado en el quinto infierno.

—Pero no te conozco —replica Nils, y piensa: «Mi tesoro. Mi Stenvik».

—Vaya. —Martin enciende un cigarrillo—. Me importa una mierda a quién conozcas.

—Suelta la pala, Nils —dice Gunnar.

Aún sigue detrás de Nils, y demasiado cerca.

También Martin está muy cerca. De pronto levanta la pala.

Nils sospecha que Martin está pensando en propinarle un golpe con el mango, pero es demasiado tarde. Nils tiene una pala en la mano, y ya la levanta.

La agita sujetando el mango con los dos brazos, con la misma fuerza con la que golpeó con el remo a Lass-Jan hace treinta años.

Le invade la antigua rabia; se le ha agotado la paciencia. Ha esperado demasiado.

—¡Es mío! —grita, y la imagen del hombre que tiene enfrente se vuelve borrosa.

Martín se mueve pero no tiene tiempo para agacharse; la pala cae sobre su hombro izquierdo; el siguiente golpe le da debajo de la oreja.

Martin se tambalea hacia un lado, pierde el equilibrio, y entonces Nils golpea de nuevo, al menos igual de fuerte, en la frente de Martin.

—¡No!

Martin grita, da una vuelta y se desploma encima del mojón.

Nils vuelve a alzar la pala, y ahora apunta al rostro desprotegido.

—¡Para! —exclama Gunnar.

Tendido a los pies de Nils, Martin alza los brazos. La sangre corre por su rostro; espera el golpe de gracia.

Pero Nils no puede golpear.

—¡Para, Nils!

Una mano se ha cerrado sobre el mango. Gunnar sujeta la pala, y tira con tanta fuerza que Nils la suelta.

—¡Ya vale! —dice Gunnar en voz alta—. Esta pelea ha sido totalmente innecesaria. ¿Cómo estás, Martin?

—Me cago en… Dios —susurra Martin con voz llorosa y con los brazos aún alzados para proteger la cabeza—. ¡Hazlo, Gunnar! ¡No esperes más! ¡Hazlo de una vez!

—Es demasiado pronto —responde Gunnar.

—Me voy —dice Nils.

Da un paso atrás, girado hacia Gunnar.

—A la mierda con el plan… hagámoslo ya —dice Martin—. Este cabrón… está loco.

Intenta levantarse lentamente, sangra por la nariz y por la herida que tiene en la frente.

—Alguien se ha llevado el tesoro… vosotros o algún otro —dice Nils, y mira fijamente a Gunnar, sin parpadear—. Así que ya no hay trato que valga. —Respira hondo—. Me voy a casa, a Stenvik.

—De acuerdo… —Gunnar suspira sin mirar a Nils a los ojos—. Nada de tratos, entonces. Será mejor que recojamos esto.

—Quiero irme de aquí —dice Nils.

—No.

—Sí. Me voy.

—Tú no vas a ninguna parte —dice Gunnar, y se acerca a él—. En ningún momento hemos pensado que saldrías de aquí. ¿No lo entiendes? Te quedarás aquí.

—No. Me voy —dice Nils—. Esto no acaba aquí.

—Sí. No puede ser de otra manera… estás muerto.

Gunnar alza lentamente el pesado pico y observa la niebla que lo envuelve, como para asegurarse de que nadie pueda ver lo que sucede.

—No puedes ir a casa, Nils —dice—. Estás muerto. Estás enterrado en el cementerio de Marnäs.

33

Gerlof agonizaba, y los muertos se le aparecían.

Los muertos también hacían ruido. Los huesos de un guerrero caído en alguna batalla olvidada de la Edad de Bronce repiqueteaban en la playa; cerró los ojos para no ver al fantasma danzando allí abajo, pero oía claramente los chasquidos.

Cuando abrió los ojos vio a su amigo Ernst Adolfsson dando vueltas en círculos por el prado con el cuerpo ensangrentado y buscando piedras en la hierba.

Y cuando Gerlof miró el mar la Muerte misma pasó navegando en el crepúsculo, con viento de proa, a bordo de un viejo barco de madera con velas negras.

Lo peor de todo fue cuando Ella, su mujer, apareció sentada en camisón junto al manzano; lo observó con el semblante serio y le rogó que dejara de luchar. Gerlof cerró los ojos y deseó realmente abandonarse y embarcarse con ella en la nave negra; deseaba dormirse y escapar de la lluvia y el frío, librarse de las preocupaciones, fingir sencillamente que estaba en la cama de la residencia de Marnäs. No sabía por qué se mantenía despierto. La muerte tardaba mucho en llegar, y eso le molestaba.

En la playa proseguían los chasquidos, y Gerlof giró lentamente la cabeza y abrió los ojos.

El horizonte, la línea entre el cielo y el mar, había desaparecido en la oscuridad.

Pero ¿de dónde venían los chasquidos? ¿Eran realmente viejos huesos o era otra cosa? ¿Había alguien ahí?

En alguna parte de su cuerpo adormecido subsistía un pequeño deseo de vivir, y Gerlof consiguió incorporarse lentamente, apoyándose en el viejo manzano. Fue como izar la vela mayor en el temporal: difícil, pero no imposible. Contó: Uno, dos, tres, y se puso de rodillas.

«Vamos, vamos», pensó, y apoyó el pie derecho en el suelo.

Tuvo que descansar unos minutos. Permaneció inmóvil a no ser por sus rodillas temblorosas, antes de tomar el último impulso para erguirse, como un levantador de pesos.

«Vamos, vamos.»

Lo consiguió. Se levantó, con una mano apoyada en el árbol y la otra en el bastón.

La vela mayor estaba izada; ahora la nave podría zarpar. Utilizaría el motor si fuera necesario. Gerlof siempre había cuidado de sus máquinas. Sus barcos tenían motores de combustión interna. Una vez en marcha había que lubricarlos cada hora, pero nunca se había olvidado de hacerlo.

«Vamos», se dijo.

Se apartó del árbol y dio un pequeño paso hacia el mar. Se sintió bastante bien; sus articulaciones estaban adormecidas y ya no le dolían.

Se mantuvo cerca del muro, donde la hierba era más corta que en el prado, y se aproximó lentamente a la playa. El viento soplaba del mar, y notó cómo se le metía en los huesos a través de la camisa mojada. Pero los chasquidos eran cada vez más fuertes, y el ruido lo animó a proseguir. Cada vez estaba más seguro de lo que era.

Tenía razón, era una bolsa de plástico vacía.

O mejor dicho, una bolsa de basura, grande y negra y medio enterrada en la arena. Seguramente la habían arrojado al agua desde algún barco en el Báltico. En la playa había más basura: un viejo envase de leche, una botella de plástico verde, una lata oxidada. Era lamentable cómo la gente tiraba la porquería por la borda; pero si Gerlof quería sobrevivir iba a necesitar esa bolsa de plástico. Si la desenterraba, le hacía un agujero en el fondo y se metía en ella, le protegería de la lluvia y mantendría el calor corporal durante la noche.

Bueno.

No estaba mal para una mente congelada.

Lo difícil sería llegar a la playa, pues el prado acababa en un pronunciado saliente creado por el embate de las olas. Era empinado como un escalón y se alzaba medio metro por encima de la arena.

Veinte años antes, o tal vez sólo diez, Gerlof habría podido bajar a la playa sin ningún problema, pero ahora ya no confiaba en su equilibrio.

Gerlof se concentró, inhaló una profunda bocanada de aire helado y se lanzó hacia delante levantando el pie derecho y alargando el bastón.

No tuvo suerte. El bastón se hundió en la arena mojada.

Gerlof cayó hacia delante, pero soltó demasiado tarde el bastón, que se partió con un crujido.

Al precipitarse sobre la playa, intentó parar la caída con la mano derecha. Cuando aterrizó, la arena le pareció tan dura como un suelo de piedra y por fin se quedó sin aliento.

Unos metros más allá estaba la bolsa de plástico.

No podía moverse, tenía algo roto. Intentar alcanzar la bolsa había sido una buena idea, pero esta vez no le quedarían fuerzas para levantarse.

Cerró de nuevo los ojos. Ni siquiera los abrió cuando llegó a sus oídos el ronroneo de un motor.

Ese ruido no era asunto suyo.

34

La radio de la policía instalada junto al volante había permanecido en silencio hasta que Lennar utilizó el micrófono para llamar a la central de emergencias de Kalmar. A partir de entonces comenzó a emitir respuestas chirriantes que a Julia le resultaban indescifrables.

Pero Lennart escuchaba muy concentrado.

—La patrulla canina tardará un rato en llegar —informó, y escudriñó la oscuridad a través del parabrisas—; además, está a punto de despegar un helicóptero.

—¿Cuándo? —dijo Julia a su lado.

—Saldrá de Kalmar dentro de unos minutos —dijo Lennart, y añadió—: Y está equipado con cámara térmica.

—¿Con qué?

—Cámara térmica. Registra el calor corporal. Una buena opción cuando es de noche.

—Muy bien —dijo Julia, pero eso no la tranquilizaba.

Miraba sin cesar por las ventanillas, pero fuera estaba muy oscuro. Eran las seis y media y casi había anochecido. Apenas sabía en qué tramo de la carretera nacional se encontraban.

Poco antes, en la residencia, Boel se había irritado al ver que Gerlof no había llamado.

—A este paso tendremos que encerrarlo —dijo, y suspiró—. No habrá más remedio.

Pero rápidamente comprendió la preocupación de Julia y organizó una patrulla con el personal nocturno para que comprobaran si Gerlof se había quedado sentado en alguna de las paradas de autobús.

Lennart no había perdido la calma, si bien entendió la gravedad del asunto. A través de la radio había dado el aviso al inspector de guardia en Borgholm.

Tras unas breves conversaciones telefónicas consiguió localizar al conductor del autobús, que al llegar a Byxelkrok había dado media vuelta y había regresado a Borgholm. Apenas recordaba a Gerlof, pero sí que había parado al menos en dos ocasiones antes de llegar a Marnäs y en tres entre Marnäs y Byxelkrok.

Eran poco más de las seis cuando Julia y Lennart se subieron de nuevo al coche y empezaron a buscar. Salieron junto a otros dos coches con personal de la residencia. Boel se quedó en su despacho junto al teléfono.

Aún llovía. Julia y Lennart se dirigieron hacia el sur de la residencia; aunque dudaban de que Gerlof se hubiera bajado allí, tal vez se había quedado dormido y se había apeado después de Marnäs. Tenían que empezar por alguna parte.

Lennart condujo despacio, a la velocidad de una motocicleta, y se detuvo en todas las paradas y aparcamientos que encontró por el camino.

—No se ve nada… —murmuró Julia.

No es que hubiera mucho que ver; la tarde era fría y lluviosa y no había nadie paseando por la carretera nacional. Sólo distinguía las oscuras cunetas y más allá arbustos y troncos grisáceos.

La radio de la policía comenzó a chirriar de nuevo. Lennart prestó atención.

—El helicóptero ha despegado —anunció—. Ahora se dirige a Marnäs.

Julia asintió.

Comprendió que no les quedaba otra que confiar en él.

—¿Este comportamiento es propio de Gerlof? —preguntó Lennart después de un rato.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir… ¿se ha comportado antes de forma irresponsable?

—No. —Julia negó con la cabeza, pero recapacitó y añadió—: Pero no me sorprendería… que se hubiera bajado del autobús para dar un paseo, o algo por el estilo. Creo que piensa demasiado.

—Lo encontraremos —dijo Lennart en voz baja.

Julia asintió.

—Cuando salió esta mañana llevaba el abrigo. Aguantará, ¿no?

—Con el abrigo aguantará fuera toda la noche —dijo Lennart—. Sobre todo si se protege contra el viento.

«En el lapiaz no había protección contra el viento», pensó Julia.

35

—¡Gerlof! ¿Dónde lo tienes?

Gerlof abrió lentamente los ojos; estaba soñando con una travesía en un barco de vela. Parpadeó por la llovizna.

—¿Perdón? —preguntó con voz afónica, o al menos eso le pareció.

Yacía de espaldas en la playa y la pierna derecha le dolía mucho.

Arriba, en el borde del césped, se encontraba Gunnar Ljunger, el dueño del hotel, como una gran sombra recortada contra el cielo nocturno, y llevaba la fea chaqueta amarilla de propaganda.

¿Estaba realmente allí? Sí, no era un sueño. Pero Ljunger no sonreía. Al contrario, fruncía el ceño con irritación.

—¿Dónde está mi teléfono?

Gerlof tragó saliva, tenía la boca seca y a duras penas podía hablar.

—Lo he escondido —susurró.

—¿Has llamado a alguien? —preguntó Ljunger.

Gerlof negó con la cabeza. No había podido llamar. Tenía demasiados botones, y no había sabido cuál apretar.

—¿Dónde está? ¿Te lo has metido en el culo?

—Ven a buscarlo, Gunnar —espetó Gerlof en voz baja.

Pero Ljunger no se movió. Y Gerlof sabía por qué; si Ljunger bajaba a la playa sus zapatos dejarían profundas huellas en la arena. Ni siquiera la lluvia podría borrarlas.

El teléfono móvil estaba en el bolsillo trasero de Gerlof; no había puesto especial cuidado en ocultarlo, pero Ljunger tendría que encontrar la manera de cogerlo.

—Eres duro de pelar, Gerlof —dijo lacónico, y se enderezó—. Pero por lo que veo te has caído y te has dado un buen golpe.

Gerlof pensó que había perdido la voz, pues abrió la boca pero no pudo pronunciar ninguna palabra. Tenía los labios resecos y congelados.

—La paz es para los muertos —citó Ljunger con voz tranquila—. La muerte es cruel pero honrosa, así que cantad… Es de Dan Andersson, por si no lo sabías. Me encantan sus canciones; también las viejas baladas marineras de Taube. Me las descubrió Vera Kant. Tenía una gran colección de viejos discos.

—Tenía tierras y dinero —murmuró Gerlof desde la arena.

—¿Perdón?

—Las tierras y el dinero de Vera Kant… A eso se reduce todo.

Ljunger negó con la cabeza.

—Hay muchas cosas más —dijo—. Tierras, dinero, venganza y grandes sueños… aparte del amor por Öland. Como ya te he dicho, amo esta isla con todas mis fuerzas.

Gerlof vio cómo metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba un par de guantes de piel.

—Ya es hora de que te duermas, Gerlof —dijo—. Y cuando lo hagas, encontraré el móvil. No deberías haberlo cogido.

Gerlof empezaba a estar harto de escuchar a Ljunger. Palabras y más palabras. El dueño del hotel hablaba sin parar desde el borde de hierba, y no le dejaba en paz; al mismo tiempo comenzó a oírse un rumor en la oscuridad.

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