Hugo abrió la puerta y entró.
Sobre el techo de la sala de espera principal había un conjunto de pequeños apartamentos ocultos al público, que hacía tiempo habían servido de vivienda para el personal de la estación. Casi todos llevaban años abandonados, pero quedaba uno en uso.
Por la sucia claraboya se filtraban algunos rayos de sol. Hugo contempló las hileras de botes que se alineaban en las estanterías. Estaban llenos de piezas extraídas de todos los juguetes que había robado de la tienda a lo largo de los meses anteriores. Los estantes estaban fabricados con tablones sueltos que Hugo había encontrado en los pasadizos que recorrían las paredes de la estación. Bajo su camastro desvencijado guardaba sus dibujos, y en un polvoriento baúl que dormía en medio de la habitación tenía una baraja. Junto al baúl, en una mesita baja, se apilaban un montón de sobres: eran los cheques de la paga de su tío, que se habían ido acumulando allí semana tras semana.
Hugo se enjugó las lágrimas y agarró su cubo de herramientas. Se metió unos cuantos cabos de vela y algunas cerillas en un bolsillo y se dispuso a trabajar.
Como de costumbre, comenzó por los dos grandes relojes con esfera de cristal que había en el tejado, porque eran los de más difícil acceso. Eran como enormes ventanales redondos que se abrían sobre la ciudad, uno mirando hacia el norte y el otro hacia el sur. Hugo tuvo que ascender por una larga escalera de caracol, trepar por una escalerilla de madera y colarse por una trampilla abierta en el techo para acceder a los relojes. Cuando subía de día, siempre tenía que pestañear un rato al llegar para acostumbrarse al torrente de luz que se filtraba por los ventanales. Los motores y mecanismos de aquellos dos relojes eran los más grandes de toda la estación, y a Hugo siempre le daba miedo que algún engranaje le atrapara la mano alguna vez.
En una esquina de la estancia, al final de dos sogas, pendían unas enormes pesas que hacían funcionar los relojes. Hugo comprobó la hora que mostraban las esferas de cristal con la del reloj ferroviario de su tío, que guardaba con sus herramientas y al que daba puntualmente cuerda todas las mañanas. Luego se entretuvo un momento revisando los complejos mecanismos y engrasó los ejes de los dos relojes con una pequeña alcuza que llevaba en el cubo. Por último, se quedó escuchando con la cabeza levemente ladeada el ritmo de los mecanismos hasta que estuvo seguro de que todo funcionaba correctamente.
Cuando terminó de revisar los relojes del tejado, Hugo bajó la escalerilla de madera y la escalera de caracol. De nuevo en los oscuros pasadizos, se dispuso a comprobar todos los demás relojes de la estación, que tenían la esfera de bronce y eran accesibles desde el interior de los corredores.
Hugo llegó al reloj que había sobre las taquillas, encendió varios cabos de vela para alumbrarse y se dispuso a revisarlo. Los relojes de los corredores tenían pesas como los del techo; pero eran mucho más pequeñas, y las cuerdas que las sujetaban desaparecían por unos agujeros practicados en el suelo.
Hugo encajó una manivela en un orificio que se abría en la parte trasera del reloj y empujó con todas sus fuerzas para darle vueltas hasta que le fue imposible moverla más.
Comprobó que los engranajes y palancas se movían correctamente y comparó la hora que marcaba la esfera en miniatura de la parte trasera con la de su reloj ferroviario. Cuando acabó, fue recorriendo los pasadizos hasta llegar al anillo de relojes que circundaba los andenes, y luego revisó los relojes más pequeños que había en los despachos interiores de la estación, incluyendo el del inspector. Al llegar a aquel, Hugo pegó un ojo a uno de los números de la esfera. Desde allí se veía el escritorio del inspector, y la jaula que tenía en una esquina del despacho para encerrar a los delincuentes a los que sorprendía con las manos en la masa. Hugo había visto a varios hombres y mujeres encerrados en aquel mínimo calabozo, e incluso a varios chicos de su edad, con los ojos irritados de llorar. Aquellas personas no pasaban mucho tiempo allí; al cabo de un rato se los llevaban siempre, y Hugo nunca había vuelto a ver a ninguno de ellos.
Después de revisar los relojes de las oficinas, Hugo se internó en un largo pasadizo que le condujo hasta el que había frente a la juguetería. Le hubiera gustado saltarse aquel, pero sabía que debía revisarlos todos sin excepción. Acercó la cara a los números y volvió a ver al viejo juguetero: estaba solo en su pequeña tienda, hojeando el cuaderno de Hugo. A Hugo le dieron ganas de ponerse a chillar. Pero en vez de hacerlo, engrasó el reloj y escuchó atentamente su mecanismo. Por el ruido se dio cuenta de que no haría falta darle cuerda en uno o dos días, así que se dirigió al siguiente y no paró hasta que no hubo revisado los veintisiete relojes de la estación, tal como su tío le había enseñado a hacer.
La nevada
E
L VIEJO JUGUETERO SE INCORPORÓ
y salió de su tienda con paso cansino. Estaba empezando a bajar la persiana de madera para echar el cierre cuando Hugo se le acercó por detrás. Aunque sabía caminar con gran sigilo, el niño hizo un esfuerzo por pisar las baldosas con fuerza para que el hombre advirtiera su presencia.
—No pises tan fuerte, muchacho —dijo el viejo mirándolo por encima del hombro—. Odio el ruido que hacen los tacones de los zapatos al repiquetear contra el suelo.
Acabó de bajar la persiana y enganchó un candado en el pasador.
La estación estaba prácticamente desierta. Hugo sabía que el inspector estaba haciendo su ronda vespertina por el lado opuesto, y se figuraba que aún tardaría un rato en aparecer por allí.
El viejo juguetero cerró el candado y lo revisó para asegurarse de que no se podía abrir.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
Hugo titubeó y estuvo a punto de decir una mentira. Pero entonces, sin saber bien por qué, decidió revelarle su verdadero nombre.
—Hugo… Hugo Cabret.
—Escúchame bien, Hugo Cabret. Antes te dije que no te acercaras a mí. Si te vuelvo a ver por aquí, te agarraré de una oreja, te llevaré al despacho del inspector y te encerraré yo mismo en la jaula. ¿Entiendes lo que acabo de decirte?
—Deme mi cuaderno…
—Precisamente, me voy a casa para quemarlo, muchacho.
Y sin más, el viejo juguetero echó una rápida mirada al reloj que había frente a su tienda y echó a andar con paso apurado por el vestíbulo cubierto de enormes nervaduras de hierro. En unos segundos había atravesado las puertas de bronce dorado y se perdía por las oscuras calles de París. El invierno estaba llegando a su fin, pero habían empezado a caer pequeños copos de nieve. Hugo observó cómo el viejo se alejaba.
Llevaba muchísimo tiempo sin salir de la estación, y además no llevaba puesta ropa de abrigo. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos se encontró saliendo por las puertas doradas a todo correr.
—¡No tiene derecho a quemar mi cuaderno! —le gritó.
—Sí que lo tengo.
A Hugo le habría gustado abalanzarse sobre él y derribarlo para recuperar su cuaderno, pero no le parecía que fuera capaz. Era mucho más pequeño que él, y además el viejo tenía mucha fuerza: a Hugo todavía le dolía el brazo en el punto donde lo había agarrado hacía un rato.
—Deja de hacer ruido con los tacones de los zapatos —siseó el viejo con los dientes apretados—. No quiero volver a decírtelo.
Luego meneó la cabeza y se caló bien el sombrero.
—Espero que la nieve lo cubra todo —dijo en voz baja, como para sí—. Así nadie podrá hacer ruido al andar, y la ciudad entera podrá descansar tranquila.