Cuando es la hora de regresar, Carlino tiene tanta prisa que nunca espera que lo ayuden a ponerse bien el abrigo y siempre llega a casa con una manga colgando. «Nunca se deja vestir del todo», se queja su padre.
Si cuando ellos llegan Noemi está en casa de la condesa, se marcha sin saludarlos, o si llega y ve que ellos ya están, dice: «Perdonadme, creía que sólo estaba mi familia». Y se marcha dando un portazo, porque quiere que el padre de Carlino y su novia se den cuenta de que no los aguanta, sobre todo desde que se ha enterado de que el padre de Carlino ha dejado de tomar clases de piano con su hijo y que el cuarto del piano pasará a ser el dormitorio del nuevo niño.
Nadie sabe dónde meter el piano. En casa de Maddalena necesitarán silencio para Luigino. En casa de la condesa de mantequilla no hay sitio. Noemi no tiene la menor intención de darle el gusto al padre de Carlino resolviéndole el problema. Que asuma de una buena vez sus responsabilidades. Que el día de mañana pague con el desamor del hijo.
Entretanto, las clases se han ido espaciando, porque el padre no tiene tiempo y no logra que sus horarios coincidan con los del maestro. Y ahora cuando Carlino va a casa de su padre sólo juega con el ordenador y los videojuegos, en los que no es muy ducho, pierde siempre y se aburre mortalmente. Lo único bueno es la merienda que le prepara la novia de su padre. Como en los cuentos. El pan tostado con queso fundido por arriba y por abajo. Su mamá ha intentado preparárselo, pero el queso sólo se derrite por debajo y le sale un churro y al ama de llaves no se le puede pedir el secreto porque ya no lo sabe.
Por esto y por mil cosas más, la condesa de mantequilla no hace más que ir por ahí elogiando a la nueva novia del padre de su hijo. Incluso con el vecino, que le dice: «Bien. Añadamos a la lista otra persona deliciosa».
Ella es feliz, porque todos son felices.
Pero si las ventanas del vecino están cerradas, entonces no.
Piensa en las ambulancias, en los hospitales llenos, en funerales, en adioses, todo dice que la felicidad no es posible. Ni siquiera si uno trata de ser buenísimo, nunca lo es lo bastante como para merecerse la felicidad.
Pero si el vecino se asoma al muro, entonces sí.
Luigino se ha ido. La ambulancia vino a buscar a Maddalena que estaba en un charco de sangre. Lloraba y decía: «¡Ha ocurrido! ¡Ha ocurrido!». Después, en el hospital, le hicieron un raspado y ella vio que tiraron a Luigino en una especie de cubo de basura.
De todas maneras, los médicos dicen que Maddalena está sana y podrá tener hijos. Pero para ella nadie será como Luigino, aunque no le haya dado tiempo a conocerlo siquiera.
Hasta la gitana lee el futuro y ve que Maddalena tendrá un hijo. Pero la cuestión es que Maddalena lo ve todo negro. Algunos días no tiene ganas de levantarse, ni de abrir las ventanas para que entre un poco de luz y se queda en la cama, hecha un ovillo, con todos a su alrededor, Carlino que trata de hacerla reír, la condesa que le prepara algo caliente, Noemi que le chilla para ver si así reacciona, su marido que le dice: «Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana, a lo mejor Luigino estaba enfermo y el próximo vendrá fuerte y sano», y la tata que reza a Dios para que, si tiene que dejarla así, mejor que se la lleve.
Maddalena los echa a todos:
—No pienso comer ni beber nunca más. No sabéis decir más que banalidades.
A veces la condesa deja a Carlino con Maddalena, porque piensa que podría hacerle bien. El niño le pregunta a su tía dónde se ha ido su primito y por qué.
Si ha sido por su culpa, porque ha hecho
tavesuras
y lo ha dejado escapar.
Su tía le contesta distraídamente:
—No, no has hecho nada malo. Nadie ha hecho nada malo y ha ocurrido igualmente. ¡Ha ocurrido! ¡Ha ocurrido! —y estalla en sollozos.
—¡Volverá! —la consuela Carlino.
Sin embargo, cuando el sobrino no sube a verla, Maddalena se encuentra peor, porque al menos si él está, se ve obligada a abrir las ventanas y dejar que entren el aire y la luz, y a ir a la cocina a prepararle la merienda. Además, no se imaginaba que a Carlino se le pudieran ocurrir cosas inteligentes. Tras la decepción inicial no le había prestado más atención. Lo había dejado de lado.
A veces la condesa le pide que vaya a recoger a su sobrino al parvulario, como en los viejos tiempos. Maddalena no tiene ganas, le gustaría quedarse en la cama, pero después, cuando accede y se viste y recorre los cuatro pasos que van de su casa al parvulario, el niño le da una enorme satisfacción, porque corre a su encuentro gritando de esa manera inconexa que lo caracteriza: «¡Es mi tía! ¡Es mi tía!», y se le echa al cuello y la cubre de besos.
La condesa se había vuelto consistente hasta el punto de cumplir hasta el final con todas las suplencias, pero ahora vuelve a ser de mantequilla. Tiene miedo. En un mundo donde Luigino decidió marcharse, pese al afecto y los cuidados que le prodigaron incluso antes de haber nacido, donde la fuerte y dura de Noemi se desespera por amor y la severísima ama de llaves es una niña pícara, entonces, en un mundo así, hasta la violinista puede regresar y el vecino no asomarse nunca más al muro. Y a ver quién no iba a darle la razón.
Para contentar a la tata le dijeron que han readquirido también la casa al otro lado del patio, y ella se arrebuja de esa manera tan imposible que la caracteriza y se asoma al muro y hace los gestos vulgares de siempre. El vecino le sigue el juego y le hace creer que dentro de poco las condesas volverán a ser dueñas de todo el edificio, como en los viejos tiempos, y que él está muy ocupado empaquetando sus pertenencias para la mudanza inminente.
La cosa es que la tata, ahora que ha encontrado a alguien que le hace caso, se ha encariñado con el vecino, que le regala pescado y ella después se asoma al muro y se los devuelve todos los días en un plato, ya cocinados, pobrecito, y le dice que ya se ocupará ella de convencer a las condesas para que no amplíen su casa y le permitan seguir de alquiler, y él le da las gracias y le dice que está en sus manos, y se divierte. Pero ¿hasta cuándo?
Nada resiste. Todo se hace y se deshace. Como la casa. Ahora está arreglada la fachada interior y de la exterior, reparada a fondo hará algo menos de dos años, el revoque empieza a caerse a pedazos, las paredes están cubiertas de manchas de humedad, las tuberías de los lavabos están podridas. Y justamente ahora que la condesa consigue luchar y resistir con todos los alumnos y en todas las escuelas, habrá que dedicar las ganancias a tapar los agujeros, y tapados esos agujeros, se formarán otros.
En el fondo, la única idea buena es la del suicidio. Lástima que es invierno, de lo contrario, podría retomar los ejercicios para practicar cómo ahogarse en el mar.
• • •
En fin, que todo vuelve a ser como antes. Sólo Noemi está distinta. Cuando regresa de los congresos organizados en ciudades lejanas, en vez de traer regalos de los hoteles de lujo, saca de la maleta alguna pieza de vajilla que encontró en alguna tienda de antigüedades y dice que, poquito a poco, le gustaría reconstruir la colección de Elias para darle una sorpresa. Aunque resultará imposible volver a encontrar lo que ella destruyó. Justamente las cosas más preciosas, las ensaladeras de Savona, las flamenquillas de Albisola, los platos de Cerreto Sannita, las mayólicas de Ariano Irpino. Elias tiene la culpa, él se lo buscó.
Pero a veces, cuando el cielo es de un azul perfecto, se acuerda del cielo sobre el redil, y en las noches estrelladas piensa que desde la ventana de Elias las estrellas eran mejores, muchas, grandes y cercanas como no las había visto jamás.
Y a veces, a escondidas, avergonzándose de sí misma, llega incluso a plantar esquejes sin lógica alguna, fuera de temporada, como hace la condesa de mantequilla en el parterre de la injusticia, y espera que arraiguen y broten, milagrosamente.
La verdad es que tal vez todo era mejor antes, cuando estaba Elias, aunque no la amara y la cosa no fuera en serio. O a lo mejor la amaba, pero ella, para creérselo, tenía que entender por qué y no encontraba motivos plausibles que la tranquilizaran, puesto que no era ni joven, ni guapa, ni dulce, ni simpática. Sólo quedaban motivos inquietantes y retorcidos. Elias quería desquitarse y alardear en el pueblo no sólo de haber conquistado a una de las patronas de su tía, sino de hacerla sufrir teniéndola únicamente como amiga, una amiga que le habría resuelto el problema de las ventanas que dan al patio de los vecinos.
¿Y si los motivos por los que Elias la quería fueran otros? ¿Y si Elias no fuese un hombre razonable? Lo que está claro es que todo era mejor antes. Y punto.
Era mejor incluso cuando la fachada interior del edificio no estaba restaurada, cuando por las mañanas temprano se lo encontraba en el andamio y lo invitaba a café. Ahora, desde el patio, ni siquiera levanta la vista para admirarla, esa fachada espléndida como en otros tiempos, y cuando las personas del barrio le preguntan por las obras, se le pone una expresión como queriendo decir: «A mí qué me importa. Que se venga todo abajo. Las casas, el dinero. Banalidades. No son más que banalidades».
Ayer, en la mesa, todos reunidos después de tanto tiempo en el salón comedor de Maddalena y Salvatore, las ventanas abiertas porque es primavera, la condesa soltó la siguiente historia.
—Antes que nada, una noche tenemos que invitar a cenar a Elias. Me crucé con él en la calle.
—¿Y vendrá? —preguntaron todos a coro.
—Claro que vendrá. Está esperando desde que Salvatore y Maddalena lo invitaron. Creía que habíamos cambiado de idea.
—Tengo muchas piezas muy interesantes para su colección. Por ejemplo, unas fuentes del taller de Giuseppe Pera, con decoraciones hechas a esponja en azul cobalto y flores rosadas en el interior —intervino Noemi, desenvuelta.
Excepto la tata y Carlino, los demás dejaron de comer y se miraron en silencio.
—¿Estás segura de que dijo que sí? —continuó Noemi.
—Segurísima —confirmó alegremente la condesa.
—¿Y cómo está ahora?
—Afligido.
Noemi sonrió y se puso a comer otra vez. La tata no hizo preguntas, porque quizá ya no se acuerda más de Elias. Y para Carlino Elias no era demasiado paternal, por lo tanto, no existe.
—No puedo invitarlo yo —siguió diciendo Noemi.
—Lo llamaré un día de estos —intervino Salvatore—, me gustaría volver a verlo.
—Entonces, preparo la caja con las piezas que inician la nueva colección —añadió Noemi de un tirón.
La condesa de mantequilla se fue entonces por las ramas y salió con esta otra historia, que el vecino pilota aviones de tipo ligero.
A él se lo contó todo, lo de sus ganas de morirse, lo del padre de Carlino, que ya está a punto de tener su segundo hijo y ahora es feliz, e incluso lo del piano, que no saben dónde meterlo, y lo de las clases que quedarán interrumpidas.
El vecino la escuchó atentamente y después le dijo lo más bonito que le han dicho jamás en toda su vida, que él las pasó moradas y que no quiere hablar, porque es así, pero cuando la llama, y ella se asoma al muro, tiene la impresión de llegar a un puerto seguro.
Un puerto seguro. Pero ¿se dan cuenta?
Le dijo que ella tiene que hacer como cuando se aterriza con el avión, hay que centrar la pista sin pensar en nada más, únicamente en salvar el pellejo y no estrellarse. Le dijo que podría ir con él hasta Córcega y que cree que le haría bien. Cuando se acostumbre a volar, podría enseñarle a pilotar aviones.
No tiene miedo de estar a su lado, en el fondo, consiguió tirar sola del carro cuando Maddalena estaba embarazada y Noemi en el hospital e incluso consigue terminar las suplencias, pese a las tomaduras de pelo y al bochinche y las bolitas de papel que los alumnos le lanzan durante las clases.
Y hay una cosa más, continuó la condesa, que sólo sabe el vecino, porque nadie más se lo habría creído, ella consiguió una vez crear una obra maestra en la cocina, un pastel de mantequilla y requesón, que logra desmoldar intacto, espléndido, blanquísimo sobre el plato. Había lanzado un grito: «¡Venid a ver!». Ellos no la habían oído y casi al instante el pastel se había deshecho. Desconsolada, se había sentado a la mesa y se lo había comido, tal como estaba, desmontado. Riquísimo.
Trató de repetir el milagro de aquella belleza y le preguntó a la tata si se acordaba de cómo se desmoldan los pasteles fríos. Pero no se acuerda. Y Maddalena dijo que, en general, se metían en el congelador, pero con el requesón y la mantequilla es imposible, porque el suero se separa del resto y el pastel queda hecho un asco.
En fin, que ella no puede demostrar que creó esa perfección. No les queda más que creérselo. El vecino se lo creyó.
Volviendo al vecino, del piano dijo que en su casa seguro que cabe, porque es una casa grande con habitaciones amplias y techos altos y está casi vacía. Hará venir al mismo maestro y si el método exige que un progenitor esté al lado del niño durante las clases, aunque él no es un verdadero progenitor, quizá también sirva.
La condesa dice que ha amado a muchos hombres, pero, como el vecino, ninguno, jamás.
• • •
En cambio Maddalena tiene miedo de que la predicción de Angelica sea inexacta, como de costumbre, y que el vuelo de la condesa se produzca desde una ventana y no desde un avión, del mismo modo que será el padre de Carlino quien tendrá un hijo y no ella.
Porque ya se sabe que el sueño de la condesa nunca podrá hacerse realidad. El vecino, acostumbrado a su guapísima y virtuosísima violinista de la que todos en el vecindario siguen hablando, se cansará de ella, con lo inepta que es, con esos vestidos que le cuelgan del cuerpo, combinados con zapatos bajos y anchos, que nunca regresa puntualmente a casa porque es como un imán que atrae a todos los pobres desgraciados que la paran por la calle y a los que ella pretende ayudar.
Y todavía más se cansará de ese plomo de Carlino y de sus travesuras. Muy monos, la madre y el hijo, pero al otro lado del muro.
Antes, al menos Noemi era la que razonaba. Pero ahora se acabó.
No había más que verla la otra noche, cuando Elias vino a cenar, para la ocasión llegó incluso a abrir su salón comedor museo, encendió por completo la inmensa araña de brazos con lágrimas de cristal, descubrió las sillas y sofás arriesgándose a que se mancharan, desvalijó el jardín para llenar los jarrones con flores de primavera, puso la mesa con un mantel bordado y la vajilla que consiguió que al rey se le quitara el enfado.