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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (21 page)

BOOK: La iglesia católica
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La revolución política: «la nación»

A la revolución cultural de la Ilustración le siguió una revolución de la política, el estado y la sociedad. Y la Revolución francesa fue la revolución. Inicialmente no iba en modo alguno dirigida contra la iglesia católica: si el alto clero, el primer estado, formó una alianza con el segundo estado, la nobleza, el bajo clero formó alianza con el tercer estado, el 98% del cual no gozaba de privilegio alguno. Sus representantes se constituyeron a sí mismos en la
Assemblée Nationale
en Versalles en 1789; esta asamblea reclamaba abiertamente ser la única representante de la nación. Cuando la corona reaccionó con una demostración de fuerza, se produjo la puesta en práctica directa de la soberanía del pueblo, primero sin el rey y finalmente contra él, que se había estado elaborando como teoría por Rousseau y otros.

Lejos quedaba la teocracia medieval encarnada en el papa; lejos también la autoridad protestante de un soberano o un consejo ciudadano; lejos, finalmente, el despotismo ilustrado de la primera modernidad propio de Federico II o José II. La hora de la democracia había llegado. El propio pueblo (
demos
), encarnado en la Asamblea Nacional, era soberano. Y la nación se convirtió en el valor número 3 en el liderazgo de la modernidad.

Sin embargo, la revolución se llevó por primera vez a cabo de forma completa mediante la acción violenta de las masas seguidoras de los lemas de una ideología programática:
liberté
(política),
égalité
(social),
fraternité
(intelectual). Solo la revuelta popular y la toma de la Bastilla del 14 de julio de 1789 instaron a Luis XVI a reconocer la legitimidad de la revolución y la soberanía de la Asamblea Nacional. El saqueo de los chateaux por parte de las masas rurales provocó grandes temores, y la anulación por parte de la Asamblea Nacional de todos los privilegios feudales selló el fracaso del
ancien régime
.

Esto allanó el camino para la proclamación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, siguiendo el modelo americano de 1776. Esta es la Carta Magna de la democracia moderna y uno de los grandes documentos de la historia del hombre. El clero católico también desempeñó un papel decisivo en la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano. En el Parlamento revolucionario, junto con la declaración de derechos (
droits
), no solo el clero, sino casi la mitad de los delegados reclamaban la aprobación de una declaración de responsabilidades del hombre (
devoirs
); algo que todavía se anhela hoy en día.

La iglesia y la revolución

Solo después de que se hubiera obligado al rey a mudarse de Versalles a París el 5 o 6 de octubre de 1789 empezó la Asamblea Nacional, que se había trasladado con él, a aprobar resoluciones revolucionarias contra la iglesia, el primer estado, más rico y poderoso del antiguo régimen; en primer lugar, y especialmente, para sanear la paupérrima situación de las finanzas del estado, pero provocó movimientos contrarrevolucionarios, especialmente en el campo, que a su vez encendieron los ánimos para las hostilidades hacia las iglesias y la religión entre los revolucionarios de París. Solo entonces se nacionalizaron las propiedades de la Iglesia, se limitaron los ingresos del clero, y fueron disueltos los monasterios y las órdenes religiosas. Finalmente llegó la «constitución civil del clero», que adaptó los límites de las diócesis a los límites de los departamentos, se ordenó la elección del pastor por parte de todos los ciudadanos de la
comunne
y se prescribió el nombramiento del obispo por parte de la administración del departamento de estado, junto con un cuerpo consultivo para el obispo integrado por sacerdotes y laicos.

El objetivo era formar una iglesia nacional que disfrutara de gran independencia de Roma, siguiendo el espíritu de las antiguas libertades galicanas. Pero este objetivo generó enormes resistencias entre el clero, que desembocaron en una radicalización aún mayor del otro bando. Cada clérigo debía prestar juramento a la constitución civil; la mayoría de los obispos y cerca de la mitad del clero menor rechazó su cumplimiento Todos perdieron sus ministerios. De las víctimas de la masacre de septiembre de 1792, que se cifraron entre mil cien y mil cuatrocientas personas, cerca de trescientos eran sacerdotes.

¿Y qué pasaba en Roma? Pío VI, que era él mismo aristócrata, declaró nula la constitución en 1791, y amparándose en la revelación divina rechazó la «abominable filosofía de los derechos del hombre», especialmente la libertad religiosa, la libertad de conciencia y de prensa y la Igualdad entre los seres humanos. Fue una decisión de fatales consecuencias para la iglesia católica, aunque fue repetidas veces confirmada por Roma. Las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede acabaron por romperse; en 1798 se proclamó la República romana tras la entrada de tropas francesas en Roma; Pío VI fue depuesto y conducido a Francia en contra de su voluntad. La iglesia católica romana aparecía ahora como la gran adversaria de la transformación revolucionaria, que, con medios modernos como la guillotina (con Robespierre cerca de dieciséis mil personas fueron ejecutadas en diez meses) y la guerra popular en defensa de la revolución, ansiaba la ruptura total con el pasado. Aquí prevalecía la utopía de una reconstrucción del orden social y de las instituciones de la nación basándose en la razón.

La principal víctima de la revolución nacional fue la iglesia católica, que perdió su poder secular sobre la educación, los hospitales y el cuidado de los pobres, sus extensas propiedades y una porción importante del clero (debido a la emigración, las ejecuciones y las deportaciones). En lugar de una cultura guiada por la iglesia y el clero, arraigó una cultura republicana y secularizada.

Como es natural, resultó imposible establecer la constitución civil nacional introducida por la revolución, que reclamaba una nueva regulación del tiempo (1792 = año I) y la semana de diez días, así como la sustitución del culto cristiano por el culto a «la razón» (como diosa) y después al «Ser Supremo» en la catedral de Notre Dame. Estas innovaciones desaparecieron pocos años después de que Robespierre fuera guillotinado (1794). Pero algunos cambios sociales fundamentales perduraron, y han moldeado la mentalidad de las gentes, al menos en Francia, hasta la actualidad.

  • La declaración de los derechos del hombre sustituyó al credo cristiano, y la constitución del estado sustituyó a la ley eclesiástica.
  • La tricolor sustituyó a la cruz, y el registro civil reemplazó al bautismo, el matrimonio y los funerales. Los profesores sustituyeron a los sacerdotes.
  • El altar de la patria, en el que el patriota debía entregar su vida, reemplazó al altar y al sacrificio de la misa. Se sustituyeron muchos nombres de localidades, pueblos y calles con nombres patrióticos dotados de cierto colorido religioso.
  • La veneración de los mártires heroicos sustituyó a la veneración de los santos.
    La Marsellesa
    sustituyó al
    Te Deum
    .
  • La ética ilustrada de las virtudes burguesas y la armonía social sustituyó a la ética cristiana.

La ósmosis repetidas veces producida entre el cristianismo y las nuevas culturas en los primeros cambios de paradigma no respondía en modo alguno a los deseos de Roma y de la jerarquía, que se centraba en el pasado; también fue sistemáticamente evitada por los revolucionarios y su contracultura republicana. En Francia el resultado fue la división entre clericales y anticlericales, llegando ciertamente a formarse dos culturas hostiles: la nueva cultura laica republicana militante de la burguesía liberal dominante y la contra o subcultura conservadora católica bien enraizada, clerical y monárquica, y más tarde papista, propia de la iglesia. La conversión de la iglesia católica en un gueto cultural había comenzado.

¿Había una alternativa? Sobre todo el abad Henri-Baptiste Grégoire trabajó a favor de una reconciliación entre la iglesia y la democracia de acuerdo con el espíritu de los ideales propios del cristianismo primitivo, como obispo se erigió en líder espiritual de la iglesia constitucional Pero esta alternativa no tuvo ninguna oportunidad Muchas de las preocupaciones de Grégoire solo llegarían a establecerse en el concilio Vaticano II Desde entonces también puede afirmarse abiertamente que la «libertad, igualdad y fraternidad» —durante largo tiempo denigradas— son la base del cristianismo primitivo, aunque, como hemos visto, este quedó asfixiado muy pronto por las estructuras jerárquicas Así pues, ¿debería esforzarse todavía la iglesia en ser el bastión de la reacción antidemocrática, contraviniendo el espíritu de su fundador para la consecución de una hermandad de gentes libres, iguales en principio, hermanos y hermanas.

Sm embargo, el moderno principio de nación estableció en Europa una ideología perniciosa el nacionalismo y, más tarde, el imperialismo Ya para Napoleón Bonaparte, quien acabó con la revolución y al mismo tiempo la adoptó, quien depuso a Pío VI y estableció un concordato con Pío VII para acabar deportándole a Francia, la expansión nacional era más importante que la tarea humanitaria de la Revolución Sus guerras de conquista se cobraron cientos de miles de vidas El principio nacional abolió el principio humano E incluso cuando Francia, a lo largo del siglo XIX, dominó los acontecimientos políticos haciendo uso de los grandes principios de la revolución, no logró asentarse como una potencia política determinante Antes bien, fue Gran Bretaña la que asumió el liderazgo mundial en el siglo XIX sin embargo, este liderazgo estaba relacionado con otra revolución que abrió las puertas a un moderno sistema económico, y ciertamente a una nueva civilización mundial.

La revolución tecnológica e industrial: «la industria»

Inglaterra, que había llevado a cabo su «Revolución Gloriosa» y había hecho del Parlamento su sistema político un siglo antes de la Revolución francesa, fue la iniciadora de las revoluciones técnicas e industriales que iban a cambiar el mundo europeo, y también el cristianismo, de manera no menos profunda que la revolución política.

Tras los errores de la Revolución francesa y las devastadoras guerras napoleónicas, en todas partes se echaban de menos los «buenos tiempos de antaño». Y hubo numerosos intentos de restaurar el antiguo paradigma como «voluntad de Dios» tanto en la esfera protestante como en la católica. Así pues, de nuevo surgía una defensa de la monarquía como forma de gobierno, de la sociedad ordenada en clases, de una iglesia católica jerárquica y de la familia y la propiedad como valores básicos ineludibles que por principio permanecían constantes. A partir de su resistencia frente a Napoleón, el papado, que garantizaba todo lo antedicho, recobró nuevamente su autoridad moral.

En el congreso de Viena de 1814-1815, que estuvo dominado por la «Santa Alianza» de los estados conservadores de Austria (liderado por Metternich), Rusia y Prusia, la curia romana también daba por supuesto que se restauraría el estado pontificio abolido por Napoleón. La economía tradicional de los
monsignori
fue reintroducida inmediatamente: el sistema jurídico secular (el código napoleónico) fue abolido y se restauró la legislación papal anterior a la modernidad. Setecientos casos de «herejía» fueron investigados por la Congregación para la Doctrina de la Fe (el Santo Oficio). Así pues, en el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa, tanto política como socialmente; en él el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.

Los teóricos sociales conservadores como Edmund Burke en Inglaterra, y los escritores como Francois de Chatteaubriand y, sobre todo, Joseph de Maistre, quienes en un libro muy leído,
Sobre el papa
(1819), transferían el concepto de soberanía al papa, respaldaban tales posiciones. En cualquier caso, esta fue la época del Romanticismo, que tras presentarse inicialmente como progresivo, ensalzaba ahora las estructuras sociales medievales en toda Europa y silenciaba la Ilustración, que parecía desacreditada por los excesos de la revolución. Pero después de la oleada revolucionaria de 1848, tras la cual la reacción de nuevo salió victoriosa, tanto la Restauración como el Romanticismo resultaron ser un breve interludio contrarrevolucionario.

La democracia continuó su curso triunfante, y con ella la revolución técnica: pararrayos, máquinas de hilado, telares mecánicos, máquinas de vapor alimentadas con carbón y al mismo tiempo la construcción de carreteras, puentes y canales, el desarrollo de la locomotora, el barco de vapor, el telégrafo y después de 1825 la primera línea de ferrocarril de Inglaterra. Todos ellos fueron precursores de nuevos métodos de producción y de organización del trabajo. Empezaba a cobrar vida un cambio significativo en las condiciones de la vida económica y social, que se denominó Revolución industrial: una revolución en el ámbito de la tecnología, los procesos productivos, la producción de energía, el transporte, la economía rural y los mercados, pero también en el ámbito de las estructuras sociales y el pensamiento, en conjunción con la explosión demográfica, la revolución de la agricultura y la urbanización. En el primer tercio del siglo XIX, la industrialización de Inglaterra también llegó a Holanda, Bélgica, Francia y Suiza; a mediados de siglo llegó a Alemania y, finalmente, al resto de Europa, Rusia y Japón. Las técnicas industriales, en lugar de ser simplemente empíricas como hasta entonces, se llevaban ahora a la práctica con una base científica, y se convirtieron en tecnología.

Gracias a la ciencia y a la tecnología, en el transcurso del siglo XIX la industria se desarrolló al mismo tiempo que la democracia. Se convirtió en el valor número 4 en el liderazgo de la modernidad. La gente utilizaba el término «industrial» y hablaba de la «sociedad industrial» capitalista burguesa, que había sustituido a la aletargada sociedad aristocrática y que se caracterizaba por las virtudes de la «industria».

Pero con los procesos de producción capitalistas surgieron nuevos conflictos de clase. Grandes sectores de la población trabajadora padecían penurias: a causa de los bajos salarios, las largas jornadas de trabajo, unas condiciones de vida miserables y la inseguridad social; a causa de la explotación de las mujeres y los niños en el trabajo. Lo que se dio en llamar la «cuestión social» cobró una gran importancia; no era una coincidencia, dado el
laissez-faire
del capitalismo propio del «liberalismo de Manchester».

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