La isla de los perros (37 page)

Read La isla de los perros Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
9.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

En cuanto a otras cuestiones, señor, alguien debería investigar la situación de su mayordomo respecto al De… partamento de Castigos. Ha llegado a mi conocimiento que puede haber un error en los ordenadores, y ya va siendo hora de que ese hombre sea liberado del sistema carcelario y trabaje para usted como civil en lugar de co… mo interno. Yo que usted me ocuparía también de la si… tuación de Moses Custer y me aseguraría de que está en custodia y protección, de forma que sus agresores no vuelvan a malherirlo o algo peor. Es posible que esos mismos delincuentes violentos dieran un golpe esta ma… ñana temprano, cuando la empleada de una tienda fue asesinada, e incluso pueden estar relacionados con la brutal muerte de Trish Trash.

Gobernador Crimm, es hora de que demuestre a los virginianos que usted, personalmente, se ocupa de ellos y no tiene más intereses que lo que es mejor para la co… munidad.

¡Tengan cuidado ahí afuera!

Capítulo 21

Possum leyó el último artículo del Agente Verdad varias veces y tuvo la certeza de que el anónimo cruzado de la Red sospechaba que los asaltantes que mencionaba eran Smoke y los perros de la carretera.

—¿Por qué no habría de imaginarlo? —le susurró a Popeye, que roncaba en la cama—. Todo el mundo sabe que Smoke se fugó de la cárcel y que trama maldades porque es incapaz de hacer otra cosa. ¡Oh, Señor! Popeye, ¿y si la policía descubre nuestro remolque y nos detiene o Smoke se mete en un tiroteo con ellos y terminamos todos muertos?

Popeye despertó al instante.

—¡No es justo! —continuó Possum, cada vez más irritado—. ¿Por qué tuvieron que matar a esa mujer del Seven-Eleven? ¡Ahora hay una descripción de Smoke en las noticias porque alguien vio el tiroteo!

Possum jadeó y volvió la vista varias veces hacia la puerta cerrada.

—Bueno, es hora de que haga algo —le susurró a Popeye—. ¡Pues voy a hacerlo y sólo espero que Smoke no lo descubra!

Possum tecleó el correo:

Apreciado Agente Verdad:

Ese Trader sobre el que acaba de escribir es un pirata de la Red que firma como Capitán Bonny. Lo he descubierto por eso que usted escribió el otro día en su página respecto a que Trader tenía relaciones con esa mujer pirata a la que ya supongo muerta, a estas alturas.

Creo que usted podría atrapar al Capitán Bonny enviándole un correo electrónico acusatorio. Bastará con que le diga que le dejará una maleta impermeable llena de lo que él imagina y, cuando aparezca, lo atrape. Utilice un nombre falso que sea el mismo que el mío, para que crea que el mensaje procede de mí.

P. D. Se prepara una encerrona que tiene que ver con Popeye. ¡Ese Trader es quien urdió el plan para secuestrar a la perrita!

Possum hizo clic en «Enviar» y lanzó una mirada a la puerta cerrada con profundo alivio. Gracias a Dios, ni Smoke ni ninguno de los demás perros de la carretera habían advertido lo que acababa de hacer. Si Smoke lo pillaba enviando un correo electrónico al Agente Verdad en aquellos términos, seguro que lo mataba. Seguro que lo molía a golpes y a patadas hasta dejarlo por muerto, igual que había hecho Possum con aquel tipo inocente, Moses Custer. Este, en el mismo instante en que Possum pensaba en todo ello, recibía una llamada telefónica en su habitación del hospital.

—Es el gobernador —anunció la enfermera Charles con voz chillona al tiempo que el puño de la manga de su uniforme volcaba un vaso de la bandeja de la comida de Moses y derramaba zumo de naranja sobre el camisón hospitalario del paciente.

—¿Está segura? —replicó Moses, incrédulo. Pensó que si la enfermera provocaba un solo accidente más, alargaría la mano hasta el botón de alarma y lo pulsaría a fondo—. Quiero decir, ¿y si es alguno de los piratas que trata de localizarme?

La enfermera Charles apartó el teléfono, golpeando con él al paciente en la barbilla.

—Me temo que no está aquí —dijo al aparato mientras le limpiaba el zumo de naranja a Moses y, sin querer, le daba un codazo en la nuez.

—¡No! —el paciente le quitó el teléfono de las manos—. ¿Y si es el gobernador realmente? ¡No le puedo colgar así! —Cogió el aparato e inquirió—: Quién llama, si no le importa la pregunta? Antes de ponernos a buscar a Moses de habitación en habitación, suponiendo que esté en el hospital o que siga con vida, tenemos que asegurarnos de quién quiere hablar con él.

—Soy el gobernador Crimm.

—¿Qué gobernador Crimm? —insistió Moses, no muy convencido todavía.

—El gobernador Bedford Crimm IV. No existe otro gobernador Crimm porque, cada vez que ha habido uno, he sido siempre yo. Es la tercera vez que soy gobernador de Virginia. ¿0 será la cuarta?

—Todavía estamos buscando a ese tal Moses —continuó Moses, aún no decidido a fiarse de aquella voz familiar—. Pero, ya que está usted al aparato, ¿le importa si le pregunto el nombre de su madre, de su esposa, de sus hijos y de sus animales de compañía, y sus edades y números de calzado?

—Pues claro que me importa que me haga esas u otras preguntas personales —replicó el gobernador, profundamente ofendido.

—Está bien, está bien. Espere un momento.

Moses cubrió el micrófono del aparato con la mano y el corazón se le aceleró. Era el gobernador, sin duda, porque ningún gobernador respondería a preguntas personales sin más, mientras que un pirata que quisiera engañarlo haciéndose pasar por quien decía ser habría soltado los datos.

—Diga? —Moses utilizó un tono de voz algo más agudo. Al habla Moses Custer.

—Sí, sí —dijo Crimm con tono impaciente desde su asiento en el despacho del piso superior de la mansión, con su mirada nebulosa puesta en la espléndida panorámica del paseo circular y de la garita de guardia—. Parece que ese hospital está muy desorganizado y la persona que atiende el teléfono es muy grosera.

—Pues sí, esto es un lío —respondió la voz extraña, chillona, al otro extremo de la línea. La voz se dirigió a otra persona—: ¡Ay! ¡Ya se ha enredado con el catéter! ¡No vuelva a sacármelo de otro tirón! ¡Cuando me lo vuelve a meter, duele de mil demonios!

Siguió a esto una discusión sofocada y el gobernador se enteró de que Moses estaba enredado en su catéter y se negaba a que la enfermera se lo quitara y lo cambiara por un orinal.

—¡No voy a utilizar el orinal! —exclamó Moses—. Conociéndole, sé que terminará todo derramado en la cama. ¡Déjeme el catéter y llévese el orinal antes de que se caiga o me pinche con el tenedor! —A continuación se dirigió al aparato—: Bien, gobernador. Lo siento de veras, pero a esa enfermera la pasa algo, se lo aseguro. Está enferma, tiene Parkerson o disentería muscular, y cada vez que se me acerca termino terriblemente golpeado, como cuando esos piratas me pegaron y me robaron las calabazas del camión.

—Bien, me aseguraré de no ir nunca a ese hospital en concreto —dijo el gobernador mientras examinaba con la lupa el último artículo del Agente Verdad.

—Por supuesto, señor. Ni siquiera pase en coche por delante y, desde luego, no se le ocurra entrar. Y espero con todo mi corazón que nunca necesite ir a un hospital, gobernador. Cada día rezo por su salud y su prosperación.

—Qué dice? —El gobernador se acordó del consejo que le diera el Agente Verdad y preguntó—: ¿Qué dice de la transpiración?

—¿Yo?

—No sé —farfulló Moses, y el gobernador pensó que estaba muy sedado.

—Ahora escuche —dijo Crimm, que iba directo al grano—. El terrible ataque que sufrió usted me ha llamado la atención y he querido saber cómo se encuentra y comunicarle que tengo un interés personal en su salud. También voy a asegurarme de que reciba usted protección cuando salga del hospital.

—¿De veras? —La voz de Moses subió varias octavas al tiempo que oía algo parecido a una bandeja de comida que chocaba contra la puerta.

—¡Pues claro que sí! Usted es un virginiano y he jurado cuidar de todos los ciudadanos de esta magnífica y poco común Commonwealth nuestra. Dígame, ¿cuándo le darán el alta?

El gobernador vio que aquel educado agente Brazil cruzaba la verja y aparcaba su coche sin distintivos frente a la mansión. Crimm no recordaba si el joven tenía cita con él aquella mañana, pero le pareció que la visita guardaba relación con Regina y suspiró aliviado. Regina necesitaba algo en que ocupar su atención, y el gobernador necesitaba a alguien que protegiera a Moses Custer.

—Me parece que han dicho que podré irme a casa antes del anochecer, eso si esa enfermera no me rompe la cabeza o me da una medicina equivocada —respondió Moses. Le agradezco muchísimo su interés. No puedo creerlo, estoy hablando con el mismísimo gobernador. Primero me pegan y me roban las calabazas y después el gobernador me telefonea para decirme que tendré protección. Y el mismísimo gobernador en persona me dice que lamenta lo ocurrido, aunque no haya sido culpa suya, y que no voy a tener ningún problema porque esas calabazas obstruyeran el canal.

—Pues claro que no tendrá ningún problema —dijo el gobernador mientras observaba cómo Andy se apeaba de su coche y Regina bajaba las escaleras vestida de safari—. Por cierto —dijo intentando terminar la conversación y transmitir sentimientos de buena voluntad—. El sábado por la noche vendrá conmigo en el helicóptero y se sentará en mi palco en la carrera de la Winston Series. Un agente estatal llamado Andy Brazil estará esperándole en el hospital para escoltarle hasta su casa.

—¡Dios del cielo! —Moses estaba sorprendido y encantado—. ¡Nunca he estado en una carrera de la NASCAR, jamás en mi vida! ¿Sabe si es muy difícil encontrar entrada y sitio para aparcar? ¡Creo que he despertado en el paraíso!

Crimm salió a tientas de su despacho, preocupado por los minicaballos y por cómo sería que a uno lo llevaran siempre a todas partes. Supuso que tendría que acceder a ello, ya que su vista cada día era peor. Aquella mañana había tenido que agarrarse a la barandilla de la escalera con ambas manos. Luego se había sentado de nuevo en la silla Windsor del salón de las damas y había pedido dos huevos revueltos y una loncha crujiente de tocino. Como nadie lo atendía, se puso en pie, llegó a la sala de los caballeros y volvió a intentarlo. Al fin terminó en el ascensor, donde Pony lo encontró instantes después cuando transportaba ropa blanca al segundo piso.

—¿Dónde estoy? —preguntó confundido mientras Pony lo guiaba hasta la sala del desayuno.

—Siéntese, gobernador. —Pony retiró la silla de la mesa y le puso la servilleta en el regazo—. ¿Ha dormido bien, señor?

—Pues no —respondió Regina al tiempo que ponía mantequilla en la sémola—. Siempre tengo la misma pesadilla.

Como nadie en la mesa demostró interés por su pesadilla, decidió contársela a Andy tan pronto como montó en el coche sin distintivos.

—Es igual que la otra vez —dijo—. No sé qué tienen que ver las ruedas. ¿Por qué cree usted que sueño con ruedas casi cada noche? En un sueño tras otro, veo todas esas ruedas que se mueven solas por la carretera sin que las impulse ningún coche, ruedan solas…

—¿Y tú dónde estás cuando eso sucede? —preguntó Andy a Regina mientras se abrochaba el cinturón de seguridad y le indicaba que hiciera lo mismo.

—En la cama, como si no tuviera nada que ver conmigo.

—En relación a las ruedas, me refiero —aclaró Andy.

—Intentando esquivarlas. ¿Qué le parece? —replicó ella.

—Entonces, ¿vas a pie?

—¡Pues claro que sí! Mientras papá sea gobernador, ningún miembro de la familia puede conducir. Tenemos que ir con chófer a todas partes y estoy harta de eso.

—Creo que es muy comprensible que tengas esos sueños —dijo Andy—. Sientes que no vas a ninguna parte. Eres como un coche sin ruedas o unas ruedas sin coche y, de una forma u otra, estás bloqueada en la autopista de la vida, impotente, amenazada y frustrada porque el mundo se mueve y tú no.

El gobernador y la primera dama observaban a Regina y Andy desde la ventana.

—Parece que discuten —apuntó la primera dama.

—Pues no podemos adoptar otro perro —decidió el gobernador.

—¿Quién ha dicho nada de un perro, querido?

—Mejor que no me haga con un perro lazarillo —dijo el gobernador—. El Agente Verdad tiene razón. Para Frisky sería una injusticia que hubiera otro perro en la mansión. Tal vez un gato, pero me parece que no hay gatos lazarillos y, de cualquier forma, detesto a los gatos.

—Estoy segura que los gatos no se pueden adiestrar de esa manera, querido —dijo la señora Crimm—. Lo más probable es que se dediquen a subirse a objetos, a esconderse bajo otros o a no hacer nada, y sería muy arriesgado que fueras atado al gato mientras el animal hace esas cosas.

—No te atan a los animales —dijo Esperanza, que se entrometió en la conversación mientras observaba, celosa, cómo su horrible hermana pequeña se marchaba con el atractivo agente—. Vas sujeto a un pequeño tirador. Y acabo de leer en el artículo del Agente Verdad que también hay caballos lazarillos, y sugiere que te hagas con uno enseguida. A Frisky un caballo no le importaría, papá.

—Sí, pero en la mansión no podemos tener un caballo —protestó la señora Crimm.

—Pues quiero uno —decidió el gobernador—. Hoy mismo.

—No me gusta en absoluto la idea de que Regina vaya al depósito de cadáveres —dijo la señora Crimm, preocupada mientras Andy y su hija se perdían de vista.

—Tal vez le siente bien —comentó el gobernador—. Tal vez le haga ver lo afortunada que es y así deje de quejarse tanto.

—Estoy de acuerdo —intervino Esperanza—. Debería estar contenta de estar viva.

El gobernador se alejó y chocó contra un busto de tamaño natural de lady Astor.

—Discúlpeme —murmuró.

Aquella mañana, Barbie Fogg también chocaba con cosas. Con la mirada turbia debido al exceso de combinados, chocó con una esquina de la cama, se dio en el hueso de la risa con la tostadora y unos segundos antes, en un despiste, casi había chocado con el coche que iba delante de ella en la autopista. Por lo general, cuando se dirigía en la furgoneta al Ministerio Baptista del Campus, donde trabajaba como voluntaria, nadie le prestaba demasiada atención. Sin embargo, aquella mañana muchos automovilistas se fijaban en su estado de estupor, y eso la distraía.

Siempre había sido una mujer atractiva que vestía ropa llamativa, aunque de buen gusto, y creía profundamente en el cuidado de la piel. «La piel es el regalo que Dios hizo a las mujeres», decía con frecuencia a las alumnas que se acercaban a ella en busca de consejo. «La ropa y los accesorios no sirven de nada si no van acompañados de una buena piel», y todo el mundo tenía que ir con regularidad al dermatólogo y utilizar cremas limpiadoras e hidratantes, así como evitar el sol.

Other books

A Simple Lady by Carolynn Carey
Master of Desire by Kinley MacGregor
Secrets by Lynn Crandall
Pool Boys by Erin Haft
Divine Evil by Nora Roberts