—Me dijiste que buscase —dijo el empleado—: busqué y encontré.
Eugéne, despistado al principio, entrevió entonces la verdad. Y con una voz encantadora:
—Vaya, eres un tipo hábil… ¿Vienes a pedirme que sea testigo, verdad? Cuenta conmigo… Si es preciso, llevaré a tu boda a toda la derecha del Cuerpo legislativo; eso te daría una bonita notoriedad… —Después, cuando ya había abierto la puerta, en tono más bajo—: Dime… No quiero comprometerme demasiado en este momento, tenemos que hacer votar una ley muy dura… ¿No estará demasiado avanzado el embarazo, al menos?
Saccard le lanzó una mirada tan aguda que Eugéne se dijo al cerrar la puerta: «Ésa es una broma que me costaría cara, si yo no fuera un Rougon».
La boda se celebró en la iglesia de Sant-Louis-en-l'Île. Saccard y Renée sólo se vieron la víspera del gran día. La escena se desarrolló por la tarde, a la caída de la noche, en una sala baja del palacete Béraud. Se examinaron curiosamente. Renée, desde que se negociaba su matrimonio, había recobrado su facha de atolondrada, su cabecita loca. Era una muchacha alta, de una belleza exquisita y turbulenta, que había crecido libremente entre sus caprichos de interna. Encontró a Saccard bajito, feo, pero con una fealdad torturada e inteligente que no le desagradó; estuvo, por lo demás, perfecto de tono y de modales. El hizo una ligera mueca al verla; le pareció sin duda demasiado alta, más alta que él. Intercambiaron algunas palabras sin la menor cortedad. De haberse encontrado allí el padre, habría podido creer, en efecto, que se conocían desde hacía tiempo, que tenían a sus espaldas un desliz común. La tía Elisabeth, presente en la entrevista, se ruborizaba por ellos.
Al día siguiente de la boda, que la presencia de Eugéne Rougon, puesto en primer plano por un reciente discurso, convirtió en un acontecimiento en L'Île-Sant-Louis, los recién casados fueron admitidos por fin a la presencia del señor Béraud Du Châtel. Renée lloró al hallar a su padre envejecido, más serio y más tétrico. Saccard, a quien nada hasta entonces había desconcertado, se quedó helado por la frialdad y la media luz del aposento, por la severidad triste de aquel alto anciano, cuyos ojos penetrantes le parecía que hurgaban en su conciencia hasta el fondo. El ex magistrado besó lentamente a su hija en la frente, como para decirle que la perdonaba, y volviéndose hacia su yerno le dijo simplemente:
—Caballero, hemos sufrido mucho. Cuento con que nos haga usted olvidar sus agravios.
Le tendió la mano. Pero Saccard se quedó estremecido. Pensaba que si el señor Du Châtel no se hubiera doblegado bajo el dolor trágico de la vergüenza de Renée, habría desbaratado con una mirada, con un esfuerzo, las maniobras de Sidonie. Ésta, tras haber puesto en relación a su hermano y a tía Elisabeth, se había esfumado prudentemente. Ni siquiera había ido a la boda. Saccard se mostró muy llano con el anciano, tras haber leído en su mirada la sorpresa al ver al seductor de su hija bajito, feo, de cuarenta años. Los recién casados se vieron obligados a pasar las primeras noches en el palacete Béraud. Desde hacía dos meses, habían alejado a Christine, para que aquella niña de catorce años no sospechase nada del drama que se desarrollaba en aquella casa tranquila y dulce como un claustro. Cuando regresó, se quedó cohibida ante el marido de su hermana, a quien también ella encontró viejo y feo. Solamente Renée no parecía percatarse demasiado de la edad ni de la cara de garduña de su marido. Lo trataba sin desprecio y a la par sin cariño, con absoluta tranquilidad, en la que se traslucía sólo a veces una pizca de irónico desdén. Saccard se pavoneaba, se instalaba como en casa propia, y realmente, por su labia, por su llaneza, iba ganándose poco a poco la amistad de todos. Cuando se marcharon, para ir a ocupar un soberbio piso en una casa nueva de la calle de Rivoli, la mirada del señor Béraud Du Châtel ya no expresaba asombro, y la pequeña Christine jugaba con su cuñado como con un amigo de su edad. Renée estaba entonces encinta de cuatro meses; su marido iba a enviarla al campo, contando con mentir después sobre la edad del niño, cuando, según las previsiones de Sidonie, tuvo un aborto. Se había ceñido tanto para disimular el embarazo, el cual por lo demás desaparecía bajo la amplitud de las faldas, que se vio obligada a guardar cama unas semanas. Él estuvo encantado con el accidente; la fortuna le era por fin fiel: había hecho un negocio de oro, una dote soberbia, una mujer tan guapa como para que le condecoraran en seis meses, y ni la menor carga. Le habían comprado por doscientos mil francos su apellido para un feto que la madre ni siquiera quiso ver. A partir de entonces, pensó con amor en los terrenos de Charonne. Pero, por el momento, concedía toda su atención a una especulación que debía ser la base de su fortuna.
Pese a la gran posición de la familia de su mujer, no presentó inmediatamente la dimisión como inspector de vías públicas. Habló de trabajos por terminar, de ocupaciones que buscar. En realidad, quería quedarse hasta el final en el campo de batalla donde jugaba su primera baza. Estaba en su casa, podía trampear más a sus anchas.
El plan de fortuna del inspector de vías era sencillo y práctico. Ahora que tenía en sus manos más dinero del que nunca había soñado para comenzar sus operaciones, contaba con aplicar sus designios a lo grande. Conocía París al dedillo; sabía que la lluvia de oro que edificaba sus muros caería más recia cada día. La gente hábil no tenía más que abrir los bolsillos. Él se había situado entre los hábiles, al leer el futuro en los despachos del ayuntamiento. Sus funciones le habían enseñado cuánto se puede robar en la compraventa de inmuebles y solares. Estaba al tanto de todos los timos clásicos; sabía cómo se revende por un millón lo que ha costado quinientos mil francos; cómo se paga el derecho de forzar las arcas del Estado, que sonríe y cierra los ojos; cómo, haciendo pasar un bulevar por el centro de un viejo barrio, se hacen juegos malabares, entre los aplausos de los engañados, con las casas de seis pisos. Y lo que, en esa hora aún confusa, cuando el cáncer de la especulación estaba sólo en período de incubación, hacía de él un terrible jugador era que adivinaba más que sus propios jefes el futuro de sillares y de yeso que le estaba reservado a París. Había huroneado tanto, reunido tantos indicios, que habría podido profetizar el espectáculo que ofrecerían los nuevos barrios en 1870. En las calles, a veces, miraba ciertas casas con aire singular, como a viejas amistades cuya suerte, conocida sólo por él, le afectara profundamente.
Dos meses antes de la muerte de Angèle la había llevado, un domingo, a la Butte Montmartre
[8]
. La pobre mujer adoraba comer en el restaurante; era feliz cuando, tras un largo paseo, él la sentaba a la mesa en alguna taberna de las afueras. Aquel día cenaron en lo alto de la Butte, en un restaurante cuyas ventanas daban sobre París, sobre ese océano de casas con tejados azulados, semejantes a olas apresuradas que llenaban el inmenso horizonte. Su mesa estaba situada delante de una de las ventanas. Aquel espectáculo de los tejados de París alegró a Saccard. A los postres, mandó traer una botella de borgoña. Sonreía al espacio, estaba de una galantería inusitada. Y sus miradas, amorosamente, volvían a caer siempre sobre aquel mar vivo y pululante, de donde salía la voz profunda de las multitudes. Estaban en otoño; la ciudad, bajo el gran cielo pálido, languidecía, de un gris suave y tierno, salpicado acá y allá por oscuras frondas, que parecían anchas hojas de nenúfares nadando en un lago; el sol se ponía en una nube roja, y mientras los fondos se llenaban de una bruma ligera, un polvo de oro, un rocío de oro caía sobre la orilla derecha de la ciudad, hacia la Madeleine y las Tullerías. Era como el rincón encantado de una ciudad de las
Mil y una noches
, con árboles de esmeralda, tejados de zafiro, veletas de rubíes. Llegó un momento en que el rayo que se deslizaba entre dos nubes fue tan resplandeciente que las casas parecieron llamear y fundirse como un lingote de oro en un crisol.
—¡Oh, mira! —dijo Saccard, con una risa infantil—. ¡Llueven monedas de veinte francos sobre París!
Angèle se echó a reír a su vez, acusando a aquellas monedas de no ser fáciles de recoger. Pero su marido se había levantado y, acodándose en la barandilla de la ventana:
—¿Es la columna Vendôme, no, la que brilla allá abajo?… Allí, más a la derecha, tienes la Madeleine… Un hermoso barrio, donde hay mucho que hacer… ¡Ah!, esta vez va a arder todo. ¿Ves?… Se diría que el barrio hierve en el alambique de algún químico.
Su voz se volvía grave y emocionada. La comparación que se le había ocurrido pareció impresionarlo mucho. Había bebido borgoña, se distrajo, continuó, extendiendo el brazo para mostrar París a Angèle, que se había acodado igualmente, a su lado:
—Sí, sí, he dicho bien, más de un barrio va a fundirse, y quedará oro entre los dedos de la gente que caliente y revuelva la cuba. ¡Qué inocentón, este París! ¡Mira lo inmenso que es y cómo se duerme dulcemente! ¡Son idiotas, estas grandes ciudades! Ni siquiera sospecha el ejército de piquetas que la atacará un día de éstos, y ciertos palacetes de la calle de Anjou no relucirían tan fuerte bajo el sol poniente si supieran que sólo les quedan tres o cuatros años de vida.
Angèle creía que su marido bromeaba. A veces tenía afición a bromas colosales e inquietantes. Ella reía, pero con un vago pavor, al ver a aquel hombrecito alzarse por encima del gigante acostado a sus pies, y enseñarle el puño, apretando irónicamente los labios.
—Han empezado ya —continuó—. Pero es sólo una miseria. Mira allá abajo, por el lado de Les Halles, se ha cortado París en cuatro…
Y con su mano extendida, abierta y cortante como un machete, hizo el ademán de separar la ciudad en cuatro partes.
—¿Te refieres a la calle de Rivoli y al nuevo bulevar que están abriendo? —preguntó su mujer.
—Sí, el gran crucero de París, como dicen ellos
[9]
. Despejan el Louvre y el ayuntamiento. ¡Un juego de niños! Es bueno para que al público le entre el apetito… Cuando la primera red esté terminada, entonces comenzará el gran baile. La segunda red agujereará la ciudad por todas partes, para unir los arrabales con la primera red. Los ramales agonizarán en el yeso… Fíjate, sigue mi mano. Del bulevar de Le Temple a la barrera de Le Trône
[10]
, un corte; después, por este lado, otro corte, de la Madeleine al llano de Monceau, y un tercer corte en este sentido, otro por aquí, un corte allá, un corte más lejos, cortes por todas partes, París troceada a sablazos, con las venas abiertas, alimentando a cien mil cavadores y albañiles, cruzada por admirables vías estratégicas que meterán los fuertes en el corazón de los viejos barrios.
Se hacía de noche. Su mano seca y nerviosa seguía cortando en el vacío. Angèle sentía un leve temblor, ante aquel cuchillo vivo, aquellos dedos de hierro que troceaban sin piedad el montón sin límites de oscuros tejados. Desde hacía un instante, las brumas del horizonte rodaban suavemente desde las alturas, y ella se imaginaba oír, bajo las tinieblas que se agolpaban en las cavidades, lejanos crujidos, como si la mano de su marido hubiera hecho realmente los cortes de que hablaba, reventando París de una punta a otra, rompiendo las vigas, aplastando los sillares, dejando tras sí largas y espantosas heridas de muros ruinosos. La pequeñez de esa mano, ensañándose con una presa gigante, acababa por inquietar, y mientras desgarraba sin esfuerzo las entrañas de la enorme ciudad, hubiérase dicho que adquiría un extraño reflejo de acero, en el crepúsculo azulado.
—Habrá una tercera red —continuó Saccard, al cabo de un silencio, como hablando consigo mismo—; ésa es demasiado remota, la veo menos. No he encontrado más que unos cuantos indicios… Pero será la pura locura, el galope infernal de los millones, ¡París borracho y agotado!
Enmudeció de nuevo, los ojos clavados ardientemente en la ciudad, sobre la cual rodaban sombras cada vez más espesas. Debía de interrogar a aquel futuro demasiado alejado que se le escapaba. Luego anocheció, la ciudad se volvió confusa, se la oyó respirar anchamente, como un mar en el que no se ve sino la pálida cresta de las olas. Aquí y allá, algunos muros blanqueaban aún; y, una por una, las llamas amarillas de los faroles de gas pincharon las tinieblas, semejantes a estrellas encendiéndose en la negrura de un cielo de tormenta.
Angèle sacudió su malestar y recogió la broma que su marido había gastado a los postres.
—¡Qué bien! —dijo con una sonrisa—. ¡Han caído muchas de esas monedas de veinte francos! Ahí tienes a los parisienses contándolas. ¡Mira qué hermosas pilas alinean a nuestros pies!
Mostraba las calles que descendían frente a la Butte Montmartre, cuyos faroles de gas parecían apilar en dos filas sus manchas de oro.
—Y allá arriba —exclamó, designando con el dedo un hormigueo de astros— es seguramente la Caja general.
Esta frase hizo reír a Saccard. Se quedaron todavía unos instantes en la ventana, encantados con aquel chorreo de «monedas de veinte francos», que acabó por abarcar París entero. El inspector de vías, al bajar de Montmartre, se arrepintió sin duda de haber parloteado tanto. Acusó al borgoña y rogó a su mujer que no repitiera las «tonterías» que había dicho; quería, le decía, ser un hombre serio.
Saccard, desde hacía tiempo, había estudiado aquellas tres redes de calles y bulevares, cuyo plan se había aventurado a exponer casi exactamente delante de Angèle. Cuando ésta murió, no le desagradó que se llevara a la tierra sus charlas de la Butte Montmartre. Allí estaba su fortuna, en aquellos famosos cortes que su mano había hecho en el corazón de París, y no pensaba compartir su idea con nadie, sabiendo que el día del botín habría bastantes cuervos planeando por encima de la ciudad destripada. Su primer plan era adquirir a buen precio algún inmueble, que sabría de antemano condenado a una próxima expropiación, y obtener grandes beneficios, consiguiendo una buena indemnización. Quizá se hubiera decidido a intentar la aventura sin un céntimo, a comprar el inmueble a crédito para no cobrar a continuación más que la diferencia, como en la Bolsa, cuando volvió a casarse, con aquella prima de doscientos mil francos que fijó y agrandó su plan. Ahora había hecho sus cálculos: compraba a su mujer, bajo el nombre de un intermediario, sin aparecer en lo más mínimo, la casa de la calle de la Pépinière, y triplicaba su reserva de fondos, gracias a la ciencia adquirida en los pasillos del ayuntamiento, y a sus buenas relaciones con ciertos personajes influyentes. Si se había estremecido cuando la tía Elisabeth le había indicado el lugar donde se encontraba la casa, es porque estaba situada justo en el centro del trazado de una vía de la que sólo se hablaba aún en el despacho del prefecto del Sena. Esa vía se la llevaba entera el bulevar Malesherbes. Era un antiguo proyecto de Napoleón I que se pensaba poner en ejecución, «para dar —decían las personas serias—, una salida normal a barrios perdidos tras un dédalo de calles estrechas, sobre los declives de los collados que limitaban París». Esta frase oficial no confesaba naturalmente el interés que el Imperio tenía en el baile del dinero, en esos desmontes y terraplenes formidables que mantenían en vilo a los obreros. Saccard se había permitido, un día, consultar, en el despacho del prefecto, ese famoso plano de París en el cual «una augusta mano» había trazado con tinta roja las principales vías de la segunda red. Aquellos sangrientos rasgos de pluma cortaban París aún más profundamente que la mano del inspector de vías. El bulevar Malesherbes, que derribaba soberbios palacetes, en las calles de Anjou y de la Ville-ľEvêque, y que requería considerables trabajos de explanación, debía ser uno de los primeros en ser perforado. Cuando Saccard fue a visitar el inmueble de la calle Pépinière, se acordó de aquella velada de otoño, de aquella cena que había tenido con Angèle en lo alto de la Butte Montmartre, y durante la cual había caído, al ponerse el sol, una lluvia tan recia de luises de oro sobre el barrio de la Madeleine. Sonrió; pensó que la radiante nube había reventado en su casa, en su patio, y que iba a recoger las monedas de veinte francos.