La isla de los perros (20 page)

Read La isla de los perros Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
10.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hammer no quiso mirarlo ni responder.

—Para ser sincero —continuó Andy—, últimamente siempre pareces sentirte abatida y furiosa con el mundo.

Hammer seguía callada y Andy empezó a levantarse de su asiento.

—Bueno, no quiero invadir tu intimidad —murmuró, percibiendo que lo último que deseaba la jefa era que se marchase—. Será mejor que me marche y no te moleste más.

—Buena idea —dijo Hammer y se puso en pie bruscamente—. Se hace tarde.

Acompañó a Andy hasta la puerta como si estuviera impaciente por verlo marchar. Andy consultó el reloj, al tiempo que murmuraba:

—Tienes razón. Me marcho ya. Debo terminar el próximo artículo, ya sabes.

—No sé si atreverme a sacar el tema… —comentó Hammer mientras lo acompañaba hasta el porche delantero, donde una acerba brisa de otoño hacía susurrar las hojas de los árboles, que empezaban a mostrar sus primeros tonos rojizos y amarillentos—. ¿Habrá más comentarios sobresalientes de tu sabio confidente?

—No tengo ningún sabio confidente —respondió Andy con sorprendente rotundidad mientras bajaba los peldaños y pasaba entre el suave resplandor de las farolas de gas—. Ojalá lo tuviera —añadió al tiempo que abría la puerta del coche—, pero me falta encontrar a alguien que encaje en la descripción.

Capítulo 12

Andy volvió a su casa malhumorado y cuando subía los peldaños, descubrió con sorpresa y recelo una bolsa de basura colocada sobre el felpudo y un sobre adherido a la puerta con una chincheta. En el sobre blanco, uno de esos corrientes, no había nada escrito; la bolsa de plástico negra contenía algo, no había duda. El instinto policial de Andy disparó de inmediato la alarma; no tocó nada y sacó el teléfono móvil.

—Detective Slipper —respondió una voz después de que el teléfono sonara largo rato en el despacho de la Escuadra A de la policía de Richmond, la división que se encargaba de los delitos con violencia.

—Joe, soy yo, Andy Brazil.

—¡Eh! ¿Qué tal te va? Todavía echamos en falta tu fea cara por aquí. ¿Qué tal las cosas en la Policía Estatal?

—Escucha —respondió Andy en tono brusco—, ¿puedes acercarte por mi casa? Alguien ha dejado algo extraño en mi porche y no quiero tocarlo.

—¡Mierda! ¿Quieres que llame al equipo de explosivos?

—Todavía no. ¿Por qué no te acercas tú primero y echamos un vistazo?

Andy se sentó en los peldaños, a oscuras puesto que la luz del porche no era automática y todas las lámparas estaban apagadas para ahorrar en la factura de la electricidad. La sede central de la policía de Richmond estaba en el centro, pero no lejos de Fan District, donde Andy ocupaba una casita adosada de alquiler. El detective Joe Slipper se presentó al cabo de un cuarto de hora y Andy se dio cuenta de cuánto echaba de menos a algunos de los viejos amigos de su anterior trabajo en la Policía Metropolitana.

—Me alegro muchísimo de verte —dijo a Slipper, un hombre bajo y rechoncho que siempre apestaba a colonia y tenía buen gusto para escoger elegantes trajes de diseño, que conseguía tirados de precio en una tienda de saldos de la ciudad.

—¡Mierda! —masculló el detective mientras inspeccionaba la bolsa y el sobre con una linterna—. Realmente extraño.

—Has traído unos guantes? —preguntó Andy.

—Claro. —Slipper sacó de un bolsillo un par de guantes quirúrgicos.

Andy se los puso y arrancó el sobre de la puerta. Estaba cerrado y lo abrió con una navaja de bolsillo. Dentro había una foto Polaroid. El y Slipper se quedaron boquiabiertos cuando la luz de la linterna iluminó una imagen sobrecogedora del cuerpo desnudo y ensangrentado de Trish Trash en la isla Belle. Slipper tanteó la bolsa de basura con la puntera del zapato.

—¡Mierda! —soltó—. Aquí parece como si hubiera ropa…

Abrió la bolsa y extrajo con cuidado una chaqueta negra de cuero de motorista, unos vaqueros, unas bragas, un sujetador y una camiseta de manga corta con el logotipo de lo que debía de ser un club femenino de soft-ball de Richmond. Las ropas parecían haber sido rajadas con una navaja de afeitar y estaban tiesas debido a la sangre seca.

—¡Señor! —murmuró Andy y lo bañó un sudor frío al pensar en lo que el autor había marcado en el cuerpo de la mujer asesinada—. No tengo idea de qué es todo esto, Joe.

Callado y sombrío, Slipper volvió a su coche y cogió unas bolsas para pruebas y cinta adhesiva. Lo guardó todo en bolsas herméticamente cerradas y le dijo a Andy que tenían que hablar.

Ninguno de los dos tenía la más remota idea de que Unique estaba oculta en las sombras, al otro lado de la calle, contemplando la escena.

—¿Qué te parece si hablamos en tu coche? —sugirió Andy, pues no quería que Slipper entrara en su abigarrado comedor-despacho, donde tenía expuesto su material de investigación sobre Jamestown, la isla de los Perros, los piratas, las momias, las fotografías de Popeye y todo lo demás.

—Claro —asintió el detective, algo sorprendido.

—¿Qué sucede? ¿Tienes una mujer escondida ahí dentro?

—Ojalá —respondió Andy—, pero no. La casa está manga por hombro y preferiría no distraerme en este momento. Pero si prefieres que entremos, no tengo inconveniente. Incluso puedes registrarlo todo, si quieres.

—Claro que no, Andy —dijo Slipper—. ¡Mierda!, no tengo ninguna razón para registrar tu casa, incluso si me das permiso. Vamos al coche, sentémonos en ese trasto viejo que me proporciona el Ayuntamiento para desplazarme.

—No sé qué carajo sucede, Joe —continuó Andy.

—Pues yo, sí —replicó Slipper mientras subían al viejo Ford LTD sin distintivos y cerraban las portezuelas—. Parece que nuestro asesino ha dejado ahí esa mierda y nos está provocando. Mira, yo estuve en la escena del crimen y tengo muy claro que la foto se tomó antes de que llegáramos nosotros. Por no hablar de las ropas: Cuando respondimos a la denuncia, no encontramos el menor rastro de las ropas… y eso que buscamos por toda la isla.

Andy estaba muy inquieto. ¿Acaso sabía el asesino que él era el Agente Verdad? ¿Cómo podía saberlo? ¿Tal vez por eso había grabado el nombre en el cuerpo y ahora aparecían pruebas delante de su casa? Pero ¿cómo podía nadie, salvo Hammer, conocer la verdadera identidad del Agente Verdad? Resultaba inexplicable y Andy temió que si discutía abiertamente la situación con Slipper, el detective se lo diría a otros compañeros, su carrera literaria terminaría y el gobernador despediría a Hammer. Peor aún, Andy se convertiría en el primer sospechoso.

—¡Dios santo! —exclamó con un bufido de frustración—. Joe, deja que te diga, para empezar, que no tengo nada que ver con este caso. No sabía nada de la víctima hasta que tú llamaste a Hammer hace unas horas. Nunca había visto a la víctima y por supuesto no la maté, ni a ella ni a nadie, si es eso lo que estás pensando; creo que debemos ser absolutamente sinceros el uno con el otro, Joe.

—Desde luego que vamos a ser sinceros —replicó Slipper, mirando fijamente la calle oscura y vacía tras el parabrisas. Ante la negativa del detective a mirarlo a los ojos, Andy llegó a la conclusión de que Slipper no sabía qué pensar y, en realidad, sospechaba de él.

—¿Sabes algo del Agente Verdad? —preguntó el detective.

—Sé que su nombre estaba marcado sobre el cuerpo de la víctima; tú se lo contaste a Hammer y ella, a mí —respondió Andy—. Desde luego, conozco el sitio web de ese Agente Verdad, como todo el mundo.

—¿Has leído esa basura?

—Sí. Y no veo que en el contexto de esos artículos haya nada que guarde relación con la víctima. ¿Y tú?

—En eso tengo que darte la razón —confesó Slipper—. O sea, no veo ninguna relación entre Jamestown, las momias y todo lo demás, y lo que parece un claro asesinato sexual contra unas lesbianas. Y debo reconocer, Andy —añadió, volviéndose por fin hacia él—, que la mitad de la Policía Metropolitana siempre pensó que eras homosexual y que tú nunca has dado la impresión de que los gays te molestaran o que estuvieras obsesionado por ellos.

—Es cierto —replicó Andy con sinceridad—. No me obsesiona nadie salvo la mala gente.

—Sí, ésta ha sido siempre mi impresión. —Slipper sacudió la cabeza, perplejo—. Pero, por el amor de Dios, por qué habría de dejar el asesino toda esa ropa y el sobre en tu casa? Me pregunto si no podría tratarse de alguien a quien hayas detenido alguna vez o con quien, quizás, hayas tenido contacto, tal vez cuando trabajabas para la Policía Municipal. ¿Tu dirección aparece en el listín telefónico?

—No, Joe, claro que no. ¿Te importa si te hago una pregunta?

—Claro que no.

—¿Has pensado que quizás el vínculo con el Agente Verdad no sea que el asesino lea sus artículos directamente, sino que la víctima los leía y que el asesino se enteró de ello de algún modo?

—Verás, me avergüenza un poco confesar que no había pensado en eso —dijo Slipper con interés y con una chispa de esperanza—. Muy buena idea, Brazil. Seguiré esa línea; volveré sobre mis pasos y hablaré un poco más con los compañeros de trabajo de la muerta.

—Y tal vez con la gente que jugaba en el equipo de softball que consta en la camiseta —sugirió Andy—. Pero tendrás que evitar las preguntas directas acerca del Agente Verdad, porque será mejor que nadie sepa el detalle de lo que el asesino escribió en el cuerpo, ¿no crees?

—Desde luego. Eso sólo lo sabemos el asesino, nosotros y el forense. Y debemos guardarlo en secreto por si encontramos algún sospechoso y lo confiesa, ¿no es eso?

—Exacto, Joe.

—¿Y cómo piensas que podría averiguar algo sobre el Agente Verdad sin mencionarlo directamente?

—¿Qué te parece esta idea? —apuntó Andy—. Verás, el Agente Verdad tiene un correo electrónico…

—¿Sí?

—Sí, Joe. Ahí, en la página web, encontrarás cómo ponerte en contacto con él, quienquiera que sea. ¿Por qué no le envías un mensaje y le pides ayuda? El podría colgar algo en la página para ver si responde alguien que conociera a Trish.

—¿Y qué le digo? —Slipper se frotó la barbilla ¿Qué queremos que ponga en su página?

Andy se quedó pensativo:

—Verás —dijo al fin—, prueba esto: «La policía busca a alguien que conociera a Trish Trash y supiera cuáles eran sus pasatiempos, sus pasiones, lo que leía y si últimamente había alguien o algo de lo que hablara más de lo habitual».

Slipper tomaba notas y pidió a Andy que repitiera las últimas palabras.

—Y yo añadiría —sugirió Andy que los informadores no tienen que identificarse; de lo contrario, hay gente que no se sentiría cómoda presentándose. También ofrecería una recompensa por cualquier pista que conduzca a una detención.

Slipper puso en marcha el coche y encendió los faros al tiempo que Unique se agachaba tras un árbol en la oscuridad, invisible después de reorganizar sus moléculas y febril por cumplir su Objetivo, imaginando que una noche aparecía ante la puerta del policía rubio.

—Se me ha estropeado el coche —le dictó el guión el nazi que llevaba dentro. ¿Puedo utilizar el teléfono?

El policía la dejaba entrar y, cuando se volvía de espaldas apenas un segundo, Unique se hacía invisible y se deslizaba detrás de él. Entonces le rajaba el cuello de lado a lado para impedirle gritar y así ahogarlo en su propia sangre. Luego, continuó el nazi desde su negro espacio, Unique le cortaría aquella cara guapa, le arrancaría los ojos y la lengua, lo castraría, grabaría una esvástica en su vientre y fotografiaría, como siempre, los frutos de su Objetivo. Finalmente, recogería sus ropas y las enviaría a quienquiera que el nazi le indicara.

—Sé que ya habrás pensado en ello —continuó sugiriendo Andy en tono diplomático, pero yo llevaría el sobre al laboratorio de ADN para que lo analizaran, por si el asesino cerró el sobre con su saliva; después se puede pasar la muestra por la base de datos de ADN para ver si tenemos suerte y damos con algo. Y haría falta buscar muestras de ADN de la sangre de la ropa; a veces el asesino se corta durante la agresión. También llamaría a Vander para que haga su trabajo con los instrumentos de recogida de huellas por si hay alguna latente en la bolsa, en el sobre y en la foto Polaroid que pudiera investigarse. Por supuesto, hay que buscar rastros, fibras, cabellos y todo lo que haya en las ropas y en la bolsa; pero antes de hacer todo eso, no te olvides de dejar que la doctora Scarpetta lo vea todo.

—Sí, sí —dijo Slipper en tono algo desdeñoso, pues estaba entrenado a la antigua y entendía la moderna ciencia forense casi tanto como su VCR, que aún no sabía cómo funcionaba—. Ya iba a hacer todo eso.

Capítulo 13

El agente Macovich había llevado a la primera familia al helipuerto del centro de la ciudad. Después había regresado al hangar de la Policía Estatal, donde se subió a una escalera para limpiar el parabrisas a prueba de pájaros de aquel 430 y, a la luz de unas farolas de la pista, quitarle los insectos incrustados en él.

Sí ser piloto de helicóptero tenía glamour, de acuerdo, pensó Macovich con amargura. Nada más excitante que rondar cerca del gobernador, que veía menos que un topo, y de aquella familia suya, cuyos miembros se comportaban como si perteneciesen a la realeza. Los Crimm nunca le habían dado las gracias ni lo habían elogiado, y tampoco le habían subido el sueldo desde hacía bastante tiempo. No era justo que Andy Brazil hubiera estado suspendido de empleo durante un año y luego volviera alegremente al trabajo, como si nada.

Macovich esperó que a Andy le ocurriera lo que estaba pasándole a él, y que a los demás también. Macovich anhelaba que algún conjuro mágico lo liberara de las deudas y de su implacable y agotador deseo sexual. Las mujeres y la mayor parte de los hombres no sabían qué era tener un semental entre las piernas que no paraba de patear, soltar bufidos y encorvarse para salir del establo, aunque su «jinete», como Macovich lo llamaba, estuviese dormido. Su naturaleza lasciva había entrado al trote en su vida a muy temprana edad y su padre se reía, orgulloso, y lo llamaba Thorlo Purasangre, sin advertir que el pequeño Thorlo estaba desarrollando un gran problema que acabaría por dominar su cuerpo y su vida. Necesitaba mujeres y eso era caro. Necesitaba mujeres que fueran sexualmente insaciables y lo bastante experimentadas para mantenerse en la silla de montar por más dura que fuera la cabalgada, y era difícil encontrar compañía femenina de ese tipo.

Macovich dejó de frotar el cristal unos instantes al ver que un todoterreno se detenía con descaro frente al hangar de la policía. Se apeó un chico rubio de aire duro, con rastas, y caminó hacia el helicóptero como si tuviese el derecho de hacer en este mundo lo que le viniera en gana.

Other books

Neptune's Massif by Ben Winston
Sweet Ruin by Kresley Cole
Wardragon by Paul Collins
Rocky Mountain Mayhem by Joan Rylen
The Bone Clocks by David Mitchell
Get Off on the Pain by Victoria Ashley
Battleground Mars by Schneider, Eric
The Samurai's Lady by Gaynor Baker
Raw Deal (Bite Back) by Mark Henwick
Like a Knife by Solomon, Annie