Fue por la época de su instalación en el parque Monceau cuando una aparición pasó por la vida de Renée, dejándole una impresión imborrable. Hasta entonces, el ministro se había resistido a las súplicas de su cuñada, que se moría de ganas de ser invitada a los bailes de la corte. Cedió, por fin, creyendo la fortuna de su hermano definitivamente asentada. Durante un mes, Renée no durmió. Llegó el gran sarao y estaba toda temblorosa, en el coche que la llevaba a las Tullerías.
Vestía un traje prodigioso de gracia y originalidad, un auténtico hallazgo que se le había ocurrido en una noche de insomnio y que tres operarios de Worms habían venido a ejecutar en su casa, ante sus ojos. Era un sencillo vestido de gasa blanca, pero guarnecido por multitud de volantitos recortados y bordeados por un ribete de terciopelo negro. El cuerpo, de terciopelo negro, tenía un escote cuadrado, muy bajo sobre el pecho, enmarcado por un fino encaje, de apenas un dedo de alto. Ni una flor, ni un trocito de cinta; en las muñecas, brazaletes sin un cincelado, y en la cabeza, una estrecha diadema de oro, un círculo liso que le ponía como una aureola.
Cuando estuvo en los salones y su marido la hubo dejado por el barón de Gouraud, experimentó un momentáneo embarazo. Pero los espejos, donde se veía adorable, la tranquilizaron en seguida, y estaba habituándose al aire cálido, al murmullo de las voces, a aquel tropel de fraques negros y de hombros blancos, cuando el emperador apareció. Cruzaba lentamente el salón, del brazo de un general grueso y bajo, que resoplaba como si tuviera una digestión difícil. Los hombros se alinearon en dos hileras, mientras los fraques negros retrocedían un paso, instintivamente, con aire discreto. Renée se encontró empujada al extremo de la fila de hombros, cerca de la segunda puerta, a la que el emperador se dirigía con pasos penosos y vacilantes. Lo vio así venir hacia ella, desde una puerta a otra.
Llevaba frac, con la banda roja del gran cordón. Renée, invadida por la emoción, veía mal, y aquella mancha sangrienta le parecía salpicar todo el pecho del príncipe. Le pareció bajito, con piernas demasiado cortas, la cintura floja; pero estaba fascinada y lo veía guapo, con su rostro pálido, sus párpados pesados y plomizos que caían sobre los ojos muertos. Bajo el bigote, la boca se abría blandamente, mientras que sólo la nariz era huesuda en toda la cara disuelta.
El emperador y el viejo general seguían avanzando a pequeños pasos, pareciendo sostenerse, lánguidos, vagamente sonrientes. Miraban a las damas inclinadas, y sus ojeadas iban de la derecha a la izquierda; se deslizaban por los corpiños. El general se inclinaba, decía una frase a su amo, le apretaba el brazo con un aire de alegre compañero. Y el emperador, mudo y disimulado, más apagado aún que de costumbre, seguía acercándose con su paso arrastrado.
Estaban en el centro del salón cuando Renée sintió que sus miradas se clavaban en ella. El general la miraba con la boca abierta, mientras que el emperador, alzando a medias los párpados, tenía destellos leonados en la vacilación gris de sus ojos turbios. Renée, desconcertada, bajó la cabeza, se inclinó, no vio más que los rosetones de la alfombra. Pero seguía su sombra, comprendió que se detenían unos segundos delante de ella. Y creyó oír al emperador, ese soñador equívoco, que murmuraba, mirándola hundida en su falda de muselina estriada de terciopelo:
—Fíjese, general, una flor que coger, un misterioso clavel blanco veteado de negro.
Y el general respondió, con voz más brutal:
—Sire, ese clavel iría endiabladamente bien en nuestros ojales.
Renée levantó la cabeza. La aparición había desaparecido, una riada de gente se agolpaba en la puerta. Después de ese sarao regresó a menudo a las Tullerías, tuvo incluso el honor de ser piropeada en voz alta por Su Majestad y de convertirse, en parte, en amiga suya; pero recordó siempre la marcha lenta y pesada del príncipe por el centro del salón, entre las dos hileras de hombros; y, cuando saboreaba alguna nueva alegría con la fortuna creciente de su marido, volvía a ver al emperador dominando los pechos inclinados, llegando a ella, comparándola con un clavel que el viejo general le aconsejaba ponerse en el ojal. Fue, para ella, la nota aguda de su vida.
El deseo neto y punzante que había embargado el corazón de Renée, entre los perfumes turbadores del invernadero, mientras Maxime y Louise reían en un confidente de la salita botón de oro, pareció borrarse como una pesadilla de la que no queda sino un vago escalofrío. La joven había conservado, toda la noche, la amargura de la tanguinia; le parecía, al sentir el escozor de la hoja maldita, que una boca de llamas se posaba en la suya, le insuflaba un amor devorador. Después esa boca se le escapaba, y su sueño se anegaba en grandes oleadas de sombra que rodaban sobre ella.
Por la mañana durmió un poco. Cuando se despertó se creyó enferma. Mandó correr las cortinas, habló a su médico de náuseas y de dolores de cabeza, se negó rotundamente a salir durante unos días. Y como se creía asediada, condenó su puerta. En vano acudió Maxime a llamar a ella. Él no dormía en el palacete, para disponer más libremente de sus habitaciones; por lo demás, llevaba la vida más nómada del mundo, alojándose en las casas nuevas de su padre, eligiendo la planta que le agradaba, mudándose todos los meses, a menudo por capricho, a veces para dejar sitio a inquilinos serios. Estrenaba las casas en compañía de alguna amante. Habituado a los caprichos de su madrastra, fingió una gran compasión y subió cuatro veces diarias a pedir noticias suyas con semblante desolado, únicamente para burlarse de ella. Al tercer día la encontró en el saloncito, rosada, sonriente, con aire tranquilo y reposado.
—¿Qué? ¿Te has divertido mucho con Céleste? —le preguntó, aludiendo al largo mano a mano que acababa de tener con su doncella.
—Sí —respondió ella—; es una chica valiosísima. Tiene siempre las manos heladas; me las ponía en la frente y calmaba un poco mi pobre cabeza.
—¡Todo un remedio, esa chica! —exclamó el joven—. Si alguna vez tuviera la desgracia de enamorarme, ¿me la prestarías, verdad?, para que me pusiera las dos manos en el corazón.
Bromearon, dieron su acostumbrado paseo por el Bosque. Transcurrieron quince días. Renée se había lanzado más locamente a su vida de visitas y bailes; su cabeza parecía haber girado una vez más, ya no se quejaba de hastío y de asco. Tan sólo se habría dicho que había tenido alguna secreta caída, de la que no hablaba, pero que demostraba con un desprecio más marcado por sí misma y con una depravación más atrevida en sus caprichos de gran mundana. Una tarde le confesó a Maxime que se moría de ganas de ir a un baile que Blanche Muller, una actriz en boga, daba a las princesas de las candilejas y a las reinas de la vida alegre. Esta confesión sorprendió y cohibió al propio joven, que, sin embargo, no tenía grandes escrúpulos. Quiso catequizar a su madrastra; realmente, aquél no era su sitio; no vería allí, por lo demás, nada muy divertido, y, además, si la reconocían, sería un escándalo. A todas estas buenas razones, ella respondía, las manos unidas, suplicando y sonriendo:
—Vamos, mi pequeño Maxime, sé amable. Quiero ir… Me pondré un dominó azul oscuro, no haremos más que cruzar los salones.
Cuando Maxime, que siempre acababa por ceder y que habría llevado a su madrastra a todos los lugares de mala nota de París, por poco que se lo rogase, hubo consentido en llevarla al baile de Blanche Muller, ella batió palmas como un niño a quien se le concede un recreo inesperado:
—¡Ah! ¡Qué amable eres! —dijo—. Es mañana, ¿verdad? Ven a buscarme temprano. Quiero ver llegar a esas señoras. Tú me las nombrarás, y nos divertiremos de lo lindo… —Reflexionó, después añadió—: No, no vengas. Espérame con un simón, en el bulevar Malesherbes. Saldré por el jardín.
Este misterio era un picante que añadía a su escapada; simple refinamiento de goce, pues aunque hubiera salido a medianoche, por la puerta principal, su marido ni siquiera habría sacado la cabeza por la ventana.
Al día siguiente, tras haber recomendado a Céleste que la esperara, cruzó, con escalofríos de exquisito miedo, las sombras negras del parque Monceau. Saccard había aprovechado su buena amistad con el ayuntamiento para hacer que le dieran la llave de una puertecita del parque, y Renée había querido igualmente tener una. Estuvo a punto de perderse; sólo encontró el simón gracias a los dos ojos amarillos de los faroles. En esa época, el bulevar Malesherbes, recién terminado, era aún, de noche, un verdadero desierto. La joven se deslizó en el carruaje, emocionadísima, con el corazón latiendo deliciosamente, como si fuera a una cita de amor. Maxime, con toda filosofía, fumaba, semidormido, en un rincón del simón. Quiso tirar el puro, pero ella se lo impidió y, cuando trataba de retenerle el brazo, en la oscuridad, le puso la mano en plena cara, lo cual los divirtió mucho a ambos.
—Te digo que me gusta el olor del tabaco —exclamó ella—. Conserva tu cigarro… Y además, esta noche vamos de juerga… Yo soy un hombre…
El bulevar no estaba aún iluminado. Mientras el simón bajaba hacia la Madeleine, estaba tan oscuro en el carruaje que no se veían. A veces, cuando el joven se llevaba el puro a los labios, un punto rojo agujereaba las espesas tinieblas. Ese punto rojo interesaba a Renée. Maxime, a quien el vuelo del dominó de raso negro había cubierto a medias, llenando el interior del simón, continuaba fumando en silencio, con aire aburrido. La verdad era que el capricho de su madrastra acababa de impedirle seguir al Café Anglais a una pandilla de damas, resueltas a comenzar y terminar allí el baile de Blanche Muller. Estaba huraño, y ella adivinó sus morros en la sombra.
—¿Estás indispuesto? —le preguntó.
—No; tengo frío —respondió.
—¡Vaya! Pues yo estoy ardiendo. Opino que aquí se ahoga uno… Ponte el borde de mis enaguas sobre las rodillas.
—¡Oh!, tus enaguas —murmuró él de mal humor—; estoy hasta las narices de ellas.
Pero esta frase le hizo reír y, poco a poco, se animó. Ella le contó el miedo que acababa de pasar en el parque Monceau. Entonces le confesó otro de sus deseos: le hubiera gustado dar, de noche, por el laguito del parque, un paseo en la barca que veía desde sus ventanas, varada al borde de una avenida. Maxime opinó que se estaba poniendo elegíaca. El simón seguía rodando; las tinieblas eran profundas; se inclinaban el uno hacia el otro para oírse entre el ruido de las ruedas, rozándose con el gesto, sintiendo sus alientos tibios, a veces, cuando se acercaban demasiado. Y, a intervalos regulares, el puro de Maxime se reavivaba, manchaba la sombra de rojo, lanzando un pálido y rosado brillo sobre el rostro de Renée. Estaba adorable, vista a ese rápido resplandor, hasta el punto de que el joven quedó impresionado.
—¡Oh, oh! —dijo—. Parecemos muy guapa esta noche, madrastra… Veamos un poco.
Se acercó el puro, aspiró precipitadamente unas bocanadas. Renée, en su rincón, se encontró iluminada por una luz cálida y como jadeante. Se había alzado un poco la capucha. Su cabeza desnuda, cubierta por una lluvia de pequeños rizos, tocada con una simple cinta azul, parecía la de un auténtico chicuelo, por encima del gran ropón de raso negro que le subía hasta el cuello. Le pareció muy gracioso que la miraran y admiraran así, a la claridad de un puro. Se reclinaba hacia atrás con breves risitas, mientras él añadía con un aire de cómica gravedad:
—¡Diablos! Voy a tener que velar por ti, si quiero devolverte sana y salva a mi padre.
Mientras tanto, el simón rodeaba la Madeleine y se metía por los bulevares. Allí se llenó de resplandores danzantes, del reflejo de las tiendas, cuyos escaparates llameaban. Blanche Muller vivía a dos pasos, en una de las casas nuevas que se han edificado sobre los terrenos elevados de la calle Basse-du-Rempart. Todavía no había sino unos cuantos coches a la puerta. No eran mucho más de las diez. Maxime quería dar una vuelta por los bulevares, esperar una hora; pero Renée, cuya curiosidad despertaba, más viva, le declaró rotundamente que subiría sola si él no la acompañaba. La siguió, y estuvo encantado al encontrar arriba más gente de la que creía. La joven se había puesto el antifaz. Del brazo de Maxime, a quien daba en voz baja órdenes sin réplica, y que la obedecía dócilmente, fisgoneó por todas las estancias, levantó las puntas de los portiers, examinó el mobiliario, y habría llegado hasta a registrar los cajones de no haber temido que la vieran. El piso, muy rico, tenía rincones bohemios, en los que se reconocía a la mujer de teatro. Era sobre todo allí donde las naricillas rosadas de Renée se estremecían, y obligaba a su compañero a andar despacito, para no perderse nada de las cosas ni de su olor. Se abstrajo especialmente en un tocador, que Blanche Muller había dejado abierto de par en par pues cuando recibía, ofrecía a sus invitados incluso su alcoba, donde se arrinconaba la cama para instalar mesas de juego. Pero el tocador no la satisfizo; le pareció corriente e incluso un poco sucio, con su alfombra acribillada a pequeñas quemaduras redondas por puntas de cigarro, y sus cortinajes de seda azul manchados de cremas, salpicados de jabón. Después, cuando hubo inspeccionado bien el lugar y guardado los menores detalles de la vivienda en su memoria, para describirlos más adelante a sus íntimas, pasó a los personajes. A los hombres los conocía; eran, en su mayoría, los mismos financieros, los mismos políticos, los mismos jóvenes vividores que iban a sus jueves. Se creía en su salón, a veces, cuando se encontraba frente a un grupo de fraques sonrientes que la víspera tenían, en su casa, la misma sonrisa, al hablar con la marquesa de Espanet y con la rubia señora Haffner. Y cuando miraba a las mujeres, la ilusión no se desvanecía por completo. Laure de Aurigny iba de amarillo, como Suzanne Haffner, y Blanche Muller llevaba, como Adeline de Espanet, un traje blanco escotado hasta media espalda. Por fin, Maxime pidió clemencia, y ella accedió a sentarse con él en un confidente. Estuvieron allí un instante, el joven bostezando, la joven preguntándole los nombres de aquellas damas, desnudándolas con la mirada, contando los metros de encajes que llevaban en sus faldas. Al verla sumida en este grave estudio, Maxime acabó por escaparse, obedeciendo a una llamada que Laure de Aurigny le hacía con la mano. Esta bromeó con él sobre la mujer que llevaba del brazo. Luego le hizo jurar que iría a reunirse con ellos, hacia la una, en el Café Anglais.
—Estará tu padre —le gritó, en el momento en que él volvía con Renée.