La jauría (3 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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La calesa cogió la avenida de la Reina Hortensia
[3]
, y fue a detenerse al final de la calle Monceau, a unos pasos del bulevar Malesherbes, delante de un gran palacete situado entre un patio y un jardín. Las dos verjas cargadas de adornos dorados, que daban al patio, estaban flanqueadas cada una por un par de faroles, en forma de urna, igualmente cubiertos de dorados, y en los cuales ardían anchas llamas de gas. Entre las dos verjas, el portero ocupaba un elegante pabellón, que recordaba vagamente un templete griego.

Guando el carruaje iba a entrar en el patio, Maxime saltó ágilmente al suelo.

—Ya sabes —le dijo Renée, reteniéndolo por una mano—, nos sentamos a la mesa a las siete y media. Tienes más de una hora para ir a vestirte. No te hagas esperar. —Y añadió con una sonrisa—: Estarán los Mareuil… Tu padre desea que te muestres muy galante con Louise.

Maxime se encogió de hombros.

—¡Menuda pejiguera! —murmuró con voz desabrida—. Me parece bien casarme, pero hacerle la corte es demasiado idiota… ¡Ah!, serías muy amable, Renée, si me librases de Louise esta noche. —Adoptó su aire gracioso, la mueca y el acento que imitaba de Lassouche cada vez que iba a soltar una de sus bromas habituales—: ¿Quieres, mi querida madrastra?

Renée le sacudió la mano como a un amigo. Y en tono rápido, con una audacia nerviosa de chanza:

—¡Eh! De no haberme casado con tu padre, creo que me harías la corte.

Al joven debió de parecerle comiquísima esta idea, pues ya había doblado la esquina del bulevar Malesherbes y seguía riéndose.

La calesa entró y fue a detenerse ante la escalinata.

Esta escalinata, de peldaños anchos y bajos, estaba resguardada por una vasta marquesina de cristales, bordeada por un festón de flecos y borlas de oro. Las dos plantas del palacete se elevaban sobre las antecocinas, de las que se divisaban, casi a ras del suelo, los tragaluces cuadrados provistos de cristales esmerilados. En lo alto de la escalinata, la puerta del vestíbulo avanzaba, flanqueada por delgadas columnas adosadas al muro, formando así una especie de saledizo taladrado en cada piso por un vano redondeado, y que subía hasta el tejado, donde lo remataba una delta. A cada lado, las plantas tenían cinco ventanas, alineadas regularmente en la fachada, rodeadas por un simple marco de piedra. El tejado, abuhardillado, estaba cortado a escuadra, con anchos paneles casi rectos.

Pero, del lado del jardín, la fachada era mucho más suntuosa. Una regia escalinata conducía a una estrecha terraza que ocupaba la planta baja cuan larga era; la barandilla de esa terraza, del estilo de las del parque Monceau estaba aún más recargada de oro que la marquesina y los faroles del patio. Después el palacete era de más altura: tenía en las esquinas dos pabellones, una especie de torres semiembutidas en el cuerpo del edificio, que formaban en el interior habitaciones redondas. En el medio, otra torrecita, más hundida, se abultaba ligeramente. Las ventanas, altas y estrechas en los pabellones, más espaciadas y casi cuadradas en las partes planas de la fachada, tenían, en la planta baja, balaustradas de piedra, y barandillas de hierro forjado y dorado en los pisos superiores. Era un despliegue, una profusión, un aplastamiento de riquezas. El palacete desaparecía bajo las esculturas. Alrededor de las ventanas, a lo largo de las cornisas, corrían volutas de ramas y flores; había balcones semejantes a cestas frondosas, sostenidos por mujeronas desnudas, con las caderas ladeadas, las puntas de los senos hacia adelante; y además, aquí y allá, había pegados escudos de fantasía, racimos, rosas, todas las eflorescencias posibles de la piedra y del mármol. A medida que ascendía la vista, el hotel florecía más y más. Alrededor del tejado, reinaba una balaustrada sobre la cual estaban colocadas, de trecho en trecho, urnas donde ardían llamas de piedra. Y allá, entre los ojos de buey de las buhardillas, que se abrían en un revoltijo increíble de frutas y follajes, se desplegaban las piezas capitales de esta decoración asombrosa, los frontones de los pabellones, en medio de los cuales reaparecían las mujeronas desnudas, jugando con manzanas, adoptando posturas, entre puñados de juncos. El tejado, recargado con estos adornos, coronado todavía por galerías de plomo recortado, por dos pararrayos y por cuatro enormes chimeneas simétricas, esculpidas como el resto, parecía el remate de este fuego de artificio arquitectónico.

A la derecha se encontraba un vasto invernadero, soldado al propio costado del palacete, que comunicaba con la planta baja por las puertas acristaladas de un salón. El jardín, que una reja baja, enmascarada por un seto, separaba del parque Monceau, tenía un declive bastante fuerte. Demasiado pequeño para la vivienda, tan estrecho que una franja de césped y unos cuantos macizos de árboles verdes lo llenaban, era simplemente como una loma, como un pedestal de verdor sobre el cual se plantaba orgullosamente el palacete con traje de gala. Visto desde el parque, por encima de aquel césped cuidado, de aquellos arbustos cuyo follaje charolado relucía, este gran edificio, nuevo aún y muy blanco, tenía la cara lívida, la importancia rica y necia de una advenediza, con su pesado sombrero de pizarra, sus barandillas doradas, su desbordamiento de esculturas. Era una imitación en pequeño del nuevo Louvre
[4]
, una de las muestras más características del estilo Napoleón III, ese bastardo opulento de todos los estilos. Las tardes de verano, cuando el sol oblicuo iluminaba el oro d e las barandillas sobre la fachada clara, los paseantes del parque se detenían, miraban las cortinas de seda roja colgadas en las ventanas de la planta baja; y, a través de cristales tan amplios y tan transparentes que parecían, como los escaparates de los grandes almacenes modernos, puestos allí para exhibir hacia el exterior el fasto de dentro, esas familias de pequeños burgueses vislumbraban esquinas de muebles, trozos de telas, fragmentos de resplandeciente riqueza, cuya visión los dejaba clavados de admiración y de envidia en medio de las avenidas.

Pero a esas horas la sombra caía de los árboles, la fachada dormía. Al otro lado, en el patio, el lacayo había ayudado respetuosamente a Renée a bajar del carruaje. Las caballerizas, a listas de ladrillos rojos, abrían, a la derecha, sus anchas puertas de roble bruñido, al fondo de una cochera acristalada. A la izquierda, como para hacer juego, había, pegado al muro de la casa vecina, un nicho muy adornado, en el cual un chorro de agua corría perpetuamente de una concha que dos Amores sostenían con los brazos extendidos. La joven permaneció un instante al pie de la escalinata, dando ligeros golpecitos a su falda, que no quería bajar. El patio, que acababan de cruzar los ruidos del tronco, recobró su soledad, su silencio aristocrático, interrumpido por la eterna canción del agua. Y todavía solas, en la masa negra del palacete, donde la primera de las grandes cenas del otoño iba pronto a encender las arañas, llameaban las ventanas bajas, como un ascua, arrojando sobre el adoquinado del patio, regular y neto como un tablero de ajedrez, vivos resplandores de incendio.

Cuando Renée empujaba la puerta del vestíbulo, se encontró frente al ayuda de cámara de su marido, que bajaba a la antecocina, llevando un hervidor de plata. Era un soberbio ejemplar, todo vestido de negro, alto, fuerte, de cara blanca, con las correctas patillas de un diplomático inglés, el aire reservado y digno de un magistrado.

—Baptiste —preguntó la joven—, ¿ha regresado mi marido?

—Sí, señora, se está vistiendo —respondió el sirviente con una inclinación de cabeza que le habría envidiado un príncipe que saludase a la muchedumbre.

Renée subió lentamente la escalera, quitándose los guantes. El vestíbulo era de un lujo enorme. Al entrar, se experimentaba una leve sensación de ahogo. Las espesas alfombras que cubrían el suelo y que subían por los peldaños, los anchos cortinajes de terciopelo rojo que tapaban las paredes y las puertas, recargaban la atmósfera con un silencio, con un aroma tibio de capilla. De lo alto colgaban reposteros, y el techo, muy elevado, estaba adornado con rosetones salientes, colocados sobre un enrejado de varillas de oro. La escalera, cuya doble balaustrada de mármol blanco tenía un pasamanos de terciopelo rojo, se abría en dos ramales, ligeramente torcidos, y entre los cuales se encontraba, al fondo, la puerta del gran salón. En el primer rellano, un inmenso espejo ocupaba toda la pared. Debajo, al pie de los ramales de la escalera, sobre pedestales de mármol, dos mujeres de bronce dorado, desnudas hasta la cintura, llevaban grandes lámparas de cinco mecheros, cuya viva claridad se suavizaba mediante globos de cristal esmerilado. Y a ambos lados, se alineaban admirables tiestos de mayólica, en los cuales florecían plantas exóticas.

Renée subía, y, a cada peldaño, crecía en el espejo; se preguntaba, con esa duda de las actrices más aplaudidas, si sería realmente deliciosa, como le decían.

Después, cuando entró en sus habitaciones, que estaban en la primera planta y cuyas ventanas daban al parque Monceau, llamó a Céleste, su doncella, y le dijo que la vistiera para la cena. Esto duró sus buenos cinco cuartos de hora. Cuando estuvo colocada la última horquilla, como hacía mucho calor en la habitación, abrió una ventana, se acodó, se abstrajo. A sus espaldas, Céleste se movía discretamente, ordenando uno a uno los objetos de tocador.

Abajo, en el parque, corría un mar de sombras. Las masas de color de tinta de las altas frondas, sacudidas por bruscas ráfagas, tenían un amplio balanceo de flujo y reflujo, con ese ruido de hojas secas que recuerda el romper de las olas en una playa de guijarros. Solamente, rayando a veces aquel remolino de tinieblas, los dos ojos amarillos de un carruaje aparecían y desaparecían entre los macizos, a lo largo del paseo principal que va desde la avenida de la Reina Hortensia al bulevar Malesherbes. Renée, frente a aquellas melancolías del otoño, sintió que todas sus tristezas ascendían de nuevo a su corazón. Volvió a verse niña en la casa de su padre, en el palacete silencioso de L'Île-Saint-Louis, donde desde hacía dos siglos los Béraud Du Châtel encerraban su negra seriedad de magistrados. Luego pensó en la varita mágica de su matrimonio, en aquel viudo que se había vendido para casarse con ella, y que había trocado su apellido de Rougon por ese apellido Saccard cuyas dos secas sílabas habían sonado en sus oídos, las primeras veces, con la brutalidad de dos raquetas al recoger el oro; él la cogía, él la lanzaba a esta vida sin tregua, donde su pobre cabeza se trastornaba un poco más cada día. Entonces se puso a pensar, con alegría pueril, en las buenas partidas de volante que había jugado antaño con Christine, su hermana menor. Y, una mañana cualquiera, despertaría del sueño de goce que tenía desde hacía diez años, loca, ensuciada por una de las especulaciones de su marido, en la cual se ahogaría él mismo. Fue como un presentimiento rápido. Los árboles se lamentaban en voz más alta. Renée, turbada por estos pensamientos de vergüenza y de castigo, cedió a los instintos de la antigua y honrada burguesía que dormían en su interior; prometió a la noche negra enmendarse, no gastar tanto en ropa, buscar algún juego inocente que la distrajera, como en los días felices del internado, cuando las alumnas cantaban:
No iremos más al bosque
, girando suavemente bajo los plátanos. En ese momento, Céleste, que había bajado, entró y murmuró al oído de su ama:

—El señor ruega a la señora que baje. Hay ya varias personas en el salón.

Renée se estremeció. No había notado el aire vivo que helaba sus hombros. Al pasar ante su espejo, se detuvo, se miró con un movimiento maquinal. Tuvo una sonrisa involuntaria, y bajó.

En efecto, casi todos los convidados habían llegado. Estaban abajo su hermana Christine, una jovencita de veinte años, muy sencillamente vestida de muselina blanca; su tía Elisabeth, la viuda del notario Aubertot, de raso negro, una viejecita de sesenta años, de una amabilidad exquisita; la hermana de su marido, Sidonie Rougon, mujer flaca, zalamera, de edad incierta, con un rostro de cera blanda, y a quien un vestido de un color apagado borraba todavía más; además los Mareuil, el padre, el señor De Mareuil, que acababa de quitarse el luto por su mujer, un hombre alto y guapo, vacío, serio, de un asombroso parecido con Baptiste, el ayuda de cámara, y la hija, la pobre Louise, como la llamaban, una chiquilla de diecisiete años, canija, ligeramente jorobada, que llevaba con gracia enfermiza un vestido de fular blanco con lunares rojos; además, todo un grupo de hombres serios, gente muy condecorada, funcionarios de cabezas pálidas y mudas, y, algo más lejos, otro grupo, jóvenes con pinta de viciosos, con los chalecos ampliamente abiertos, rodeando a cinco o seis señoras de gran elegancia, entre las cuales reinaban las inseparables, la marquesita de Espanet, de amarillo, y la rubia la señora Haffner, de violeta. El señor De Mussy, el jinete a cuyo saludo Renée no había contestado, estaba allí igualmente, con el semblante inquieto de un amante que siente llegar su despedida. Y en medio de las largas colas desplegadas sobre la alfombra, dos contratistas, dos albañiles enriquecidos, Mignon y Charrier, con quienes Saccard tenía que rematar un negocio al día siguiente, paseaban pesadamente sus fuertes botas, las manos a la espalda, reventando en sus fraques.

Aristide Saccard, de pie junto a la puerta, mientras peroraba ante el grupo de los hombres graves, con su gangueo y su locuacidad de meridional, encontraba el modo de saludar a las personas que llegaban. Les estrechaba la mano, les dirigía frases amables. Bajito, con cara de garduña, se doblaba como una marioneta; y, de toda su persona menuda, astuta, negruzca, lo que mejor se veía era la mancha roja de la cinta de la Legión de Honor, que llevaba anchísima.

Cuando Renée entró, se produjo un murmullo de admiración. Estaba realmente divina. Sobre una primera falda de tul, guarnecida, atrás, por una oleada de volantes, llevaba una túnica de raso verde tierno, bordeada por un ancho encaje de Inglaterra, recogida y sujeta por grandes manojos de violetas; un solo volante guarnecía el frente de la falda, donde ramitos de violetas, unidos por guirnaldas de hiedra, fijaban un ligero drapeado de muselina. El encanto de la cabeza y del corpiño era adorable, rematando esas faldas de una amplitud regia y de una riqueza un poco recargada. Escotada hasta la punta de los senos, los brazos al aire con manojos de violetas sobre los hombros, la joven parecía salir completamente desnuda de su funda de tul y de raso, semejante a una de esas ninfas cuyo torso se desprende de los robles sagrados; y su pecho blanco, su cuerpo ágil estaba ya tan dichoso con su semilibertad, que la mirada esperaba siempre ver el corpiño y las faldas deslizarse, como el traje de una bañista, loca con su carne. Su peinado alto, sus finos cabellos amarillos recogidos en forma de casco, y entre los cuales corría una rama de hiedra, retenida por un lazo de violetas, aumentaban aún más su desnudez, al descubrir su nuca que unos abuelos, semejantes a hilos de oro, ambaraban ligeramente. Llevaba, al cuello, un collar de colgantes, de unas aguas admirables, y, sobre la frente, un tembleque hecho de hebras de plata, consteladas de diamantes. Permaneció así unos segundos en el umbral, de pie con su magnífico vestido, con los hombros tornasolados por la claridad cálida. Como había bajado de prisa, jadeaba un poco. Sus ojos, que la negrura del parque Monceau había llenado de sombras, parpadeaban ante la brusca oleada de luz, le daban ese aire vacilante de los miopes, que en ella era un atractivo.

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