La interpretación del asesinato (13 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Así que se declaró una agresiva pugna entre estas dos celebridades internacionales. Forrest fue desterrado de los escenarios ingleses, y el mismo trato recibió Macready en su gira por los Estados Unidos. Los espectadores le lanzaron huevos de dudosa frescura, zapatos viejos, monedas de cobre, e incluso sillas. La culminación de la pendencia tuvo lugar enfrente de la vieja Astor Place Opera House de Manhattan, el 7 de mayo de 1849, cuando quince mil personas beligerantes se congregaron para desbaratar una actuación de Macready. El inexperto alcalde de Nueva York, que acababa de tomar posesión de su cargo apenas una semana antes, llamó a la guardia nacional, que en un momento dado recibió la orden de disparar contra la multitud. Y aquella noche murieron veinte o treinta personas.

Y para nada, habría dicho mi padre: por
Hamlet
. Pero así sucede siempre. Los hombres se preocupan más por aquello que al menos es real. La medicina, en mi caso, significaba realidad. Nada de lo que hice antes de entrar en la facultad de medicina parecía ya real; no era más que un juego. Por eso los padres tienen que morir: para hacer que el mundo se convierta en real para sus hijos.

Y lo mismo sucede con la transferencia: el paciente establece con su analista un vínculo de naturaleza intensamente emocional. Una paciente femenina llorará por él, se ofrecerá a él; estará dispuesta a morir por él. Pero todo es una ficción, una quimera. En realidad, sus sentimientos no tienen nada que ver con su médico, en cuya persona ella proyecta un afecto turbulento y violento que debería ir dirigido a otros destinatarios. El error más grande que un psicoanalista puede cometer es confundir con la realidad estos sentimientos artificiales, con independencia de que a él puedan resultarle seductores u odiosos. Con este y otros pensamientos me iba armando de valor mientras avanzaba por el pasillo en dirección a la habitación de la señorita Acton.

VII

La vieja ama de llaves me hizo pasar a la suite de la señorita Acton, y dijo en alta voz:

—¡Está aquí el joven doctor!

La señorita Acton estaba arrellanada en un sofá con una pierna debajo de ella, leyendo lo que parecía ser un libro de texto de matemáticas. Alzó la mirada pero no me saludó, reacción muy comprensible, dado que no podía hablar. Una araña colgaba del techo, con las lágrimas de cristal levemente trémulas, quizá por efecto de los trenes que surcaban con ruido las vías subterráneas, muy por debajo de nosotros.

La joven se había puesto un sencillo vestido blanco con ribetes azules. No llevaba joyas. Alrededor del cuello, justo encima de las delicadas clavículas, lucía un pañuelo del color del cielo. Como el calor del verano era intenso, sólo había una explicación para el pañuelo: los cardenales eran visibles, y ella quería ocultarlos.

Su aspecto era tan diferente del de la noche pasada que me costó reconocerla. El pelo, que la noche anterior era una auténtica maraña, lo llevaba liso y brillante, y recogido en una larga trenza. La noche anterior la había visto tiritando, y ahora era una joven llena de gracia, con la barbilla bien derecha sobre el esbelto cuello. Sólo los labios estaban ligeramente hinchados a causa de los golpes recibidos.

De mi maletín negro saque varios cuadernos, y un variado surtido de plumas y tintas. No eran para mí sino para la señorita Acton, que los necesitaría para comunicarse conmigo a través de la escritura. Siguiendo el consejo de Freud, jamás tomaba notas durante la sesión psicoanalítica; luego transcribía de memoria la conversación.

—Buenos días, señorita Acton —dije—. Son para usted.

—Gracias —dijo—. ¿Cuál debo usar?

—Cualquiera es… —empecé, antes de tomar conciencia del hecho obvio—. Pero si puede hablar…

—Señora Biggs —dijo—. ¿Le traerá una taza de té al doctor?

Decliné la invitación. Al fastidio de ser cogido por sorpresa se añadía ahora el darme cuenta de que era un facultativo capaz de molestarme con un paciente por haber experimentado una mejoría sin mi ayuda.

—¿También ha recuperado la memoria? —le pregunté.

—No. Pero su amigo, el doctor mayor, dijo que me volvería de forma natural, ¿no es eso?

—El doctor Freud dijo que seguramente
la voz
le volvería de forma espontánea, señorita. No la memoria.

Era extraño que yo hubiera dicho aquello, dado que no estaba en absoluto seguro de que la cosa fuera como yo decía.

—Odio a Shakespeare —replicó ella.

Siguió con los ojos fijos en mí, pero yo supe lo que le había movido a hacer aquel comentario inconsecuente. Mi ejemplar de
Hamlet
sobresalía del montón de cuadernos que le acababa de ofrecer. Cogí el libro y lo metí en mi maletín. Estuve tentado de preguntarle por qué odiaba a Shakespeare, pero lo pensé mejor y no lo hice.

—¿Empezamos su tratamiento, señorita Acton?

Suspirando como una paciente que ha visto ya a demasiados médicos, se volvió y miró por la ventana, dándome la espalda. Era evidente que pensaba que iba a utilizar el estetoscopio con ella, o quizá a examinarle las heridas. Le informé de que lo único que íbamos a hacer era hablar.

Cruzó una mirada escéptica con la señora Biggs.

—¿Qué clase de tratamiento es éste, doctor? —preguntó.

—Se llama psicoanálisis. Es muy sencillo. He de pedir a la señora que nos deje solos. Y usted, si fuera tan amable de echarse, señorita Acton. Voy a hacerle unas preguntas. Lo único que tiene que hacer es decir lo primero que le venga a la cabeza como respuesta. Por favor, no se preocupe si lo que se le ocurre le parece que no viene a cuento o no responde a la pregunta o es incluso descortés. Limítese a decir lo primero que le viene a la cabeza, sea lo que fuere.

Me miró, parpadeando.

—Está bromeando.

—No, en absoluto.

Me llevó varios minutos vencer sus vacilaciones. Y luego varios minutos más salir airoso de la declaración de su sirviente de que jamás había oído hablar de cosa semejante. Pero al final la señora Biggs accedió a retirarse, y la señorita Acton a tenderse en el sofá. La joven se ajustó el pañuelo, se estiró la falda del vestido y adoptó una expresión de lógica incomodidad. Le pregunté si le molestaban las heridas en la espalda, y me respondió que no. Me senté en una silla, en un ángulo desde el que ella no podía verme. Y empecé:

—¿Puede decirme lo que ha soñado la noche pasada?

—¿Cómo dice?

—Estoy seguro de que me ha oído, señorita Acton.

—No veo qué pueden tener que ver mis sueños con esto.

—Nuestros sueños —le expliqué— se componen de fragmentos de las experiencias de los días previos. Cualquier sueño que pueda recordar nos ayudará a conseguir que recupere la memoria.

—¿Y qué pasa si no quiero? —preguntó.

—¿Ha tenido algún sueño que preferiría no contarme?

—No he dicho eso —dijo ella—. ¿Qué pasa si no quiero recordar? Todos ustedes dan por supuesto que quiero recordar.

—Yo doy por supuesto que
no
quiere recordar. Si quisiera recordar, recordaría.

—¿Qué quiere decir?

Se incorporó y me miró con indisimulada hostilidad. Como norma, la gente que acabo de conocer no suele odiarme. Este caso parecía ser la excepción.

—¿Piensa que estoy fingiendo?

—No, fingiendo no, señorita Acton. A veces no queremos recordar cosas que nos han pasado porque son demasiado dolorosas. Por tanto las ocultamos en lo más profundo de nosotros mismos; sobre todo cosas de la infancia.

—No soy una niña.

—Lo sé —dije—. Quiero decir que quizá tenga recuerdos de hace años que mantiene apartados de la conciencia.

—¿A qué se refiere? Fui agredida ayer, no hace años.

—Sí, y por eso le he preguntado por sus sueños de anoche.

Me miró con recelo, pero a base de suavidad y delicadeza conseguí que volviera a tenderse en el sofá. Estaba mirando el techo, y dijo:

—¿Suele pedir a otros pacientes femeninos que le cuenten sus sueños, doctor?

—Sí.

—Debe de ser divertido, ¿no? —comentó—. Pero ¿y si sus sueños son muy anodinos? ¿Se inventan otros más interesantes?

—Por favor, no se preocupe por eso.

—¿Por qué?

—Por que sus sueños puedan ser anodinos —respondí.

—Anoche no soñé nada. Seguro que adora usted a Ofelia.

—¿Disculpe?

—Por su docilidad. Todas las mujeres de Shakespeare son idiotas, pero Ofelia es la peor.

Esto me dejó desconcertado. Supongo que siempre he adorado a Ofelia. De hecho, todo lo que sé de las mujeres creo que lo he aprendido en Shakespeare. Era obvio que la señorita Acton estaba cambiando de tema, y en el psicoanálisis, cuando a uno le hacen un quiebro de este tipo siempre puede ser útil seguirle la corriente al paciente en tales evasiones, puesto que a menudo vuelve a llevamos al meollo del asunto.

—¿Cuál es su objeción contra Ofelia? —le pregunté.

—Se mata porque su padre ha muerto… Su estúpido, su inútil padre. ¿Se mataría usted si se muriera su padre?

—Mi padre ya murió.

La joven se llevó la mano a la boca.

—Perdóneme.

—Y me maté —añadí—. No sé qué le parece tan raro en ello.

La joven sonrió.

—Cuando piensa en lo que le sucedió ayer, ¿qué le viene a la cabeza, señorita Acton?

—Nada —dijo—. Creo que eso es lo que significa tener amnesia.

La resistencia de la joven no me sorprendió. El consejo que me había dado Freud era que no me diera por vencido fácilmente. En la amnesia histérica, algún episodio hondamente prohibido y largamente olvidado del pasado del paciente vuelve a la vida por algún hecho reciente, y presiona su conciencia, la cual, a su vez, pugna con todas sus fuerzas por mantener soterrado el recuerdo intolerable.

El psicoanálisis se pone de parte de la memoria en su lucha contra las fuerzas de la represión, y ello suscita una inmediata y a veces muy intensa hostilidad.

—No es posible que no haya nada en la mente de uno —dije—. ¿Qué hay en la suya en este momento?

—¿Ahora mismo?

—Sí. No piense. Sólo dígalo.

—De acuerdo. Su padre no murió. Se suicidó.

Hubo un instante de silencio.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Clara Banwell me lo dijo.

—¿Quién?

—La esposa de George Banwell —dijo ella—. ¿Conoce al señor Banwell?

—No.

—Es amigo de mi padre. Clara me llevó al concurso hípico el año pasado. Y le vimos allí. ¿No estuvo usted anoche en el baile de la señora Fish?

Reconocí que sí.

—Se está preguntando si mi familia fue invitada —dijo—. Pero le da miedo preguntármelo, por si no lo fue.

—No, señorita Acton. Me estaba preguntando cómo conocía la señora Banwell las circunstancias de la muerte de mi padre.

—¿Le resulta violento que lo sepa la gente?

—¿Intenta que las cosas me resulten violentas?

— Clara dice que a todas las chicas les parece fascinante… Que tenga usted un padre que se haya suicidado. Piensan que ello le da una sensibilidad especial. La respuesta es que sí fuimos invitados, pero que no iríamos a una fiesta de las suyas ni en un millón de años.

—¿De veras?

—Sí, de veras. Son horribles.

—¿Por qué?

—Porque son tan… aburridas.

—¿Son horriblemente aburridas?

—¿Sabe lo que tienen que hacer las debutantes, doctor? Primero, ir de visita con su madre a todas las casas de sus amistades… Quizá a un centenar de casas. Dudo que pueda usted imaginar lo espantoso que es eso. En casa, invariablemente, las mujeres comentan lo «crecida» que estás, y con ello se refieren a algo… bastante asqueroso. Cuando llega el gran día, te exhiben como a un animal que habla y al que se le «abre la veda» para que pueda empezar a conversar. Entonces te fuerzan a soportar un cotillón en el que todo hombre cree que tiene derecho a cortejarte, sea quien sea, tenga la edad que tenga, le huela como le huela el aliento. Pero yo aún no he tenido que bailar con ninguno de ellos. Empiezo la universidad este mes; y jamás me presentarán en sociedad.

Preferí no responder a su disquisición, que en conjunto parecía bastante convincente. En lugar de ello, dije:

—Dígame qué sucede cuando intenta recordar.

—¿Qué quiere decir con «qué sucede»?

—Quiero que me diga el pensamiento o imagen o sentimiento que le viene espontáneamente cuando trata de recordar lo que le sucedió ayer.

Aspiró profundamente.

—En el sitio donde debería estar la memoria, hay una oscuridad. No sé describirlo de otra manera.

—¿Está usted ahí, en esa oscuridad?

—¿Si estoy ahí? —Su voz se hizo más callada—. Creo que sí.

—¿Hay algo más ahí?

—Una presencia. —Se estremeció—. Un hombre.

—¿Qué es lo que le sugiere ese hombre?

—No sé. Hace que el corazón me lata más deprisa.

—¿Como si tuviera que tener miedo de algo?

Tragó saliva.

—¿Miedo de algo? Déjeme pensar. He sido agredida en mi propia casa. Al hombre que me agredió no lo han cogido todavía. Ni siquiera saben quién es. Creen que puede estar vigilando mi casa, con intención de matarme si vuelvo. ¿Y su sagaz pregunta es si tengo que tener miedo de algo?

Debería haberme mostrado más comprensivo, pero decidí emplear la única flecha que tenía.

—No es la primera vez que pierde la voz, ¿verdad, señorita Acton?

Frunció el ceño. Me fijé, quién sabe por qué, en el delicado contorno oblicuo de su barbilla y su perfil.

—¿Quién se lo ha dicho?

—La señora Biggs se lo dijo a la policía ayer.

—Eso fue hace tres años —dijo ella, ruborizándose un poco—. No tiene ninguna relación con nada.

—No tiene de qué avergonzarse, señorita Acton —dije.

—¿No
tengo
de qué avergonzarme?

Puso el énfasis en esta primera persona, pero no supe descifrar por qué.

—No somos responsables de nuestros sentimientos —le respondí—. Por lo tanto ningún sentimiento debe avergonzarnos.

—Es la observación más poco perspicaz que he oído en mi vida.

— ¿Ah, sí? —dije yo—. ¿Qué me dice de cuando le he preguntado si tenía algo que temer?

—Por supuesto que los sentimientos pueden causar vergüenza a la gente. Sucede continuamente.

—¿Siente usted vergüenza de lo que sucedió cuando perdió la voz por primera vez?

—No tiene ni idea de lo que pasó —dijo ella. Aunque su voz no lo dejaba traslucir, de pronto me pareció frágil.

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