—Mi padre siempre me llevaba al cine por mi cumpleaños —respondió él.
—¿Y qué películas has visto? —preguntó Isabelle.
Hugo miró alternativamente a los dos, recordando los tiempos en los que iba al cine con su padre y lo mucho que les gustaba estar juntos en la penumbra de la sala.
Por fin se decidió a contestar a la pregunta de la niña.
—El año pasado vimos una en la que un hombre se quedaba colgado de las agujas de un reloj gigantesco.
—¡Ah, esa es muy buena! Se llama
El hombre mosca
—dijo Isabelle—. El protagonista es Harold Lloyd.
—Voy a marcharme unos días de la ciudad para visitar a mi familia —intervino Etienne—. Pero podéis venir al cine la semana que viene, cuando esté de vuelta. Os dejaré pasar a escondidas.
—Yo no puedo… —murmuró Hugo.
—¿Cómo que no? —respondió Etienne, sonriente—. Prométeme que vendrás.
—Pero es que no puedo.
—¡Vamos, Hugo, prométeselo! —exclamó Isabelle.
La idea de ir al cine le recordó a Hugo algo que su padre le había contado. Era una historia de cuando su padre no era más que un niño, y las películas eran algo totalmente nuevo. El padre de Hugo había entrado en una habitación oscura y allí, sobre una sábana blanca, había visto cómo un cohete salía disparado y se hincaba en el ojo de la luna. Su padre le había dicho que nunca había experimentado nada semejante: había sido como ver sus propios sueños en mitad del día.
—De acuerdo, lo prometo —dijo Hugo.
Isabelle se metió bajo el brazo el libro de mitología griega que acababa de coger de una estantería.
—Nos veremos entonces, Hugo. Ahora me tengo que marchar; he de buscar una cosa.
—No abras el cua… —dijo Hugo. Pero Isabelle ya se encaminaba hacia la puerta.
—¡Adiós, Etienne! —exclamó la niña antes de salir. Luego miró a Hugo—. Te veré en el cine la semana que viene.
Y sin más, echó a andar y se perdió entre la gente que pululaba por la estación.
—Ha sido un placer conocerte, Hugo —dijo Etienne, volviéndose hacia las estanterías para examinar los libros.
Hugo hizo ademán de marcharse, pero se detuvo a medio camino. Era agradable estar en la librería: hacía calor y no se oía ningún ruido, y además a Hugo le fascinaban aquellas vacilantes pilas de libros. Decidió quedarse un poco más.
Hugo examinó el libro que le había llamado la atención. En la cubierta se veía un grabado dorado que representaba varias cartas de la baraja, y bajo el grabado podía leerse el título:
Manual práctico de magia con cartas e ilusionismo
. Sus páginas estaban llenas de esquemas en blanco y negro que explicaban cómo realizar un sinfín de trucos; Hugo reconoció muchos de ellos porque se los había visto hacer al viejo juguetero. La segunda parte del libro revelaba otros secretos, como la forma de lograr que desaparecieran cosas, de proyectar la voz o de sacar conejos de una chistera. También había otros esquemas que mostraban cómo romper papeles y hacer que se recompusieran, o cómo verter agua en un zapato sin que este se mojara.
Hugo pasó todas las páginas para ver si el libro decía algo de autómatas, pero no encontró nada. Aun así, sentía un deseo irrefrenable de poseerlo. Sabía que el señor Labisse le prestaba libros a Isabelle, pero a Hugo no le bastaba con coger prestado el libro. Deseaba quedarse con él para siempre.
Se lo metió bajo el brazo y se acercó a la puerta muy lentamente, sobando con la mano derecha los pocos botones que le quedaban en la chaqueta.
—Eh, Hugo —dijo de improviso Etienne, que estaba leyendo sentado en una banqueta—. ¿Qué llevas ahí?
Hugo se puso muy nervioso. Le hubiera gustado echar a correr, pero Etienne ya estaba junto a él. Le sacó el libro de debajo del brazo y leyó el título.
—Ajá, magia —dijo sonriendo y devolviéndole el libro—. ¿Sabes lo que tengo bajo este parche?
Hugo se preguntó si Etienne realmente esperaba que le respondiera. Lo observó: sí, parecía esperar una respuesta. Hugo titubeó y se aventuró al fin.
—¿Un ojo?
—No; perdí el ojo de niño mientras jugaba a tirar cohetes. Me explotó un petardo justo delante.
Hugo recordó aquella película que tanto le había gustado a su padre, y se preguntó durante un segundo si la luna también habría tenido que ponerse un parche después de que se le metiera el cohete en el ojo.
—Vaya —musitó, sin atreverse a hablar de aquello con Etienne.
—Bueno, entonces, ¿quieres saberlo que tengo debajo del parche, o no?
—Sí —dijo Hugo, aunque lo que quería de verdad era salir corriendo de allí.
Etienne metió los dedos bajo su parché, sacó una moneda y se la dio a Hugo.
—Este es el único truco de magia que sé hacer —dijo—. Hala, cómprate el libro.
La llave
A
QUELLA NOCHE
,
TRAS REVISAR Y LIMPIAR
todos los relojes de la estación, Hugo abrió su libro de magia. Lo leyó de principio a fin y luego repasó las partes que más le habían gustado, tratando de memorizar párrafos enteros y ensayando algunos trucos con los objetos que almacenaba en su cuarto. Pero no podía dejar de pensar en Isabelle: incluso mientras extendía las cartas en abanico o hacía rodar una moneda por el dorso de los dedos, sus pensamientos volvían una y otra vez a la niña. Al fin cerró el libro, fatigado.
Isabelle había dicho que lo ayudaría a recuperar el cuaderno. Además, al presentarle a Etienne había descrito a Hugo como su amigo.
Sin embargo, Hugo tenía demasiados secretos para ser amigo de la niña. En los tiempos en que era amigo de Antoine y Louis, no tenía que esconderles ningún secreto. Le hubiera gustado que Isabelle desapareciera de su vida sin más.
Antes de meterse en la cama, Hugo sacó el hombre mecánico de su escondrijo y examinó todas las piezas que había robado en el tiempo que llevaba trabajando en la juguetería. De pronto sintió que una luz se encendía dentro de su cabeza y vio con total claridad que, si modificaba un poco una de las piezas, esta encajaría exactamente en la articulación del hombro. Hugo cogió su cubo de herramientas y se puso a cortar, limar y curvar el metal hasta que pudo encajarla limpiamente en su sitio.
¡Había logrado avanzar en el arreglo del hombre mecánico sin fijarse en los dibujos de su padre! Era la primera vez que lo hacía. Los latidos de su corazón se aceleraron al pensar que tal vez pudiera repararlo por completo sin ayuda. Al fin y al cabo, ¿quién sabía cuánto tiempo más pensaba obligarle a trabajar el viejo para devolverle el cuaderno? ¿Y si la niña le había mentido, y este ya no existía? Hugo no estaba seguro de ser capaz, pero decidió intentarlo al menos hasta que consiguiera recuperarlo.
La semana pasó rápidamente. Hugo estaba más cansado que nunca; apenas dormía, porque al final de cada jornada, después de revisar todos los relojes y ayudar en la juguetería, se quedaba trabajando en el autómata hasta el amanecer. Realizó grandes progresos, y pronto tuvo la seguridad de que el autómata estaba casi reparado.
Al fin llegó el día en el que había prometido encontrarse con Isabelle y Etienne en el cine. Como no quería faltar a su palabra, inventó una excusa para el viejo juguetero y salió corriendo de la estación en dirección al cine. Al llegar se dirigió a la parte trasera y vio que Isabelle ya lo estaba esperando.
—Papá Georges debe de haber escondido muy bien tu cuaderno —dijo la niña—, pero creo que sé dónde puede tenerlo.
Hugo consideró la posibilidad de volverle a decir que no lo abriera, pero luego lo pensó mejor.
—¿Por qué no le gusta que vayas al cine? —preguntó.
—No sé. Tal vez piense que es una pérdida de tiempo; nunca me ha dicho la razón. Seguro que mis padres me dejarían ir sin problemas.
Isabelle observó a Hugo como si quisiera que él le preguntara por sus padres. Pero Hugo no dijo nada, así que la niña siguió hablando sin más.
—Mis padres murieron cuando yo era muy pequeña, y como papá Georges y mamá Jeanne eran mis padrinos, me acogieron en su casa. Son muy buenos conmigo… menos cuando digo que quiero ir al cine.
Hugo siguió callado, y al cabo de un rato Isabelle volvió a hablar.
—¿Dónde estará Etienne? Suele dejarme pasar a esta hora.
Hugo se asomó cautelosamente a la fachada del edificio y buscó a Etienne con la mirada. Justo entonces, el gerente del cine, un hombre moreno con el pelo untado de brillantina, abrió la puerta principal y miró directamente a Hugo.