Y bajo la luz viva, Renée pensaba, mirando desde lejos a Louise y Maxime. Ya no era la ensoñación flotante, la gris tentación del crepúsculo, en las frescas avenidas del Bosque. Sus pensamientos ya no estaban acunados y adormecidos por el trote de sus caballos, a lo largo del césped mundano, de los bosquecillos donde las familias burguesas cenan el domingo. Ahora un deseo neto, agudo, la llenaba.
Un amor inmenso, una necesidad de voluptuosidad, flotaba en esta nave cerrada, donde hervía la savia ardiente de los trópicos. La joven estaba dominada por esas bodas potentes de la tierra, que engendraban a su alrededor esos verdores negros, esos tallos colosales; y las capas ásperas de este mar de fuego, de este desbordamiento de selva, este montón de vegetación, ardiendo con las entrañas que las nutrían, le lanzaban efluvios turbadores, cargados de embriaguez. A sus pies, el estanque, la masa de agua caliente, espesada por los jugos de las raíces flotantes, humeaba, ponía sobre sus hombros un manto de vapores pesados, un vaho que le calentaba la piel, como el tacto de una mano sudorosa de voluptuosidad. Sobre su cabeza, sentía el surtidor de las palmeras, los altos follajes que sacudían su aroma. Y más que el ahogo cálido del aire, más que la claridad viva, más que las flores anchas, deslumbrantes, semejantes a rostros risueños o gesticulantes entre las hojas, eran sobre todo los olores los que la destrozaban. Un perfume indefinible, fuerte, excitante, se arrastraba, compuesto de mil perfumes: sudores humanos, alientos de mujeres, olores de cabelleras; y hálitos dulces y sosos hasta el desmayo estaban entrecortados por hálitos pestilentes, rudos, cargados de venenos. Pero, en esta música extraña de los olores, la frase melódica que retornaba siempre, dominante, sofocando las ternuras de la vainilla y las acuidades de las orquídeas, era ese olor humano, penetrante, sensual, ese olor a amor, que escapa por las mañanas del dormitorio cerrado de dos recién casados.
Renée, lentamente, se había adosado al pedestal de granito. Con su traje de raso verde, el pecho y la cabeza sonrojados, mojados por las gotas claras de sus diamantes, parecía una gran flor, rosa y verde, una de las ninfeas del estanque, desfallecida por el calor. En esta hora de visión clara, todas sus buenas resoluciones se desvanecían para siempre, la embriaguez de la cena se le subía a la cabeza, imperiosa, victoriosa, redoblada por las llamas del invernadero. Ya no pensaba en las frescuras de la noche que la habían calmado, en las sombras susurrantes del parque, cuyas voces le habían aconsejado una dichosa paz. Sus sentidos de mujer ardiente, sus caprichos de mujer hastiada despertaban. Y por encima de ella, la gran esfinge de mármol negro reía con una risa misteriosa, como si hubiera leído el deseo por fin formulado que galvanizaba aquel corazón muerto, el deseo tanto tiempo huidizo, «la otra cosa» vanamente buscada por Renée, en el balanceo de su calesa, en la ceniza fina del anochecer, y que acababa bruscamente de revelarle bajo la claridad cruda, en medio de aquel jardín de fuego, la visión de Louise y de Maxime, riendo y jugando, con las manos unidas.
En ese momento, un ruido de voces salió de una glorieta vecina, a la cual Aristide Saccard había llevado a los señores Mignon y Charrier.
—No, de veras, señor Saccard —decía el vozarrón de Charrier—, no podemos comprarle eso a más de doscientos francos el metro.
Y la voz agria de Saccard clamaba:
—Pero, en mi parte, me pagaron ustedes el metro de terreno a doscientos cincuenta francos.
—Bueno, escuche, pondremos doscientos veinticinco francos.
Y las voces continuaron, brutales, sonando extrañamente bajo las palmas colgantes de los macizos. Pero atravesaron como un vano ruido el sueño de Renée, ante la cual se erguía, con la llamada del vértigo, un goce desconocido, cálido de crimen, más áspero que todos los que había apurado ya, el último que le quedaba aún por beber. Ya no estaba cansada.
El arbusto tras el que se ocultaba a medias era una planta maldita, una tanguinia de Madagascar, de anchas hojas de boj, de tallos blanquecinos, cuyas menores nervaduras destilan una leche envenenada. Y en cierto momento, como Louise y Maxime reían más alto, en el reflejo amarillo, en la puesta de sol de la salita, Renée, perdida la cabeza, la boca seca e irritada, cogió entre sus labios una ramita de la tanguinia que le llegaba a la altura de los dientes, y mordió una de las hojas amargas.
Aristide Rougon se abatió sobre París, después del 2 de diciembre, con ese olfato de las aves de presa que huelen de lejos los campos de batalla. Llegaba de Plassans, una subprefectura del sur, donde su padre acababa de pescar en el río revuelto de los acontecimientos una recaudación particular largamente codiciada. Él, todavía joven, tras haberse comprometido como un necio, sin gloría ni provecho, hubo de considerarse dichoso de salir sano y salvo de la trifulca. Acudía, furioso por haber errado el camino, maldiciendo las ciudades de provincias, hablando de París con apetitos de lobo, jurando «que no volvería a ser tan idiota»; y la sonrisa aguda con la que acompañaba estas palabras adquiría una terrible significación en sus labios delgados.
Llegó en los primeros días de 1852. Llevaba consigo a su mujer, Angèle, una personita rubia y sosa, a quien instaló en un reducido alojamiento de la calle Saint-Jacques, como un mueble molesto del que le corría prisa desembarazarse. La joven no había querido separarse de su hija, la pequeña Clotilde, una niña de cuatro años, que el padre hubiera dejado de buen grado a cargo de su familia. Pero sólo se había resignado al deseo de Angèle a condición de olvidar en el colegio de Plassans a su hijo Maxime, un galopín de once años, por quien había prometido velar su abuela. Aristide quería tener las manos libres; una mujer y una niña le parecían ya un peso aplastante para un hombre decidido a salvar todos los fosos, aun a costa de romperse el espinazo o de rodar por el fango.
La misma tarde de su llegada, mientras Angèle deshacía los baúles, experimentó la ávida necesidad de recorrer París, de pisar con sus zapatones de provinciano aquel ardiente empedrado, de donde pensaba hacer brotar millones. Fue una verdadera toma de posesión. Caminó por caminar, yendo a lo largo de las aceras, como en país conquistado. Tenía una visión muy clara de la batalla que venía a entablar, y no le repugnaba compararse con un hábil ladrón de ganzúa que, con astucia o con violencia, va a coger su parte de la riqueza común que tan aviesamente le han negado hasta entonces. Si hubiera sentido la necesidad de una excusa, habría invocado sus deseos ahogados durante diez años, su miserable vida de provincia, sus culpas, sobre todo, de las que hacía responsable a la sociedad entera. Pero en ese momento, con aquella emoción del jugador que pone al fin sus manos enardecidas sobre el tapete verde, era todo alegría, una alegría muy suya, en la que había satisfacciones de envidioso y esperanzas de bribón impune. El aire de París le embriagaba, creía oír, en el fragor de los carruajes, las voces de
Macbeth
, que le gritaban: «¡Tú serás rico!». Más de dos horas estuvo andando de calle en calle, saboreando las voluptuosidades de un hombre que se pasea con su vicio. No había vuelto a París desde el feliz año que había pasado allí de estudiante. La noche caía; su sueño crecía entre las luces vivas que los cafés y las tiendas proyectaban sobre las aceras; se perdió.
Cuando alzó los ojos, se encontraba hacia el medio del
faubourg
Saint-Honoré. Uno de sus hermanos, Eugéne Rougon, vivía en una calle cercana, la calle de Penthièvre. Aristide, al venir a París, había contado con Eugéne que, tras haber sido uno de los agentes más activos del golpe de Estado, era en esos momentos una potencia oculta, un abogadillo en el cual nacía un gran político. Pero, por una superstición de jugador, no quiso ir a llamar esa noche a la puerta de su hermano. Regresó lentamente a la calle Saint Jacques, pensando en Eugéne con una envidia sorda, mirando sus pobres ropas todavía cubiertas del polvo del viaje, y tratando de consolarse reanudando su sueño de riquezas. Ese mismo sueño se había vuelto amargo. Tras haber salido por una necesidad de expansión, lleno de alegría por la actividad comercial de París, volvió a casa irritado por la felicidad que le parecía correr por las calles, más feroz al imaginarse las encarnizadas luchas, en las cuales disfrutaría batiéndose y engañando a aquel gentío con el que se había codeado en las aceras. Nunca había sentido apetitos tan dilatados, ardores tan inmediatos de disfrute.
Al día siguiente, con las primeras luces, estaba en casa de su hermano. Eugéne vivía en dos grandes estancias frías, apenas amuebladas, que dejaron a Aristide helado. Esperaba encontrar a su hermano refocilándose en pleno lujo. Este último trabajaba ante una mesita negra. Se contentó con decirle, con su voz lenta, con una sonrisa:
—¡Ah! ¿Eres tú? Te esperaba.
Aristide fue muy agrio. Acusó a Eugéne de haberlo dejado vegetar, de ni siquiera haberle dado la limosna de un buen consejo, mientras él se atascaba en provincias. Jamás se perdonaría haber seguido siendo republicano hasta el 2 de diciembre; era su herida en carne viva, su eterna confusión. Eugéne había vuelto a coger tranquilamente su pluma. Cuando él hubo terminado:
—¡Bah! —dijo—, todas las faltas se reparan. Estás lleno de futuro.
Pronunció estas palabras con una voz tan clara, con una mirada tan penetrante, que Aristide bajó la cabeza, sintiendo que su hermano penetraba hasta lo más profundo de su ser. Éste continuó con una brutalidad amistosa:
—Vienes a que te coloque, ¿no? Ya he pensado en ti, pero aún no he encontrado nada. Comprenderás que no puedo meterte en cualquier sitio. Necesitas un empleo donde hagas tus negocios sin peligro para ti ni para mí… No protestes, estamos solos, podemos decirnos ciertas cosas…
Aristide tomó el partido de reírse.
—¡Oh!, sé que eres inteligente —prosiguió Eugéne—, y que no cometerás ya una necedad improductiva… En cuanto se presente una buena ocasión, te colocaré. Y si de aquí a entonces necesitaras una moneda de veinte francos, ven a pedírmela.
Charlaron un instante de la insurrección del sur, en la cual su padre había ganado su recaudación particular. Eugéne se vestía mientras charlaba. En la calle, en el momento de dejarlo, retuvo a su hermano todavía un instante, le dijo en voz más baja:
—Te agradecería que no callejearas y esperaras tranquilamente en tu casa el empleo que te prometo… Me resultaría desagradable ver a mi hermano haciendo antesala.
Aristide sentía respeto por Eugéne, que le parecía un tipo fuera de serie. No le perdonó su desconfianza, ni su franqueza un poco ruda; pero fue a encerrarse dócilmente en la calle Sana-Jacques. Había venido con quinientos francos que le había prestado el padre de su mujer. Pagados los gastos de viaje, estiró un mes los 300 francos que le quedaban. Angèle era una gran comilona; se creyó, además, en el deber de remozar su traje de gala con una guarnición de cintas malvas. Aquel mes de espera le pareció interminable a Aristide. Ardía de impaciencia. Cuando se asomaba a la ventana, y sentía bajo él el laboreo gigante de París, le entraban unas ganas locas de lanzarse de un salto al gran horno, para amasar el oro con sus manos febriles, como blanda cera. Aspiraba esos soplos aún vagos que ascendían de la gran ciudad, esos soplos del Imperio naciente, en los que se arrastraban ya olores de alcobas y de chanchullos financieros, calores de goces. Los ligeros aromas que le llegaban le decían que estaba en la buena pista, que la presa corría delante de él, que la gran caza imperial, la caza de aventuras, de mujeres, de millones, comenzaba por fin. Las aletas de la nariz le latían, su instinto de animal hambriento captaba maravillosamente al paso los menores indicios de la jauría desencadenada que iba a tener como escenario la ciudad.
Dos veces fue a casa de su hermano, para activar sus gestiones. Eugéne lo acogió con brusquedad, repitiéndole que no lo olvidaba, pero que había que esperar. Recibió por fin una carta que le rogaba que pasara por la calle Penthièvre. Fue allá, con el corazón brincándole en el pecho, como a una cita de amor. Encontró a Eugéne ante su eterna mesita negra, en la estancia helada que le servía de despacho. En cuanto lo vio, el abogado le tendió un papel, diciéndole:
—Ten, ayer recibí lo tuyo. Se te ha nombrado inspector adjunto de vías públicas en el ayuntamiento. Tendrás 2.400 francos de sueldo.
Aristide había permanecido de pie. Palideció y no cogió el papel, creyendo que su hermano se burlaba de él. Había esperado al menos un puesto de 6.000 francos. Eugéne, adivinando lo que pasaba por su cabeza, giró su silla y, cruzándose de brazos:
—¿Serás bobo? —preguntó con cierta cólera—. Tienes sueños de fulana, ¿verdad? Querrías vivir en un buen piso, tener criados, comer bien, dormir entre sedas, satisfacerte en brazos de cualquier recién llegada, en un gabinete amueblado en dos horas… Tú y tus semejantes, si os dejáramos actuar, vaciaríais las arcas antes incluso de que estuvieran llenas. ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Ten un poco de paciencia! Ya ves cómo vivo, conque tómate al menos el trabajo de agacharte a recoger una fortuna.
Hablaba con profundo desprecio de las impaciencias de escolar de su hermano. Se notaban, en sus frases rudas, ambiciones más elevadas, deseos de poder puro; aquel ingenuo apetito de dinero debía de parecerle burgués y pueril. Continuó con voz más suave, con una astuta sonrisa:
—Cierto que tus disposiciones son excelentes, y no tengo la menor intención de contrariarlas. Los hombres como tú son valiosísimos. Contamos con elegir nuestros mejores amigos entre los más famélicos. Vete, puedes estar tranquilo, tendremos mesa puesta y las hambres mayores se verán satisfechas. Sigue siendo todavía el método más cómodo para reinar… Pero, por favor, espera a que pongan el mantel y, hazme caso, tómate el trabajo de ir a buscar tú mismo tu cubierto en la antecocina.
Aristide seguía sombrío. Las amables comparaciones de su hermano no desfruncían su ceño. Entonces Eugéne cedió de nuevo a la cólera:
—¡Vaya! —exclamó—. Insisto en mi primera opinión: eres un bobo… ¡Eh! ¿Qué esperabas entonces, qué creías que iba a hacer con tu ilustre persona? Ni siquiera tuviste valor para acabar Derecho, te enterraste durante diez años en un miserable puesto de empleado de subprefectura, me llegas con una detestable reputación de republicano a quien sólo el golpe de Estado ha podido convertir… ¿Crees que tienes madera de ministro, con semejantes notas?… ¡Oh!, ya lo sé, tienes a tu favor tus feroces ganas de llegar por todos los medios posibles. Es una gran virtud, de acuerdo, y en consideración a ella te he metido en el ayuntamiento. —Y levantándose, puso el nombramiento en manos de Aristide—. Ten —continuó—, me lo agradecerás un día. Soy yo quien ha escogido el puesto, sé lo que puedes sacar de él… Sólo tendrás que mirar y escuchar. Si eres inteligente, comprenderás y actuarás… Y ahora retén bien lo que me queda por decirte. Entramos en una época en la cual son posibles todas las fortunas. Gana mucho dinero, te lo permito; sólo que nada de tonterías, nada de escándalos demasiado ruidosos, o te elimino.