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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Historia, Religión

La iglesia católica (23 page)

BOOK: La iglesia católica
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Sm embargo, muchos obispos conocían el lado oculto de ese papa jovial, ese hombre emocionalmente peligroso de formación teológica superficial, poco versado en los métodos de la ciencia moderna, egocéntrico y rodeado de consejeros de mente estrecha Hubo mucha oposición en el concilio Vaticano Y los obispos de amplia educación, como el obispo de Orleans, Félix Dupanloup, y especialmente el obispo de Rottenburg, Karl Joseph Hefele, quien como profesor de historia de la Iglesia en Tubinga había escrito una historia de los concilios en vanos volúmenes, sabía qué argumentos podían hallarse en la historia de la iglesia contra la infalibilidad papal.

A pesar de la oposición generada en el episcopado, tras semanas de vigorosas controversias e impulsados por las enérgicas presiones del papa, quien rechazaba las objeciones y las propuestas de compromiso, el 18 de julio de 1870 se definieron dos dogmas papales. Antes de que se aprobaran, no solo los arzobispos de Milán y St Louis, Missouri, sino también los representantes de las sedes metropolitanas más importantes de Francia, Alemania y Austria-Hungría abandonaron el concilio Hasta hoy en día los decretos siguientes son objeto del rechazo decidido tanto ortodoxo como protestante, y la causa de una división en el seno de la iglesia católica que fácilmente se podría haber evitado:

  • El papa disfruta de primacía legal en la jurisdicción sobre cada iglesia nacional y todo cristiano
  • El papa posee el don de la infalibilidad en sus propias decisiones solemnes sobre el magisterio Estas decisiones solemnes (
    ex cathedra
    ) son infalibles en base al apoyo especial del Espíritu Santo y son intrínsecamente inmutables (irreformables), no en virtud de la aprobación de la iglesia.

El propio papa consideró la controversia sobre el estado eclesial como un nuevo episodio en la batalla de la historia del mundo entre Dios y Satán, que con una confianza completamente irracional en la victoria de la Divina Providencia él esperaba ganar. Pero el papa de la infalibilidad se equivocó: perdió la batalla por los Estados Pontificios. Exactamente dos meses después de la definición de infalibilidad, el 20 de septiembre de 1870, las tropas Italianas entraron en Roma. El voto popular emitido por los romanos resultó en una abrumadora mayoría contrario al papa. El concilio Vaticano, que se suspendió a causa de la guerra franco-prusiana, no proseguiría.

En el episcopado la resistencia al dogma de la infalibilidad pronto sucumbió: el obispo Hefele fue el último en someterse. Ya en 1870-1871 hubo en Alemania numerosas concentraciones de protesta y panfletos, y congresos católicos en Munich y Colonia. Aquí la Ilustración católica (cuyo portavoz era Ignaz Heinrich von Weissenberg, vanas veces rechazado para el episcopado por el reaccionario León XII) ya había realizado una gran tarea de apoyo a la reforma de la educación religiosa, la predicación y los himnos en lengua vernácula, la independencia episcopal y la abolición del celibato obligatorio. Como resultado de tales protestas se formó (bajo el liderazgo espiritual de Döllinger) la antigua iglesia católica (que en Suiza responde por iglesia católica cristiana): se trata de una iglesia que sigue siendo católica, pero «libre de Roma». Con obispos válidamente consagrados, pretende preservar la fe de la Iglesia del primer milenio (de los siete primeros concilios), poner en práctica una constitución episcopal-sinodal con gran autonomía respecto de la iglesia local, y otorgar al papa poco más que una «primacía de honor». Las costumbres introducidas en la Edad Media, o no, hasta el siglo XIX, del celibato obligatorio, la obligación de confesarse una vez al año, el culto a las reliquias, el rosario, la veneración del corazón de Jesús y del corazón de María, se repudian. En muchos aspectos, esta pequeña, atrevida y ecuménicamente abierta antigua iglesia católica ya anticipó desde sus inicios las reformas del concilio Vaticano II, y recientemente ha ido incluso más allá con la ordenación de mujeres.

Como es natural, en la Roma papal de los tiempos del concilio Vaticano I las cosas se veían de modo diferente: después de todo, en 1870 el sistema romano, que había resistido desde el siglo XI a pesar de toda la oposición, todas las revoluciones e interrupciones, había logrado finalmente, y en gran medida, hallar su piedra angular. Se pensaba que el papa, ahora pontífice absoluto y de enseñanzas infalibles, podría ser capaz en el futuro de resolver fácilmente los problemas y tomar las decisiones necesarias. Sin embargo, cuando se encontraron con estos dos dogmas papales, no solo los antiguos católicos se preguntaban qué se había hecho del mensaje de Jesús de Nazaret en el segundo milenio. O para decirlo sin ambages: ¿qué habría dicho Jesús, a quien este papa apelaba en su concilio, sobre todo ello? Yo desconozco cuan seriamente deseaba Karl Rahner, el teólogo del concilio Vaticano II, que se tomaran sus palabras cuando señaló: «¡Jesús no habría entendido una palabra!»

- VIII -
LA IGLESIA CATÓLICA:
Presente y futuro

¿Seguiría el papa siendo el papa, tal como se entiende en la ideología romana, si abandonara la idea de la infalibilidad? En el siglo XIX se debatió el estatus de los Estados Pontificios en estos mismos términos. Durante mil años ha resultado imposible imaginar el papado sin un gran estado. Pero con la creación de la nación-estado italiana, el papado fue obligado a contentarse con un estado
proforma
: un estado diminuto alrededor de San Pedro con una residencia de verano en Castel Gandolfo y unos pocos edificios extraterritoriales y algo de terreno, que en conjunto apenas llega a un cuarto de la extensión del principado de Mónaco y menos de quinientos habitantes. Resulta comprensible que tras la conquista italiana de Roma los papas desempeñaran inicialmente durante décadas el papel de «prisioneros del Vaticano» y despertaran muchas simpatías, aunque no solo era su propio dogma de
non possumus
, «no podemos», lo que evitaba que abandonaran el Vaticano y, por tanto, al actuar así, aceptaran la nueva situación entre la iglesia y el estado.

Aun así, incluso sin un estado pontificio, los papas eran en efecto capaces de instaurar en la iglesia católica el gobierno papal único prometido en el concilio Vaticano I… a costa de la tradicional independencia de las iglesias locales y sus obispos y de los elementos sinódicos. Por otra parte, los papas habían efectuado una contribución sustancial a la iglesia católica preservando su unidad estructural y la catolicidad internacional en tiempos de nacionalismo; ciertamente, tras un período de revoluciones habían sido capaces incluso de reforzar su papel en el mundo.

El sucesor del papa de la infalibilidad, León XIII (1878-1903), renunció sabiamente a reclamar la infalibilidad y se preocupó por una reconciliación de la iglesia y la cultura. Abrió la iglesia católica a la evolución social y política. No solo terminó con la
Kulturkampf
que la enfrentaba al imperio germánico y que había surgido tras la reacción protestante hasta llegar al
Compendio de los errores modernos
y la definición de la infalibilidad, sino también otros conflictos políticos similares con Suiza y los estados latinoamericanos. Aunque siguió defendiendo la necesidad de un estado de la iglesia y los dogmas papales, León XIII corrigió la actitud negativa de Roma hacia la modernidad, la democracia y las libertades, en parte incluso hacia la exégesis moderna y la historia de la iglesia, y sobre todo hacia la «cuestión social». Ahora que el papa ya no era responsable de un estado de la iglesia socialmente retrógrado, podía publicar la ya por mucho tiempo esperada encíclica social
Rerum novarum
(1891), casi medio siglo después del
Manifiesto comunista
. Contrariamente al
laissez-faire
del liberalismo del siglo XIX, el papa aprobó intervenciones reguladoras por parte del estado y, contrario al socialismo, defendió la propiedad privada. Muchos «católicos reformistas» esperaron entonces que se produjera un cambio fundamental en Roma. Pero quedaron defraudados. Hacia el final del pontificado de León volvieron a hacerse visibles ciertas tendencias retrógradas, por ejemplo en la creación de una comisión bíblica papal para la supervisión de los exégetas. La hábil combinación de absolutismo en el seno de la iglesia y la adopción simultánea de iniciativas sociales (y a veces populistas) seguiría marcando, con variaciones tácticas en el énfasis, la estrategia de Roma hasta el presente pontificado.

El sucesor de León, Pío X (1903-1914), que durante muchos años fue sacerdote y obispo diocesano, ciertamente se dedicó con intensidad a la renovación interna de la iglesia, a mejorar la educación en los seminarios y a una celebración de la eucaristía en la cual la comunión se recibiera de forma regular. También reorganizó la curia romana. Pero ninguna de esas reformas era trascendental. También en la política exterior el décimo Pío siguió la misma línea que los otros nueve, rechazando las tendencias democráticas y parlamentarias, y permitiendo la ruptura de los lazos diplomáticos con Francia y España. En Italia tomó medidas contra los democratacristianos, y en Alemania tomó partido a favor de las asociaciones de trabajadores católicos y en contra de los sindicatos cristianos.

Y lo que era aún peor, Pío X reprimió cualquier reconciliación de las enseñanzas católicas con la ciencia y el conocimiento modernos. Bajo la etiqueta despectiva de «modernismo» lideró una limpieza antimoderna a gran escala, una caza de herejes formal contra los teólogos reformistas, especialmente los exégetas y los historiadores. En Francia, Alemania, Norteamérica e Italia se entablaron procesos contra la élite intelectual católica, con sanciones de varios tipos (el índice, la excomunión, la destitución). Un nuevo
Compendio de los errores modernos
y una encíclica antimoderna (1907), que ciertamente era un «juramento antimodernista» (1910, muy extenso), impuesto sobre el clero, tenía como objetivo la erradicación de los modernistas de una vez y para siempre. Lo mismo resultó cierto para los decretos dogmáticos de la comisión bíblica cada vez que se ponía en cuestión la historia sagrada. Pío contó con apoyos para espiar a obispos, teólogos y políticos por parte de una organización secreta de la curia (Sodalitium Pianum), comparable al actual Opus Dei, que bajo el liderazgo del subsecretario de estado del Vaticano, Umberto Benigni, logró instituir lo que Josef Schmidlin ha llamado «un pernicioso gobierno subsidiario de la iglesia». «Aunque el mismo Pío en persona no fuera culpable de ser el principal autor de esta perniciosa conjura mundial, al menos es su cómplice, pues sistemáticamente la ha alentado y ha alzado su rígida mano protectora para encubrirla.» Hasta qué punto las beatificaciones romanas han degenerado en nuestros días hasta convertirse en gestos de la política de la iglesia queda patente en la canonización de este papa por Pío XIII en 1954. El hecho de que, aún más recientemente, el Vaticano haya abierto el archivo de la Inquisición solo hasta 1903, hasta la accesión de Pío X, muestra cuánto temor inspira la verdad.

Incluso en el colegio cardenalicio muchos estaban descontentos con el talante reaccionario e inquisitorial de Pío X, tal como se puso de manifiesto en la elección como papa de Giacomo della Chiesa, el mismo hombre que Pío había excluido como subsecretario de estado nombrándole arzobispo de Bolonia, y a quien nombró cardenal poco antes de su muerte. Como Benedicto XV (1914-1922), el nuevo papa acabó de manera fulminante con la organización secreta de Benigni, que lo estaba envenenando todo (Benigni se convirtió después en agente de Mussolini). Este papa se involucró como mediador en la Primera Guerra Mundial, aunque sin éxito, y continuó con la política conciliadora de León XIII. Aun así, en mitad de la guerra (1917) aprobó el nuevo
Codex Iuris Canonici
(derecho canónico) ya preparado por su predecesor… sin el consentimiento del episcopado mundial. La primacía universal de la ley definida por el Vaticano I, y el sistema centralista unido al mismo, recibieron la bendición legal y quedó salvaguardada en todos sus detalles; por ejemplo, contrariamente a la tradición católica más temprana, se garantizó el derecho del papa a nombrar a los obispos.

La catástrofe global de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) dejó perfectamente claro para todos los que tenían ojos que los valores principales de la modernidad estaban en crisis: el absolutismo moderno de la razón, el progreso, el nacionalismo, el capitalismo y el socialismo habían fracasado. Pero la oportunidad de fundar un nuevo orden mundial, más justo y pacífico, en 1918 —las propuestas concretas del presidente norteamericano Woodrow Wilson— se perdió por culpa de los practicantes europeos de la
realpolitik
. Y Europa tuvo que pagarlo con creces con los movimientos reaccionarios del fascismo, el nazismo y el comunismo, que de un modo «moderno», idealizaban la raza, la clase y a sus líderes y entorpecieron el camino para lograr un orden mundial nuevo y mejor. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial puso en movimiento la revolución global que quedaría de manifiesto tras la Segunda Guerra Mundial: el cambio del paradigma eurocéntrico de la modernidad, que poseía un marcado sello colonialista, imperialista y capitalista, al paradigma verdaderamente global y policéntrico de la posmodernidad, que poseía una orientación ecuménica. Sin embargo, este cambio se reconoció en parte en Roma, y de nuevo demasiado tarde.

El instruido sucesor de Benedicto, Pío XI (1922-1939) gobernó de un modo autocrático similar y propagó la «extensión del remo de Dios», sobre todo mediante la «acción católica» del laicado, aunque siguieron siendo una extensión del brazo de la jerarquía. Alentó el clero nativo en las misiones, y en Roma las enseñanzas de la Iglesia y el arte. En una encíclica antiecuménica (
Mortalium animos
, 1928), sin embargo, adujo numerosas razones por las cuales les quedaba vetado a los católicos tomar parte en la gran conferencia ecuménica de Lausana convocada por Fe y Orden, predecesora del concilio mundial de las Iglesias de 1929. Y como reacción a la conferencia anglicana de Lambeth, y sin oposición del episcopado, en 1930 embarcó a la iglesia católica en su perniciosa singladura contra el control de natalidad (la encíclica
Casti connubii
). Esto constituyó más tarde el argumento principal a favor del «infalible» consenso del papa y los obispos en esta doctrina. En el mismo año convirtió en «maestro de la iglesia» a Robert Bellarmme, SJ (fallecido en 1621), quien en su breve catecismo contestaba a la pregunta «¿Quién es cristiano?» de un modo adecuadamente curial: «El que obedece al papa y al pastor por él designado.»

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