La jauría (30 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Cuando tantearon a Maxime al respecto, experimentó cierto embarazo. Louise le divertía, la dote lo tentaba aún más. Dijo que sí, aceptó todas las fechas que Saccard quiso, para evitarse el fastidio de una discusión. Pero, en el fondo, se confesaba que, desgraciadamente, las cosas no se arreglarían con tanta facilidad. Renée no querría jamás; lloraría, haría escenas, era capaz de cometer cualquier disparate para escandalizar a París. Era muy desagradable. Ahora ella le daba miedo. Se lo comía con unos ojos inquietantes, lo poseía tan despóticamente que creía sentir sus uñas hundirse en su hombro, cuando colocaba en él su blanca mano. Su turbulencia se convertía en brusquedad, y había sonidos entrecortados en el fondo de sus risas. Él temía realmente que se volviera loca, una noche, entre sus brazos. En ella, los remordimientos, el temor a verse sorprendidos, las alegrías crueles del adulterio no se traducían, como en las otras mujeres, en lágrimas y postración, sino en una extravagancia aún mayor, en una necesidad de bullicio más irresistible. Y, en medio de su creciente enloquecimiento, se empezaba a oír un estertor, la avería de aquella adorable máquina que se estaba rompiendo.

Maxime esperaba pasivamente una ocasión que lo desembarazase de esta amante molesta. Decía de nuevo que habían hecho una tontería. Si su camaradería había introducido al principio en sus relaciones de enamorados una voluptuosidad más, hoy le impedía romper, como habría hecho, ciertamente, con cualquier otra mujer. No habría vuelto más; era su forma de poner fin a sus amores, para evitar todo esfuerzo y toda disputa. Pero se sentía incapaz de un estallido, y hasta cedía de buen grado aún a las caricias de Renée; ésta era maternal, pagaba por él, lo sacaría de apuros si algún acreedor se enfadaba. Después, la idea de Louise, la idea del millón de dote, volvía, le hacía pensar, incluso entre los besos de la joven, «que todo esto estaba bien, pero que no era serio, y que tendría que acabar de una vez».

Una noche, Maxime se quedó tan rápidamente sin un céntimo, en casa de una dama donde con frecuencia se jugaba hasta el amanecer, que experimentó una de sus cóleras mudas de jugador con los bolsillos vacíos. Lo habría dado todo por poder arrojar aún unos cuantos luises sobre la mesa. Cogió su sombrero y, con el paso maquinal de un hombre empujado por una idea fija, fue al parque Monceau, abrió la pequeña verja, se encontró en el invernadero. Eran más de las doce. Renée le había prohibido ir esa noche. Ahora, cuando le cerraba su puerta, ya ni siquiera trataba de encontrar una explicación, y él sólo pensaba en aprovechar su día de permiso. Sólo recordó claramente la prohibición de la joven ante la puerta acristalada de la salita, que estaba cerrada. De ordinario, cuando Maxime iba a ir, Renée giraba de antemano la falleba de esa puerta.

—¡Bah! —pensó, viendo iluminada la ventana del tocador—, voy a silbar y bajará. No la molestaré; si tiene unos luises, me iré en seguida.

Y silbó suavemente. Con frecuencia, además, empleaba esa señal para anunciarle su llegada. Pero esa noche silbó inútilmente varias veces. Se obstinó, alzando el tono, sin querer desechar su idea de un préstamo inmediato. Por fin, vio la puerta acristalada abrirse con infinitas precauciones, sin que hubiera oído el menor ruido de pasos. En la media luz del invernadero apareció Renée, con el pelo suelto, apenas vestida, como si fuera a meterse en cama. Iba descalza. Lo empujó hacia una de las glorietas, bajando los peldaños pisando sobre la arena de los senderos, sin parecer notar el frío ni la rudeza del suelo.

—¡Es una idiotez silbar tan fuerte! —murmuró con cólera contenida—. Te había dicho que no vinieras. ¿Qué me quieres?

—¡Eh!, subamos —dijo Maxime, sorprendido por aquella acogida—. Te lo diré arriba. Vas a coger frío.

Pero, al dar un paso, ella lo retuvo, y él advirtió entonces que estaba horriblemente pálida. Un espanto mudo la encorvaba. Sus últimas prendas, los encajes de su ropa interior, colgaban como trágicos jirones sobre la piel estremecida.

Maxime la examinaba con creciente asombro.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?

E, instintivamente, alzó los ojos; miró, a través de los cristales del invernadero, la ventana del tocador donde había visto la luz.

—Hay un hombre contigo —dijo de repente.

—No, no, no es cierto —balbució ella, suplicante, azarada.

—Vamos, querida mía, veo la sombra.

Siguieron allí un instante, frente a frente, sin saber qué decirse. Los dientes de Renée castañeteaban de terror, y le parecía que arrojaban cubos de agua helada sobre sus pies descalzos. Maxime experimentaba mas irritación de lo esperado; pero seguía estando aún lo bastante desinteresado para reflexionar, para decirse que la ocasión era buena, y que iba a romper.

—No me harás creer que es Céleste que lleva un gabán —continuó—. Si los cristales del invernadero no fueran tan gruesos, quizás reconociera al caballero.

Ella lo empujó más profundamente en la oscuridad del follaje, diciendo, con las manos juntas, presa de un creciente terror:

—Maxime, por favor…

Pero toda la guasa del joven despertaba, una guasa feroz que pretendía vengarse. Era demasiado frágil para que la cólera lo aliviase. El despecho frunció sus labios, y, en lugar de pegarle, como al principio le había apetecido, aguzó la voz, prosiguió:

—Tendrías que habérmelo dicho, no habría venido a molestaros… No es nada del otro jueves el no amarse ya. Yo mismo empezaba a estar harto… Vamos, no te impacientes. Voy a dejarte subir, pero no antes de que me hayas dicho el nombre del caballero…

—Jamás, jamás! —murmuró la joven, que ahogaba sus lágrimas.

—No es para desafiarlo, es por saber… El nombre, dímelo en seguida, y me marcho. —Le había cogido las muñecas, la miraba, con su risa maligna. Y ella se debatía, enloquecida, sin querer despegar los labios, para que el nombre que él le preguntaba no pudiera escaparse—. Vamos a hacer ruido, no adelantarás nada. ¿De qué tienes miedo? ¿No somos buenos amigos?… Quiero saber quién me sustituye, estoy en mi derecho… Espera, te ayudaré. Es el señor De Mussy, cuyo dolor te ha conmovido. —Ella no respondió. Bajaba la cabeza ante semejante interrogatorio—. ¿No es el señor De Mussy?… Pues entonces el duque de Rozan. ¿Tampoco, de verdad?… ¿Quizás el conde de Chibray? ¿No es él?… —Se detuvo, buscó—. Diablos, no se me ocurre nadie más… No es mi padre, por lo que me has dicho…

Renée se estremeció, como bajo una quemadura, y sordamente:

—No, sabes muy bien que ya no viene. No habría aceptado yo, sería innoble.

—¿Quién, entonces?

Y le apretaba más fuerte las muñecas. La pobre mujer luchó aún unos instantes.

—¡Oh! ¡Maxime, si tú supieras!… Pero no puedo decir… —Después, vencida, anonadada, mirando con espanto la ventana iluminada—: Es el señor De Saffré —balbució bajito.

Maxime, a quien su juego cruel divertía, palideció extremadamente ante esta confesión que solicitaba con tanta insistencia. Se irritó del dolor inesperado que le causaba aquel nombre de varón. Rechazó violentamente las muñecas de Renée, acercándose, diciéndole en pleno rostro, con los dientes apretados:

—Mira, si quieres saberlo, ¡eres una…!

Dijo la palabra. Y se marchaba ya cuando ella corrió hacia él, sollozante, cogiéndolo en sus brazos, murmurando palabras tiernas, peticiones de perdón, jurándole que lo seguía adorando, y que al día siguiente le explicaría todo. Pero él se soltó, cerró violentamente la puerta del invernadero, respondiendo:

—¡Ah, no! Se acabó, estoy hasta las narices.

Ella se quedó aplastada. Lo miró cruzar el jardín. Le parecía que los árboles del invernadero giraban a su alrededor. Después, lentamente, arrastró sus pies descalzos por la arena de los senderos, subió los peldaños de la escalinata, con la piel amoratada por el frío, más trágica entre el desorden de sus encajes. Arriba, respondió a las preguntas de su marido, que la esperaba, que había creído recordar el sitio donde podía haber caído una libretita perdida esa mañana. Y, cuando estuvo acostada, experimentó de pronto una inmensa desesperación, al reflexionar que tendría que haberle dicho a Maxime que su padre, al regresar a casa con ella, la había seguido a su cuarto para hablar de un asunto de dinero.

Fue al día siguiente cuando Saccard se decidió a precipitar el desenlace del asunto de Charonne. Su mujer le pertenecía; acababa de sentirla dulce e inerte entre sus manos, como una cosa que se abandona. Por otra parte, se iba a decidir el trazado del bulevar del Príncipe Eugenio, era necesario que Renée se viera despojada antes de que se propagase la inminente expropiación. Saccard demostraba, en todo este asunto, un amor de artista; miraba madurar su plan con devoción, tendía sus trampas con los refinamientos de un cazador que pone toda su coquetería en atrapar hábilmente una pieza. Era, en él, una simple satisfacción de jugador diestro, de hombre que saborea con especial voluptuosidad la ganancia robada; quería tener los terrenos por un pedazo de pan, aun cuando le diera cien mil francos de joyas a su mujer, con la alegría del triunfo. Las operaciones más sencillas se complicaban en cuanto él se ocupaba de ellas, se convertían en dramas negros; él se apasionaba, habría apaleado a su padre por una moneda de cinco francos. Y a continuación distribuía el oro a manos llenas.

Pero, antes de obtener de Renée la cesión de su parte de la propiedad, tuvo la prudencia de ir a tantear a Larsonneau sobre las intenciones de chantaje que había olfateado en él. Su instinto lo salvó, en esta circunstancia. El agente de expropiaciones había creído, por su parte, que la fruta estaba madura y que podía cogerla. Cuando Saccard entró en el despacho de la calle de Rivoli encontró a su compinche trastornado, dando muestras de la más violenta desesperación.

—¡Ay, amigo mío! —murmuró, cogiéndole las manos—. Estamos perdidos… Iba a correr a su casa para ponernos de acuerdo, para salir de esta horrible aventura…

Mientras se retorcía los brazos y ensayaba un sollozo, Saccard observaba que estaba firmando cartas, en el momento de su entrada, y que las firmas tenían una claridad admirable. Lo miró tranquilamente, diciendo:

—¡Bah! ¿Qué es lo que nos pasa?

Pero el otro no respondió de inmediato; se había desplomado en su sillón, delante del escritorio, y allí, con los codos sobre el secante, la frente entre las manos, bamboleaba furiosamente la cabeza. Por fin, con voz ahogada:

—Me han robado el registro, ya sabe usted…

Y contó que uno de sus empleados, un canalla digno de presidio, le había sustraído gran número de expedientes, entre los cuales se encontraba el famoso registro. Lo peor era que el ladrón había comprendido el partido que podía sacar de esa pieza y quería revenderla por cien mil francos.

Saccard reflexionaba. El cuento le pareció demasiado burdo. Evidentemente, a Larsonneau le preocupaba poco, en el fondo, que lo creyera. Buscaba simplemente un pretexto para darle a entender que quería cien mil francos en el asunto de Charonne; e incluso, con esta condición, devolvería los papeles comprometedores que tenía entre sus manos. El trato le pareció demasiado gravoso a Saccard. De buena gana habría tenido en cuenta a su ex colega; pero aquel lazo tendido, aquella vanidad de tomarlo por un primo, le irritaban. Por otra parte, no dejaba de estar inquieto; conocía al personaje, sabía que era muy capaz de llevarle los papeles a su hermano el ministro, quien seguramente pagaría para ahogar el escándalo.

—¡Diablos! —murmuró, sentándose a su vez—. ¡Qué historia mas sucia!… ¿Se podría ver al canalla en cuestión?

—Voy a mandarlo buscar —dijo Larsonneau—. Vive aquí al lado, en la callejean Lantier.

Aún no habían transcurrido diez minutos cuando un joven bajito, bizco, de cabello pálido, la cara cubierta de pecas, entró despacho, evitando que la puerta hiciera ruido. Iba vestido con una mísera levita negra demasiado grande y horriblemente raída. Se quedó de pie, a respetuosa distancia, mirando a Saccard con el rabillo del ojo, tranquilamente. Larsonneau, que lo llamaba Baptistin, le hizo sufrir un interrogatorio, al cual respondió con monosílabos, sin turbarse en absoluto; y recibía con total indiferencia los nombres de ladrón, de estafador, de criminal, con que su patrón se creía en el deber de acompañar cada una de sus preguntas.

Saccard admiró la sangre fría de aquel infeliz. En cierto momento, el agente de expropiaciones se lanzó desde su sillón como para pegarle, y el otro se contentó con retroceder un paso, bizqueando con más humildad.

—Está bien, déjelo —dijo el financiero—. Entonces, caballero, ¿usted pide cien mil francos por devolver los papeles?

—Sí, cien mil francos —respondió el joven.

Y se marchó. Larsonneau parecía incapaz de calmarse.

—¿Eh? ¡Qué sinvergüenza! —balbució—. ¿Ha visto usted qué miradas más falsas?… Estos tipejos tienen pinta de tímidos, pero asesinarían a un hombre por veinte francos.

Pero Saccard lo interrumpió diciendo:

—¡Bah! No es tan terrible. Creo que podremos arreglarnos con él… Yo venía por un asunto mucho más inquietante… Tenía usted razón al desconfiar de mi mujer, mi querido amigo. Imagínese que vende su parte de la propiedad al señor Haffner. Necesita dinero, dice. Es su amiga Suzanne la que ha debido empujarla.

El otro cesó bruscamente de desesperarse; escuchaba, un poco pálido, acomodándose su cuello recto, al que había dado la vuelta, en su cólera.

—Esa cesión —continuó Saccard— es la ruina de nuestras esperanzas. Si el señor Haffner se convierte en consocio de usted, no solamente se verán comprometidos nuestros beneficios, sino que tengo un miedo horroroso a encontrarnos en una situación desagradabilísima con ese hombre meticuloso, que querrá examinar las cuentas.

El agente de expropiaciones se puso a andar con paso agitado, haciendo crujir sus botines de charol sobre la alfombra.

—Ya ve usted —murmuró— en qué situaciones se coloca uno por servir a la gente… Pero, querido mío, en su lugar, yo impediría rotundamente que mi mujer cometiera semejante tontería. Antes le pegaría.

—¡Ay, amigo mío!… —dijo el financiero con una fina sonrisa—. No tengo más poder sobre mi mujer que el que usted parece tener sobre ese bribón de Baptistin.

Larsonneau se detuvo en seco ante Saccard, que seguía sonriendo, y lo miró con aire profundo. Después reanudó su marcha de arriba abajo, pero con un paso lento y mesurado. Se acercó a un espejo, se subió el nudo de la corbata, caminó de nuevo, recobrando su elegancia. Y de repente:

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