Las había ido añorando cada vez menos pero, acompañada en coche por su marido, no dejaba de llevarles comida del pueblo, y si no encontraba a nadie, depositaba las bolsas en el vestíbulo, fruta, verdura, pollos de corral y huevos, y siempre sus dulces sardos.
Después, de vuelta en el pueblo, no hacía más que pensar en aquella casa, en la calle húmeda y fría y en la luz inesperada y cegadora de la placita ventosa, a la vuelta de la esquina, suspendida sobre aquella Cagliari infinita. Y en las noches azuladas y en la luna y las estrellas que se veían desde las ventanas de las condesas, brillantes como no las había visto jamás.
Ahora se había quedado viuda y con la salud quebradiza. La casa donde había vivido durante su matrimonio estaba a nombre de los hijos del marido, que la habían vendido, y la de sus padres, donde vivía antes de irse a servir a Cagliari, la ocupaba su sobrino Elias y su hermano con su familia. Elias era bueno, pero encima de echarle una mano al hermano con las tierras y los animales y sacar adelante su pequeña empresa de construcción, no podía ocuparse de ella.
Por eso la condesa de mantequilla decidió llevársela a vivir con ella en Cagliari.
Noemi intentó disuadirla, al principio por las buenas. Le pedía que reflexionara. La tata estaba envejeciendo. ¿Y si caía enferma? ¿Y si la situación se complicaba? ¿Y si ella, siendo como era, condesa de mantequilla, no podía arreglárselas? ¿No sería peor tener que decirle entonces que se fuera en lugar de no proponerle que viniera? ¿Acaso se había olvidado del geniecillo de la tata, de lo mandona que era? Y además, en el fondo, la tata había dejado de ser asunto suyo desde hacía mucho.
Noemi le recordó incluso las oraciones que rezaba el ama de llaves cuando la condesa no hacía nada a derechas:
«Gesú Cristu miu, si da dèppis lassai aici, liandèddal»,
que traducido quiere decir: «¡Jesucristo mío, si la vas a dejar así, llévatela!».
No sirvió de nada. La condesa se encogía de hombros y decía que estaba harta de la gente que razona. Entonces, Noemi dejó de saludarla cuando se la cruzaba en las escaleras y le cerraba las ventanas en la cara.
Al final atacó por el lado de que son pobres. ¿Y el dinero? La tata tenía su jubilación, pero ya se sabe que llega un momento en que los viejos precisan de cuidados costosos. ¿Cómo iban a arreglárselas, ellas que tenían que cuidar cada centavo?
La condesa rebatía punto por punto. La pobreza. ¿Quería ver pobres de verdad? Y abría de par en par las ventanas que daban a la calle, desde las que se veía la ropa tendida, como trapos de espantapájaros.
Porque en Cagliari el barrio de Castello sigue siendo un lugar donde los ricos y los pobres, los intelectuales y los ignorantes viven en el mismo edificio y no es difícil enterarse de los asuntos ajenos, pues las calles son estrechas y la gente se habla desde las ventanas, desde los portones y, en cualquier caso, las voces se oyen, sobre todo en verano cuando se deja todo abierto por el calor. Pero quienes viven en los sótanos no cierran aunque haga frío y te llega el olor a moho mezclado con el del jabón, porque tienden dentro de casa, y el de la comida, y puedes ver lo que comen y siempre te dicen que pases y si gustas.
Aunque la condesa de mantequilla niegue su pobreza cuando las hermanas se reúnen para hacer cuentas, para ella es muy duro, porque no tiene un trabajo fijo. Salvatore, empleado de banca, paga la hipoteca que consiguieron para volver a comprar la planta noble donde vive con Maddalena, que se sacó una licenciatura con matrícula de honor, pero cose y cocina, sobre todo dulces para una tienda de Castello, y lo hace en casa y sin horarios, para no cansarse en caso de que quede embarazada.
La condesa de mantequilla es maestra, pero no logra completar una suplencia. Nunca le ha gustado la escuela, siente que se ahoga y se pone pálida y dice que los alumnos son demasiados, y las aulas polvorientas, y ella les explica muchas cosas pero ellos no las encuentran interesantes y empiezan a gastarle bromas y a tomarle el pelo y a tirarle pelotitas de papel cuando está de cara a la pizarra o se ponen a imitar las voces de los animales y ella nunca sabe quién ha sido. Maddalena era quien le hacía los deberes en el bachillerato y los trabajos para la universidad e incluso estudió con ella antes del concurso para la plaza de titular, pero cada vez que hay un concurso y la van a examinar, a la condesa le da una crisis de pánico y el corazón le late con furia y le tiemblan las piernas y entonces dice que va a hacer el examen, pero en cambio se pasea por la ciudad y luego regresa a casa arrastrando los pies, con la cabeza inclinada a un lado más que nunca. Después miente y dice que no ha conseguido la puntuación requerida o que el examen fue aplazado y Maddalena se lo cree, pero con Noemi no cuela, porque va al Departamento de Educación a averiguar y descubre la verdad y le dice que así no llegará nunca a ninguna parte.
Entonces Maddalena la defiende: «¡No es para tanto, total, por un examen!».
Claro que Maddalena tiene una filosofía un tanto elemental. Ante cualquier problema dice: «¡No es para tanto!». Si la casa está infestada de hormigas, o de cucarachas, o el techo se viene abajo, la respuesta es siempre «¡no es para tanto!», y espera que Noemi llame a los de la desinfestación o a los albañiles. Porque Noemi no deja pasar ni una y siempre quiere saber exactamente cómo son las cosas y las quiere resolver. Quizá porque es juez. Volvió a comprar el apartamento número ocho y ayuda a la condesa de mantequilla y a su hijo. Ella lo oculta, pero seguro que le desagrada ser solterona. Cuando era más joven y viajaba para asistir a seminarios, Maddalena le cosía ropa nueva y si se enteraba en el último momento, se quedaba levantada toda la noche para terminarla a tiempo. Pero después nunca pasaba nada y con Noemi, los abogados y los jueces sólo hablaban de culpabilidad e inocencia.
A las hermanas les desagrada imaginársela siempre sola en esas camas enormes de los hoteles de cinco estrellas donde van los doctores en Derecho para los congresos y, antes de que se marche, incluso si es de madrugada, la acompañan hasta la placita que hay detrás de la casa y se sientan las tres en un banco para ver el mar, las lagunas, la Sella del Diavolo, el monte Urpinu bajo la luz rosa del alba y toda esa belleza hace que piensen que, en el fondo, todo es posible y a lo mejor Noemi regresa con novio. Pero no se lo dicen. Nadie habla de estas cosas con Noemi y cuando vuelve de los congresos y trae sobres llenos de jaboncitos, champú, tarritos de mermelada y miel, zapatillas de toalla, sets de costura, celebran el ahorro y no hacen preguntas. Si en los jardines de los hoteles encuentra flores de las que todavía no hay en casa, Noemi recoge las semillas y las planta en el jardín, el de verdad, lejos del parterre de la injusticia. Y crecen.
Cuando el ama de llaves llegó y vio el estado en que se encuentra la parte que ha quedado del edificio, propuso como empresa de albañilería la de su sobrino Elias.
Le haría precio de favor, además, a Elias siempre le han gustado los trabajos en la ciudad.
Su tía se preocupa por él, porque no piensa en casarse y hasta cuando está muerto de cansancio, si quiere un poco de cariño, tiene que vestirse bien, perfumarse y salir a buscárselo, y toda su vida sentimental se limita a relaciones con chicas demasiado jóvenes a las que conoce aquí y allá y que, tarde o temprano, desaparecen del mapa. Pobrecito su Elias.
Si las hermanas tienen que hablar de cosas importantes, y si no hay viento y no llueve, se van a la playa del Poetto, una playa larguísima, de arena blanca y fina.
Por la mañana temprano, sobre todo cuando no hay nadie y los días anteriores llovió o sopló el viento maestral, todo se ve nítido y los colores son intensos, hay un riquísimo perfume a pescado fresco y en el aire flota la alegría de las mesas puestas y las vacaciones. En esos días las tres hermanas caminan metiendo los pies en el agua cristalina, mientras las olas les acarician los tobillos.
A estas alturas, la llegada de Elias es el tema principal de conversación y ha pasado a ocupar el lugar de los planes de siempre sobre cómo readquirir los apartamentos vendidos.
Las hermanas le dicen a Noemi que, en una de ésas, ellos dos se enamoran. Noemi se enfada y pide que la dejen en paz, que ella no piensa en el amor, que sus hermanas no hacen más que tener sueños infantiles. ¿No se han enterado de lo que dijo la tata, que a Elias sólo le interesan las jovencitas? A la edad de Elias todos los hombres se fijan en las chicas jóvenes y no se dignan siquiera a mirar a las de su edad, como mucho, se quedan con las mujeres que eligieron hace muchos años, imagínate entonces un hombre que nunca se ha casado. Los hombres de la edad de Elias aún pueden tener hijos y, si al final se deciden por formar una familia tardía, lo que está claro es que no eligen a una solterona que ya no puede tener hijos o que a lo mejor trae al mundo a un hijo mongólico.
Entonces, la condesa dice: «¡Uff, estoy harta de la gente que razona!», y Maddalena: «La edad no tiene nada que ver. ¡Hay mujeres más jóvenes que tú que no pueden tener hijos!».
De todos modos, si dejamos de lado estas tonterías, lo único que quiere Noemi es comenzar los trabajos, ahorrar en la mano de obra y que vuelvan a ser como en otros tiempos, y no unas pordioseras como ahora.
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Noemi vive en la última planta y su apartamento impone de tan elegante que es, todo estucado, con frescos en los techos, suelos con unas baldosas preciosas de la fábrica Giustiniani.
Los muebles que recibió en herencia son los del salón comedor, con sofás y sillas tapizados en terciopelo, dos aparadores altísimos con columnitas de madera taraceada que contienen unos preciosos juegos de porcelana, y el más hermoso, con dibujos plateados, es precisamente uno de los que calmaron al rey. Sobre una mesa larga están los candelabros de plata maciza y del techo cuelga una araña de brazos con lágrimas de cristal. El cuarto de baño también es digno de princesas, con bañera de cerámica apoyada sobre patas de bronce, los objetos de tocador en plata sobre el lavabo, el techo con ángeles pintados que se lavan el trasero desnudo en pequeños lagos.
Pero está todo tapado. Es un museo cerrado al público.
Noemi utiliza el baño de servicio que tiene ducha, y en el bonito sólo entra a limpiar y a ensañarse con las manchas negras de las patas de bronce de la bañera y de los objetos en plata del tocador. El salón comedor está sepultado debajo de mantas, sábanas viejas y trapos, el ajuar de manteles y tapetitos bordados se pone amarillo y se deshace dentro de los baúles con tallados de Barbagia y patas en forma de león, las ventanas están siempre cerradas, para que la luz no estropee lo que no se puede tapar, como los floreros o los cuadros o los pequeños objetos preciosos expuestos o las vajillas dentro de los aparadores, protegidas únicamente por cristales transparentes.
La obsesión de Noemi es conservar intacto el recuerdo de la antigua riqueza y ahorrar para recuperarla. En casa se pone vestidos raídos, no va a la peluquería y lleva el pelo mal cortado. Está delgada porque come poco. En invierno ni siquiera enciende las estufas y se queda sentada en la casa helada comiendo una miseria. Tal vez por esa manía de conservar ahora tiene estreñimiento, anda siempre buscando nuevos laxantes y ha puesto a punto un ceremonial adecuado para hacer de cuerpo, como beber en ayunas el suero del
casu ageru
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, o agua caliente con miel y fermentos y luego caminar de aquí para allá descalza por la casa.
Pero Noemi no hace nada a tontas y a locas. Se le da de maravilla entender cómo funcionaron las cosas y cómo funcionarán y no precisamente gracias a la magia, sino porque tiene visión sistémica. De manera que si expone en familia los errores de los antepasados que llevaron a la ruina del patrimonio y el plan de acción para recuperarlo y niega con la cabeza cuando los demás dicen lo que opinan, al final resulta siempre que tiene razón.
A fuerza de ver que sacuden la cabeza en señal de desaprobación y le dicen «no tienes visión sistémica», la condesa de mantequilla fue a buscar en el diccionario y leyó que por sistema se entiende «un conjunto de elementos ordenado para formar un todo orgánico». Quedó fascinada, porque tener visión sistémica significa saber poner las cosas en su sitio, darles un orden, formar las cadenas de las causas y las consecuencias, pero en las discusiones con su hermana parece que busque con lupa todo aquello que queda fuera y le guste hacer una lista, y eso es algo que Noemi no tolera.
Ahora que Elias ha llegado con su pequeña empresa y está haciendo los trabajos de reparación de la fachada interior del edificio, Noemi está siempre controlando y, para ahorrar, barniza alguna ventana ella sola y se sube a la cornisa para arreglar el canalón. Parece una loca. Pero quizá, pensándolo mejor, recuerda a un pajarillo concentrado en hacer su nido.
Ya se sabe que vive para volver a poner en pie el palacio decadente de la familia y para que un día puedan readquirir los apartamentos dos, cuatro, cinco, seis y siete. Pero son demasiado pobres o, mejor dicho, no lo bastante ricos para completar todos los trabajos a la vez, de manera que avanzan poquito a poco, y cuando una parte queda reparada, empieza a caerse otra.
Las condesas no veían a Elias desde que era adolescente y lo recordaban moreno, grosero y antipático. Pero ahora tiene la piel clara, las manos ahusadas de pianista, aunque callosas, la mirada llena de alegría de vivir, sin sombras.
Noemi ha hecho amistad con él. Le cae bien porque se queda a trabajar fuera de su horario, colgado del andamio, para terminar de barnizar una ventana o de revocar una parte de la pared. De esta manera se han hecho amigos.
—¿Por qué no venden y se marchan ustedes a un bonito edificio nuevo con ascensor y garaje? —le gritó él desde el andamio.
Ella, que estaba examinando los estucados del salón comedor, donde nunca almuerza nadie, se dio la vuelta de golpe y se asomó a la ventana para convencerlo del valor de lo antiguo, del deber que tenemos de mantener nuestra vieja Cagliari, tan desafortunada por culpa de los bombardeos, pero maravillosa como de costumbre. ¿No se pregunta él por qué en Cagliari nunca se aburre uno? Porque es vertical, con sus subidas y bajadas y su infinidad de puntos de vista y paisajes repentinos que van de la oscuridad a la luz y los cambios de colores según el viento, que no basta una vida para conocerlos todos.