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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La jauría (13 page)

BOOK: La jauría
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—¡Ah, se me olvidaba, querido colega! —dijo el barón con una sonrisa—, me marcho en seguida al campo. Sería usted muy amable si fuera a hacer sin mí esa investigacioncita… Y sobre todo no me traicione, esos señores se quejan de que me tomo demasiadas vacaciones.

—Quédese tranquilo —respondió el señor Toutin-Laroche—, ahora mismo voy a la calle de la Pépinière.

Regresó tranquilamente a su casa, con una pizca de admiración por el barón, que resolvía tan bonitamente las situaciones delicadas. Conservó el legajo en su bolsillo y, en la siguiente sesión, declaró, con tono perentorio, en nombre del barón y en el suyo, que entre la oferta de quinientos mil francos y la demanda de setecientos mil francos, había que adoptar un término medio y conceder seiscientos mil francos. No hubo la menor oposición. El miembro de la calle de Astorg, que sin duda había reflexionado dijo con gran llaneza que se había equivocado: creía que se trataba de la casa contigua.

Fue así como Aristide Saccard obtuvo su primera victoria. Cuadruplicó sus fondos y ganó dos cómplices. Sólo una cosa le inquietaba; cuando quiso destruir los famosos libros de Sidonie, no los encontró. Corrió a ver a Larsonneau, quien le confesó abiertamente que los tenía él, en efecto, y que los conservaba. El otro no se enfadó; pareció decir que sólo se había inquietado por su querido amigo, mucho más comprometido que él por aquellas cuentas casi enteramente de su puño y letra, pero que ya estaba tranquilo, desde el momento en que se hallaban en su poder. En el fondo, hubiera estrangulado de buena gana al «querido amigo»; recordaba una pieza muy comprometedora, un inventarío falso, que había cometido la tontería de redactar, y que debía de haberse quedado en uno de los registros. Larsonneau, generosamente pagado, fue a montar una agencia de negocios en la calle de Rivoli, donde puso unas oficinas amuebladas con el lujo de un piso de fulana. Saccard, tras haber dejado el ayuntamiento, pudo poner en circulación unos fondos considerables y se lanzó a la especulación a ultranza, mientras Renée, embriagada, loca, llenaba París con el ruido de sus carruajes, el brillo de sus diamantes, el vértigo de su vida adorable y bulliciosa.

A veces, el marido y la mujer, esas dos cálidas fiebres del dinero y del placer, iban a las nieblas heladas de ĽÎle-Saint-Louis. Les parecía que entraban en una ciudad muerta.

El palacete Béraud, construido a comienzos del siglo XVII, era una de esas edificaciones cuadradas, negras y graves, de estrechas y altas ventanas, numerosas en el Marais, y que se alquilan a internados, a fabricantes de agua de Seltz, a almacenistas de vinos y licores. Sólo que estaba admirablemente conservado. Por la calle Saint Louis-en-ľIlle no tenía más que tres pisos, pisos de quince a veinte pies de altura. La planta baja, más achatada, estaba agujereada por ventanas provistas de enormes barras de hierro, que se hundían lúgubremente en el sombrío espesor de los muros, y por una puerta redondeada, casi tan alta como ancha, con aldabón de hierro, pintada de verde oscuro y guarnecida de clavos enormes que dibujaban estrellas y rombos en las dos hojas. Esta puerta era típica, con los guardacantones que la flanqueaban, medio caídos y ampliamente ceñidos de hierro. Se veía que antiguamente se había dejado sitio para el lecho de un arroyo en medio de la puerta, entre las leves pendientes del empedrado del portal; pero el señor Béraud se había decidido a tapar ese arroyo mandando asfaltar la entrada; fue, por lo demás, el único sacrificio a los arquitectos modernos que aceptó nunca. Las ventanas de los pisos estaban guarnecidas por delgadas barandillas de hierro forjado que dejaban ver los postigos colosales de fuertes maderas pardas y cristalitos verdosos. En lo alto, delante de las buhardillas, el tejado se interrumpía, el canalón continuaba solo su camino para conducir las aguas pluviales a los tubos de bajada. Y lo que aumentaba aún la desnudez austera de la fachada era la carencia absoluta de persianas y celosías, pues el sol no llegaba en ninguna estación a esas piedras pálidas y melancólicas. Esta fachada, con su aire venerable, su severidad burguesa, dormía solemnemente en el recogimiento del barrio, en el silencio de la calle apenas turbado por los carruajes.

En el interior del hotel, se encontraba un patio cuadrado, rodeado por arcadas, una copia en pequeño de la plaza Real
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, enlosada con enormes adoquines, lo cual acababa de dar a esta casa muerta la apariencia de un claustro. Frente al portal, una fuente, una cabeza de león semiborrada, y de la que no se veían sino las fauces entreabiertas, arrojaba, por un tubo de hierro, un agua pesada y monótona, en un pilón verde de musgo, pulido en los bordes por el desgaste. Esta agua era glacial. Entre los adoquines crecían hierbas. En verano, una pizquita de sol bajaba al patio, y esta visita poco frecuente había blanqueado una esquina de la fachada, al sur, mientras que los otros tres lienzos, sombríos y negruzcos, estaban veteados de mohos. Allí, en el fondo de este patio fresco y mudo como un pozo, iluminado con una luz blanca en invierno, uno se hubiera creído a mil leguas de aquel nuevo París donde llameaban todos los cálidos disfrutes, entre el bullicio de los millones.

Los aposentos del hotel tenían la triste calma, la fría solemnidad del patio. Comunicados por una ancha escalera con barandilla de hierro, donde los pasos y la tos de los visitantes sonaban como bajo una bóveda de iglesia, se extendían en largas hileras de vastas y altas estancias, en las cuales se perdían viejos muebles, de madera oscura y rechoncha; y la media luz estaba poblada sólo por los personajes de los tapices, cuyos grandes cuerpos descoloridos se distinguían vagamente. Todo el lujo de la antigua burguesía parisiense estaba allí, un lujo sin posible desgaste y sin blandura, asientos cuyo roble está apenas recubierto por un poco de estopa, camas de telas rígidas, arcones de ropa en los que la rudeza de las tablas comprometía singularmente la frágil existencia de los trajes modernos. El señor Béraud Du Châtel había elegido sus aposentos en la parte más oscura del palacete, entre la calle y el patio, en el primer piso. Se encontraba allá en un maravilloso marco de recogimiento, de silencio y de sombra. Cuando empujaba las puertas, cruzando la solemnidad de las estancias, con su paso lento y grave, se le hubiera tomado por uno de esos miembros de los viejos parlamentos, cuyos retratos se veían colgados en las paredes, que regresara a casa muy pensativo, tras haber discutido un edicto real y haberse negado a firmarlo.

Pero en esta casa muerta, en este claustro, había un nido cálido y vibrante, un hueco de sol y de alegría, un rincón de adorable infancia, de aire libre, de luz amplia. Había que subir multitud de escaleritas, deslizarse a la largo de diez a doce pasillos, volver a bajar, subir de nuevo, hacer un auténtico viaje, y se llegaba por fin a una vasta habitación, una especie de mirador edificado sobre el tejado, detrás del palacete, sobre el muelle de Béthune. Daba a pleno sur. La ventana se abría tan grande que el cielo, con todos sus rayos, con todo su aire, con todo su azul, parecía entrar. Encaramada allí como un palomar, tenía largas cajas de flores, una inmensa pajarera, y ni un solo mueble. Habían extendido simplemente una estera sobre las baldosas. Era el «cuarto de las niñas». En todo el palacete lo conocían, lo designaban por ese nombre. La casa era tan fría, el patio tan húmedo, que tía Elisabeth había temido por Christine y Renée el soplo fresco que caía de los muros; innumerables veces había regañado a las chiquillas que corrían bajo las arcadas y disfrutaban metiendo los bracitos en el agua helada de la fuente. Entonces se le había ocurrido la idea de mandar disponer para ellas aquel desván perdido, el único rincón donde el sol entraba y se regocijaba, solitario, desde hacía casi dos siglos, entre telarañas. Les dio una estera, pájaros, flores. Las chiquillas estuvieron entusiasmadas. Durante las vacaciones, Renée vivía allí, en el baño amarillo de aquel grato sol, que parecía feliz con el arreglo que habían hecho en su retiro y con las dos cabezas rubias que le enviaban. El cuarto se convirtió en un paraíso, todo resonante con el canto de los pájaros y la cháchara de las crías. Se lo habían cedido en plena propiedad. Decían «nuestro cuarto»; estaban en su casa; llegaban hasta encerrarse con llave para probar que eran las únicas dueñas. ¡Qué dichoso rincón! Juguetes destrozados agonizaban sobre la estera, en el sol claro.

Y la gran alegría del cuarto de las niñas era también el vasto horizonte. Desde las otras ventanas sólo se veían, enfrente, muros negros, a unos cuantos pies. Pero desde ésta se divisaba todo ese trozo de Sena, todo ese trozo de París que se extiende desde la Cité hasta el puente de Bercy, llano e inmenso, y que se parece a alguna original ciudad de Holanda. Abajo, en el muelle de Béthune, había casuchas de madera semiderruidas, amontonamientos de vigas y de tejados reventados, entre los cuales las niñas se divertían a menudo viendo correr enormes ratas, que temían vagamente que treparan a lo largo de los altos muros. Pero, más allá comenzaba el hechizo. La estacada
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, escalonando sus tablones, sus contrafuertes de catedral gótica, y el puente de Constantino
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, ligero, balanceándose como un encaje bajo los pies de los transeúntes, se cortaban en ángulo recto, parecían interceptar y retener la masa enorme del río. Enfrente, los árboles del Mercado de Vinos, y más lejos los macizos del Jardín Botánico, verdeaban, se extendían hasta el horizonte; mientras que, al otro lado del agua, el muelle Henri VI el muelle de La Rapée alineaban sus construcciones bajas y desiguales, su hilera de casas que, desde arriba, parecían las casitas de madera y de cartón que las chiquillas tenían en cajas. Al fondo, a la derecha, el tejado pizarroso de La Salpêtriére azuleaba por encima de los árboles. Después, en el medio, descendiendo hasta el Sena, las anchas riberas adoquinadas formaban dos largos caminos grises manchados aquí y allá por el jaspeado de una fila de toneles, de una carreta enganchada, de un barco de madera o de carbón volcado en el suelo. Pero el alma de todo esto, el alma que llenaba el paisaje, era el Sena, el río vivo; venía de lejos, del borde vago y tembloroso del horizonte, salía de allá abajo, del sueño, para correr en derechura hacia las niñas, con su majestad tranquila, con su hinchazón poderosa, que se dilataba, se ensanchaba en alfombra, a sus pies, en la punta de la isla. Los dos puentes que lo cortaban, el puente de Bercy y el puente de Austerlitz, parecían interrupciones necesarias, encargadas de contenerlo, de impedirle que subiera hasta el cuarto. Las pequeñas amaban al gigante, se llenaban los ojos con su corriente colosal, con aquel eterno raudal rugiente que corría hacía ellas, como para alcanzarlas, y que sentían hendirse y desaparecer a derecha y a izquierda, en lo desconocido, con una dulzura de tirano domado. En los días de buen tiempo, en las mañanas de cielo azul, se quedaban fascinadas con los preciosos trajes del Sena; eran trajes cambiantes que pasaban del azul al verde, con mil tintas de una delicadeza infinita; daba la impresión de ser seda moteada de llamas blancas, con encañonados de satén; y los barcos que se resguardaban en las dos orillas lo bordeaban con una cinta de terciopelo negra. A lo lejos, sobre todo, la tela se volvía admirable y valiosa, como la gasa encantada de una túnica de hada; después de la faja de satén verde oscuro, con la que la sombra de los puentes ceñía el Sena, había pecheras de oro, paños de una tela plisada del color del sol. El cielo inmenso, sobre aquella agua, aquellas filas bajas de casas, aquellos verdores de los dos parques, se ahondaba.

A veces Renée, harta de este horizonte sin límites, ya mayorcita y con curiosidades carnales traídas del internado, echaba un vistazo a la escuela de natación de los Baños Petit, cuyo barco se encuentra amarrado en la punta de la isla. Trataba de ver, entre la flotante ropa interior colgada de cordeles a modo de techo, a los hombres en bañador cuyos vientres desnudos divisaba.

Capítulo 3

Maxime estuvo en el colegio de Plassans hasta las vacaciones de 1854. Contaba trece años y unos meses, y acababa de terminar tercero. Fue entonces cuando su padre se decidió a hacerlo venir a París. Pensaba que un hijo de esa edad lo asentaría, lo instalaría definitivamente en su papel de viudo, casado en segundas nupcias, rico y serio. Cuando anunció su proyecto a Renée, con respecto a la cual se las daba de suma galantería, ella le respondió negligentemente:

—Eso es, mande venir al chiquillo… Nos distraerá un poco. Por las mañanas, una se aburre mortalmente.

El chiquillo llegó diez días después. Era ya un gran galopín delgaducho, de carita de niña, pinta delicada y descarada, de un rubio muy suave. Pero ¡estaba hecho un adefesio, Dios mío! Rapado hasta las orejas, con el pelo tan corto que la blancura del cráneo apenas se encontraba cubierta por una leve sombra, llevaba un pantalón demasiado corto, zapatos de carretero, una blusa espantosamente raída, demasiado ancha, y que lo hacía casi jorobado. Con semejantes trazas, sorprendido por las cosas nuevas que veía, miraba a su alrededor, sin timidez, por otra parte, con el aire salvaje y taimado de un niño precoz, que vacila en entregarse a la primera.

Un criado acababa de traerlo de la estación, y estaba en la gran sala, encantado por el oro del mobiliario y del techo, profundamente feliz de ese lujo en medio del cual iba a vivir, cuando Renée, que volvía de su modista, entró como una ráfaga de viento. Tiró el sombrero y la capa blanca que se había echado sobre los hombros para protegerse del frío ya vivo. Y apareció ante Maxime, estupefacto de admiración, en todo el esplendor de su maravilloso vestido.

El niño creyó que iba disfrazada. Llevaba una deliciosa falda de falla azul, de grandes volantes, sobre la cual se había puesto una especie de casaca de la guardia francesa, de seda gris tierno. Los faldones de la casaca, forrada de satén azul más oscuro que la falla de la falda, estaban graciosamente levantados y recogidos por lazos de cintas; las bocamangas de las mangas lisas, las grandes solapas del cuerpo se ensanchaban, guarnecidas del mismo satén. Y como gracia suprema, como arriesgada pizca de originalidad, grandes botones imitación zafiro, sujetos con lazadas azul claro, bajaban a lo largo de la casaca, en dos hileras. Era feo y adorable.

Cuando Renée vio a Maxime:

—¿Es el pequeño, verdad? —le preguntó al criado, sorprendida al verlo casi tan alto como ella.

El niño la devoraba con los ojos. Aquella dama de piel tan blanca, cuyo pecho se distinguía por el escote de una blusa plisada, aquella aparición brusca y encantadora, con su peinado alto, sus finas manos enguantadas, sus botitas de hombre, cuyos tacones puntiagudos se hundían en la alfombra, lo arrobaba, le parecía el hada buena de aquel piso tibio y dorado. Empezó a sonreír, y la sonrisa fue lo bastante torpe para conservarle su gracia de chiquillo.

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