—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —gritó el viejo, y su voz resonó por el vestíbulo vacío—. ¡Que alguien llame al inspector de la estación!
La mención del inspector aterrorizó a Hugo. Se retorció intentando escapar, pero el viejo lo tenía bien agarrado por el brazo y no le dejó ir.
—¡Al fin te pillé! Y ahora, vacíate los bolsillos.
Hugo gruñó como un perro. Estaba furioso consigo mismo por haberse dejado atrapar.
El viejo le tiraba del brazo con tanta fuerza que Hugo tuvo que ponerse de puntillas.
—¡Me está haciendo daño!
—¡Vacíate los bolsillos!
Hugo fue sacando, de mala gana, docenas de objetos: tornillos, clavos, trocitos de metal, engranajes, arrugadas cartas de baraja, pequeñas piezas de relojes, ruedas dentadas, arandelas… También sacó una caja de cerillas aplastada y algunos cabos de vela.
—Te falta un bolsillo —dijo el viejo.
—Está vacío.
—Pues dale la vuelta.
—No contiene nada suyo. Déjeme marchar.
—¿Dónde está el inspector de la estación? —berreó el viejo volviéndose hacia el vestíbulo—. ¿Por qué nunca está a mano cuando hace falta?
Hugo sabía que si el verde uniforme del inspector de la estación aparecía al otro lado del vestíbulo, todo habría terminado. Se debatió en un último intento de soltarse, pero era inútil. Al fin se resignó, metió una mano temblorosa en el bolsillo que quedaba y sacó su ajado cuaderno de cartulina. Tenía las tapas relucientes de tanto manosearlas.
Sin soltar el brazo del niño, el juguetero le arrebató el cuaderno, lo colocó fuera de su alcance, lo abrió y hojeó sus páginas. Una de ellas le llamó la atención.
—¡Devuélvamelo! ¡Es mío! —gritó Hugo.
—Fantasmas… —murmuró el juguetero para sí—. Sabía que acabarían por encontrarme.
Cerró el cuaderno, y la expresión de su cara mudó rápidamente del miedo a la tristeza y de la tristeza a la furia.
—¿Quién eres tú, niño? —preguntó bruscamente—. ¿Hiciste tú esos dibujos?
Hugo no respondió.
—Te he preguntado
que si hiciste tú esos dibujos
.
Hugo volvió a gruñir y escupió en el suelo.
—¿A quien le robaste este cuaderno?
—No lo robé.
El viejo resolló, soltó al fin a Hugo y lo apartó de un empujón.
—¡Pues déjame en paz, entonces! No vuelvas a esta juguetería ni te acerques más a mí.
Hugo se frotó el brazo y dio un paso atrás, pisando sin querer el ratón de cuerda que había dejado caer.
El viejo se estremeció al oír el crujido del juguete aplastado.
Hugo recogió los fragmentos del ratoncillo y los puso sobre el mostrador.
—No puedo marcharme sin mi cuaderno.
—Ya no es tuyo, niño. Ahora es mío, y haré con él lo que me dé la gana —el viejo agarró la caja de cerillas de Hugo y la agitó—. ¡Puede que lo queme!
—¡No!
Sin hacer caso, el viejo recogió todos los objetos que Hugo se había sacado de los bolsillos, incluyendo el cuaderno; los colocó sobre un pañuelo, ató las puntas y cubrió el paquete con las manos.
—Entonces dime quién hizo esos dibujos.
Hugo se quedó callado.
El viejo dio un puñetazo en el mostrador que sacudió todos los juguetes.
—¡Lárgate de aquí, ladronzuelo!
—¡El ladrón es usted! —gritó Hugo mientras echaba a correr.
El viejo juguetero siguió rezongando, pero Hugo ya solo oía el eco de sus propios pasos, que rebotaba contra las paredes de la desierta estación.
Los relojes
H
UGO FUE CORRIENDO
hasta el otro extremo del vestíbulo y desapareció por una rejilla de ventilación. Una vez dentro, se detuvo un momento. El ambiente era frío y olía a humedad. De cuando en cuando, una débil bombilla iluminaba un tanto los oscuros pasadizos.