La inmortalidad

Read La inmortalidad Online

Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

A partir del gesto encantador de una mujer de cierta edad, el escritor crea el personaje de Agnes, alrededor de la cual aparecerán su hermana Laura, su marido Paul, y todo nuestro mundo contemporáneo en el que se rinde culto a la tecnología y la imagen. Pero ¿y si el hombre no fuera sino su imagen ?, pregunta otro personaje, Rubens, quien comprueba finalmente que de la más excitante de sus amantes sólo le quedan dos o tres fotografías mentales. Esta novela transforma todos los aspectos del mundo moderno en cuestiones metafísicas. Su forma es polifónica: las aventuras de los personajes imaginarios se mezclan con la historia de dos candidatos a la inmortalidad, Goethe y Bettina von Armin; la reflexión sobre el nacimiento del homo sentimentalis en la historia de Europa alterna con las peripecias parisienses del singular profesor Avenarius, para quien el mundo de hoy no sirve sino como objeto de juego. Kundera tiene el don de decir del modo más cristalino lo que a uno le resulta más difícil decirse, y en esta novela alcanza la cima de esta facultad suya.

Milan Kundera

La inmortalidad

ePUB v1.0

Ariblack
10.05.12

Título original:
Nesmrtelnost

© Milan Kundera, 1989

© Editorial: Tusquets Editores

Serie: Coleccion Andanzas

Traducción: Fernando de Valenzuela

Primera parte

El rostro

1

Aquella señora podía tener sesenta, sesenta y cinco años. Yo la miraba mientras estaba acostado en una camilla frente a la piscina de un club de gimnasia situado en la última planta de un edificio moderno, desde donde se ve, a través de unas grandes ventanas, todo París. Estaba esperando al profesor Avenarius, con el que a veces me reúno aquí para charlar. Pero el profesor Avenarius no llegaba y yo miraba a una señora; estaba sola en la piscina, metida en el agua hasta la cintura, mirando hacia arriba a un joven instructor vestido con un chandal, que le enseñaba a nadar. Le daba órdenes: tenía que sujetarse con las manos al borde de la piscina y aspirar y espirar profundamente. Lo hacía con seriedad, con empeño, y era como si desde las profundidades del agua se oyera el sonido de una vieja locomotora de vapor (aquel sonido idílico, hoy ya olvidado, que para quienes no lo conocieron sólo puede ser descrito como la respiración de una vieja señora que, junto al borde de una piscina, aspira y espira sonoramente). Yo la miraba fascinado. Me quedé absorto en su enternecedora comicidad (el instructor también era consciente de ella, porque le temblaba a cada momento la comisura de los labios), pero después me saludó un conocido, quien distrajo mi atención. Cuando quise volver a mirarla, al cabo de un rato, la lección ya había terminado. Se iba, en bañador, dando la vuelta a la piscina. Pasó junto al instructor y cuando estaba a unos tres o cuatro pasos de distancia volvió hacia él la cabeza, sonrió, e hizo con el brazo un gesto de despedida. ¡En ese momento se me encogió el corazón! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años! Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza. Era como si lanzara al aire un balón de colores para jugar con su amante. Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenían encanto alguno. Era el encanto del gesto, ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Pero aquella mujer, aunque naturalmente tenía que saber que ya no era hermosa, lo había olvidado en aquel momento. Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos fuera del tiempo. Puede que sólo en circunstancias excepcionales seamos conscientes de nuestra edad y que la mayor parte del tiempo carezcamos de edad. En cualquier caso, cuando se volvió, sonrió y le hizo un gesto de despedida al joven instructor (que no pudo contenerse y se echó a reír), no sabía su edad. Una especie de esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al descubierto con aquel gesto y me deslumbre. Estaba extrañamente impresionado. Y me vino a la cabeza la palabra Agnes. Agnes. Nunca he conocido a una mujer que se llamara así.

2

Estoy acostado en la cama en un dulce entresueño. Ya a las seis de la mañana, en un ligero primer despertar, llevo la mano hacia una pequeña radio que tengo junto a la almohada y aprieto el botón. Se oyen las primeras noticias de la mañana, apenas soy capaz de diferenciar las distintas palabras y vuelvo a dormirme, de modo que las frases de los locutores se convierten en sueños. Es el momento más hermoso del sueño, el instante más placentero del día: gracias a la radio soy consciente de que constantemente me duermo y me despierto de ese magnífico vaivén entre la vigilia y el sueño, que por sí mismo ya es causa suficiente para que el hombre no lamente haber nacido. ¿Es sólo un sueño o estoy de verdad en la ópera y veo a dos cantantes, vestidos de caballeros medievales, que cantan sobre el tiempo que va a hacer? ¿Cómo es que no cantan sobre el amor? Pero luego me doy cuenta de que son locutores, ya no cantan, sino que bromean y se interrumpen el uno al otro: «Será un día caluroso, pesado, con tormentas», dice el primero, y el segundo, con coquetería: «¿En serio?». La primera voz, con la misma coquetería, responde: «
Mais oui
. Perdona, Bernard. Pero es así. Habrá que soportarlo». Bernard ríe en voz alta y dice: «Es el castigo por nuestros pecados». Y la primera voz: «¿Y por qué tengo yo que sufrir por tus pecados, Bernard?». En ese momento Bernard se echa a reír mucho más aún, para que todos los oyentes se enteren de la clase de pecados de que se trata y yo lo comprendo: ése es nuestro único deseo profundo en la vida: ¡que todos nos consideren grandes pecadores! ¡Que nuestros vicios sean comparados con los chaparrones, las tormentas, los huracanes! Que cuando los franceses abran hoy el paraguas, se acuerden de la risa ambigua de Bernard y le tengan envidia. Le doy vueltas al botón hasta llegar a la emisora más cercana, porque quiero provocar, ( en el sueño que se aproxima, imágenes más interesantes. En la emisora vecina una voz de mujer anuncia que el día será caluroso, pesado, con tormentas, y yo me alegro de que tengamos en Francia tantas emisoras de radio y de que en todas se diga, exactamente en el mismo momento, lo mismo acerca de lo mismo.

La unión armónica de la uniformidad y la libertad, ¿puede desear algo mejor la humanidad? Así que le doy vuelta de nuevo al botón hasta el sitio en el que Bernard exponía hace un momento sus pecados, pero en su lugar oigo otra voz que canta a un nuevo modelo de la marca Renault, le doy más vueltas y un grupo de voces femeninas elogia una liquidación de abrigos de piel, vuelvo a la emisora de Bernard, oigo los dos últimos compases del himno al coche Renault y enseguida habla el propio Bernard. Con voz cantarina que imita la melodía que acaba de sonar, anuncia que ha salido una nueva biografía de Hemingway, la número ciento veintisiete, pero que esta vez es verdaderamente muy importante, porque de ella se deduce que Hemingway no dijo en su vida ni una palabra que fuera cierta. Exageró el número de heridas que sufrió durante la primera guerra mundial y fingió ser un gran seductor, a pesar de que ya quedó demostrado en agosto de 1944 y luego, otra vez, a partir de julio de 1959, que fue totalmente impotente. «Oh, ¿de verdad?», sonríe la otra voz y Bernard responde con coquetería: «
Mais oui
…» y volvemos a estar todos en la escena de la ópera, está con nosotros incluso el impotente Hemingway y luego de pronto una voz muy seria habla del proceso legal que en las últimas semanas inquieta a toda Francia: durante una operación completamente sencilla una paciente murió por culpa de una anestesia mal aplicada. En relación con el caso, la organización destinada a defender a los que llama «consumidores» propone que todas las operaciones sean en adelante filmadas y archivadas. Sólo así, afirma la «organización para la defensa de los consumidores», es posible garantizarle al francés que muera en un quirófano que el tribunal se hará cargo de la correspondiente venganza. Después vuelvo a dormirme.

Cuando desperté ya eran casi las ocho y media y me imaginé a Agnes. Está acostada como yo en una cama ancha. El lado derecho está vacío. ¿Quién será su marido? Seguramente alguien que sale temprano de casa el sábado por la mañana. Por eso está sola y va y viene suavemente entre el despertar y el sueño.

Después se levanta. Frente a ella sobre una larga pata, como una cigüeña, está el televisor. Le echa por encima su camisón, que cubre la pantalla como un telón de flecos blancos. Ahora está de pie justo al lado de la cama y la veo por primera vez desnuda, a Agnes, la heroína de mi novela. No soy capaz de apartar los ojos de esa hermosa mujer y ella, como si sintiera mi mirada, corre a vestirse a la habitación contigua.

¿Quién es Agnes?

Al igual que Eva provino de la costilla de Adán, al igual que Venus nació de la espuma del mar, Agnes surgió del gesto de esa señora de sesenta años que levantaba el brazo para despedirse en la piscina del instructor y cuyos rasgos ya se diluyen en mi memoria. Ese gesto despertó entonces en mí una enorme e incomprensible nostalgia y de la nostalgia surgió la figura de la mujer a la que llamo Agnes.

¿Pero no se define al hombre, y quizá más aún al personaje de una novela, como un ser único, irrepetible? ¿Cómo es posible entonces que el gesto que vi en el hombre A, que estaba unido a él, que lo caracterizaba, que constituía su encanto personal, sea al mismo tiempo la esencia del hombre B y de mis sueños sobre él? Esto merece una reflexión:

Si a partir del momento en que apareció en el planeta el primer hombre pasaron por la tierra unos ochenta mil millones de personas, resulta difícil suponer que cada una de ellas tuviera su propio repertorio de gestos. Desde un punto de vista aritmético esto es sencillamente imposible. No hay la menor duda de que en el mundo hay muchos menos gestos que individuos. Esta comprobación nos lleva a una conclusión sorprendente: el gesto es más individual que el individuo. Podríamos decirlo en forma de proverbio: mucha gente, pocos gestos.

Dije al comienzo, cuando hablé de la señora de la piscina, que «una especie de esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al descubierto con aquel gesto y me deslumbró». Sí, así lo entendí en aquel momento, pero me equivocaba. El gesto no descubrió en aquella señora esencia alguna, más bien podría decirse que aquella señora me dio a conocer el encanto de un gesto. Y es que el gesto no puede ser considerado como una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que sólo a él le corresponda), ni siquiera puede ser considerado como su instrumento; por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones.

Agnes ya se había vestido y salió a la antesala. Allí se detuvo un momento a escuchar. Desde la habitación contigua llegaban unos sonidos confusos de los que dedujo que su hija acababa de levantarse. Como si quisiera evitar el encuentro, apuró el paso y salió al pasillo. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. El ascensor, en lugar de ponerse en marcha, empezó a temblar, sin moverse de su sitio, como un hombre afectado por el baile de san Vito. Aquélla no era la primera vez que el ascensor la había sorprendido con sus estados de ánimo. Una vez empezó a subir cuando ella quería bajar, otra vez no quiso abrir las puertas y la mantuvo presa durante media hora. Tenía la sensación de que quería decirle algo, comunicarle algo con sus burdos medios de animal mudo. Ya se había quejado varias veces de él a la portera, pero como con los demás inquilinos se comportaba correcta y normalmente, la portera consideraba el contencioso de Agnes con el ascensor como una cuestión privada de ella y no le prestaba atención. Agnes no tuvo esta vez más remedio que bajar del ascensor e ir a pie por la escalera. En cuanto salió y se cerraron las puertas, el ascensor se tranquilizó y bajó tras ella.

Other books

The Terminators by Hamilton, Donald
Writing the Cozy Mystery by Cohen, Nancy J.
The Guardian by Jordan Silver
The Wedding by Danielle Steel
Clock Work by Blythe, Jameson Scott
Delaney's Shadow by Ingrid Weaver