La jauría
es la segunda de las novelas que forman el ciclo Rougon-Macquart, con el cual Zola quiso retratar la Francia del Segundo Imperio, realizando un fresco de sus costumbres y su sociedad al estilo del que Balzac realizara con su «Comedia humana». El autor ambicionaba, además, reflejar la marca que la herencia imprime en todos los hombres, al centrar su historia en los avatares de una única familia, cuyos rasgos distintivos seguiría a través de las distintas generaciones.
Émile Zola
La jauría
ePUB v1.0
griffin10.05.12
Título original:
La Curée
Émile Zola, 1872
Traducción: Esther Benítez
Editor original: griffin (v1.0)
ePub base v2.0
En la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio,
La jauría
es la nota del oro y de la carne. El artista que llevo dentro se negaba a dejar en la sombra este resplandor de los excesos de la vida que iluminó todo el reino con una luz sospechosa de lugar de perdición. Un punto de la Historia que he emprendido habría quedado a oscuras.
He querido mostrar el agotamiento prematuro de una raza que vivió demasiado deprisa y que desembocó en el hombre-mujer de las sociedades podridas; la especulación furiosa de una época, encarnada en un temperamento sin escrúpulos, propenso a las aventuras; el desequilibrio nervioso de una mujer en quien un ambiente de lujo y de vergüenza centuplica los apetitos nativos. Y con estas tres monstruosidades sociales, he tratado de escribir una obra de arte y de ciencia que fuera al mismo tiempo una de las páginas más extrañas de nuestras costumbres.
Si me creo en el deber de explicar
La jauría
, esta pintura auténtica del derrumbamiento de una sociedad, es porque su aspecto literario y científico ha sido tan mal comprendido en el periódico donde intenté dar esta novela, que me ha sido preciso interrumpir la publicación y dejar el experimento a medias.
ÉMILE ZOLA
París, 15 de noviembre de 1871
A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.
El sol se ponía en un cielo de octubre, de un gris claro, estriado en el horizonte por menudas nubes. Un último rayo, que caía de los macizos lejanos de la cascada, enfilaba la calzada, bañando con una luz rojiza y pálida la larga sucesión de carruajes inmovilizados. Los resplandores de oro, los reflejos vivos que lanzaban las ruedas parecían haberse fijado a lo largo de las molduras de un amarillo pajizo de la calesa, cuyos paneles azul fuerte reflejaban trozos del paisaje circundante. Y, en lo alto, de plano en la claridad rojiza que los iluminaba por detrás, y que hacía relucir los botones de cobre de sus capotes semidoblados, que caían del pescante, el cochero y el lacayo, con sus libreas azul oscuro, sus calzones crema y sus chalecos de rayas negras y amarillas, estaban erguidos, graves y pacientes, como sirvientes de una gran casa a quienes un atasco de carruajes no consigue enojar. Sus sombreros, adornados con una escarapela negra, tenían una gran dignidad. Sólo los caballos, un soberbio tronco de bayos, resoplaban con impaciencia.
—Vaya —dijo Maxime—, Laure de Aurigny, allá, en ese cupé… Fíjate, Renée.
Renée se incorporó levemente, guiñó los ojos, con el exquisito mohín que la obligaba a adoptar la debilidad de su vista.
—La creía huida —dijo—. Se ha cambiado el color del pelo, ¿verdad?
—Sí —prosiguió Maxime riendo—, su nuevo amante detesta el rojo.
Renée, inclinada hacia delante, con la mano apoyada en la portezuela baja de la calesa, miraba, despierta del triste sueño que desde hacía una hora la tenía en silencio, tendida en el fondo del carruaje como en una tumbona de convaleciente. Llevaba, sobre un traje de seda malva, con sobrefalda y túnica, guarnecido con anchos volantes plisados, un corto gabán de paño blanco, con vueltas de terciopelo malva, que le daba un aire muy audaz. Sus extraños cabellos de un leonado pálido, un color que recordaba el de la mantequilla fina, estaban apenas ocultos bajo un diminuto sombrero adornado con un manojo de rosas de Bengala. Seguía guiñando los ojos, con su aspecto de muchacho impertinente, su frente pura cruzada por una gran arruga, su boca con el labio superior que sobresalía, como el de un niño enfurruñado. Después, como veía mal, cogió sus quevedos, unos quevedos de hombre, con montura de concha, y sosteniéndolos en la mano, sin colocárselos en la nariz, examinó a la gruesa Laure de Aurigny a sus anchas, con un aire completamente tranquilo.
Los carruajes seguían sin avanzar. En medio de las manchas lisas, de un tono oscuro, que formaban la larga fila de cupés, muy numerosos en el Bosque esa tarde de otoño, brillaban la esquina de un espejo, el bocado de un caballo, el asa plateada de un farol, los galones de un lacayo muy tieso en su pescante. Aquí y allá, en un landó descubierto, resplandecía un trozo de tela, un trozo de atavío femenino, seda o terciopelo. Poco a poco había caído un gran silencio sobre todo aquel alboroto apagado, inmovilizado. Se oían, desde el fondo de los carruajes, las conversaciones de los peatones. Había intercambios de miradas mudas, de portezuela a portezuela; y nadie charlaba ya, en aquella espera interrumpida sólo por los crujidos de los arneses y el impaciente golpeteo de los cascos de un caballo. A lo lejos, morían las confusas voces del Bosque.
Pese a lo avanzado de la temporada, todo París estaba allí: la duquesa de Sternich, en carretela; la señora De Lauwerens, en victoria correctísimamente enganchada; la baronesa de Meinhold, en un encantador cab tirado por un bayo oscuro; la condesa Vanska, con sus poneys píos; la señora Daste, y sus famosos stappers
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negros; la señora de Guende y la señorita Teissière, en cupé; la pequeña Sylvia, en un landó azul fuerte. Y también don Carlos, de luto, con sus lacayos antiguos y solemnes; el bajá Selim, con su fez y sin su gobernador; la duquesa de Rozan, en calesín, con sus lacayos empolvados de blanco; el conde de Chibray, en
dogcart
, mister Simpson, en berlina del más hermoso aspecto; toda la colonia americana. Y por último dos académicos, en simón.
Los primeros carruajes se pusieron en marcha y, poco a poco, toda la fila pronto empezó a rodar suavemente. Fue como un despertar. Mil claridades danzantes se encendieron, rápidos destellos se cruzaron en las ruedas, de los arneses sacudidos por los caballos brotaron chispas. Sobre el suelo, sobre los árboles, corrían anchos reflejos de espejo. El chisporroteo de los arneses y las ruedas, el resplandor de los paneles barnizados, en los cuales ardía la brasa roja del sol poniente, las notas vivas que lanzaban las brillantes libreas encaramadas en pleno cielo y los ricos atavíos que desbordaban las portezuelas, se encontraron así arrastrados en un fragor sordo, continuo, ritmado por el trote de los troncos. Y el desfile prosiguió, con los mismos ruidos, con los mismos resplandores, sin cesar y de un solo impulso, como si los primeros carruajes hubiesen tirado de todos los demás a la zaga.
Renée había cedido a la ligera sacudida de la calesa al reanudar la marcha, y, dejando caer los quevedos, de nuevo se había reclinado a medias sobre los cojines. Atrajo frioleramente hacia sí una esquina de la piel de oso que llenaba el interior del carruaje como un manto de nieve sedosa. Sus manos enguantadas se perdieron en la suavidad del largo pelo rizado. Empezaba a soplar un cierzo. La tibia tarde de octubre que, al darle al Bosque un rebrote de primavera, había llevado a la alta sociedad a salir en coche descubierto, amenazaba con rematarse en un atardecer de aguda frescura.
Por un momento, la joven siguió aovillada, recobrando el calor de su rincón, abandonándose al balanceo voluptuoso de todas aquellas ruedas que giraban delante de ella. Después, alzando la cabeza hacia Maxime, cuyas miradas desnudaban tranquilamente a las mujeres que se exhibían en los cupés y los landós vecinos:
—¿De veras encuentras bonita —preguntó— a esa Laure de Aurigny? ¡Hacíais unos elogios, el otro día, cuando se anunció la venta de sus diamantes!… A propósito, ¿no has visto el collar y el tembleque que tu padre me compró en esa venta?
—Hace bien las cosas, desde luego —dijo Maxime sin responder, con una risa maligna—. Encuentra el modo de pagar las deudas de Laure y de regalar diamantes a su esposa.
La joven se encogió levemente de hombros.
—¡Sinvergüenza! —murmuró sonriendo.
Pero el joven se había inclinado, siguiendo con los ojos a una dama cuyo traje verde le interesaba. Renée había reposado la cabeza, los ojos semicerrados, mirando perezosamente a los dos lados de la avenida, sin ver. A la derecha, se deslizaban despacito planteles y árboles jóvenes de hojas enrojecidas, de ramas menudas; a veces, por la vía reservada a los jinetes, pasaban caballeros de esbelto talle, cuyas monturas, en su galope, levantaban nubecitas de fina arena. A la izquierda, debajo de las estrechas franjas de césped en descenso, cortadas por parterres y macizos, el lago dormía, con una limpieza de cristal, sin una espuma, como tallado netamente en las orillas por la laya de los jardineros; y, al otro lado de este espejo claro, las dos islas, entre las que el puente que las une trazaba una barra gris, alzaban sus amables acantilados, alineaban sobre el cielo pálido las líneas teatrales de sus abetos, de sus árboles de follaje perenne cuyas frondas negras reflejaban las aguas, como flecos de cortinas sabiamente plegados al borde del horizonte. Aquel rincón de la naturaleza, aquel decorado que parecía recién pintado, se bañaba en una sombra ligera, en un vapor azulado que acababa de dar a la lontananza un encanto exquisito, un aire de adorable falsedad. En la otra ribera, el Chalet de las Islas, como barnizado la víspera, tenía el lustre de un juguete nuevo; y las cintas de arena amarilla, las estrechas avenidas del jardín, que serpentean entre el césped y giran en torno al lago, bordeadas por ramas de fundición que imitan rústicas maderas, contrastaban más extrañamente, en esa hora última, con el verde tierno del agua y de la hierba.
Acostumbrada a los reposados encantos de estas perspectivas, Renée, embargada de nuevo por el hastío, había bajado completamente los párpados, sin mirar más que sus dedos ahusados y finos, que enrollaban los largos pelos de la piel de oso. Pero se produjo una sacudida en el trote regular de la fila de carruajes. Y alzando la cabeza, saludó a dos jóvenes recostadas una junto a otra, con amorosa languidez, en una carretela que abandonaba con gran estruendo la orilla del lago para alejarse por una avenida lateral. La marquesa de Espanet, cuyo esposo, entonces ayudante de campo del emperador, acababa de adherirse ruidosamente, entre el escándalo de la antigua nobleza reticente, era una de las más ilustres mundanas del Segundo Imperio; la otra, la señora Haffner, se había casado con un famoso industrial de Colmar, veinte veces millonario, y a quien el Imperio estaba convirtiendo en un político. Renée, que había conocido en el internado a las dos inseparables, como se las denominaba finamente, las llamaba por su nombre de pila: Adeline y Suzanne. Y cuando, tras haberles sonreído, iba a ovillarse de nuevo, una risa de Maxime la obligó a volverse.