Pero el tocador tenía un rincón delicioso, y era sobre todo ese rincón el que le daba fama. Frente a la ventana, los paños de la tienda se abrían y descubrían, al fondo de una especie de alcoba larga y poco profunda, una bañera, una pila de mármol rosa, hundida en el piso y cuyos bordes acanalados como los de una gran concha llegaban a ras de la alfombra. Se bajaba a la bañera por unos escalones de mármol. Encima de los grifos de plata, de cuello de cisne, un espejo veneciano, troquelado, sin marco, con dibujos esmerilados en el cristal, ocupaba el fondo de la alcoba. Cada mañana, Renée tomaba un baño de unos minutos. Ese baño llenaba para todo el día el tocador de humedad, de un olor a carne fresca y mojada. A veces, un frasco destapado, un jabón que había quedado fuera de su caja, ponían un aroma más violento en aquella languidez un poco sosa. A la joven le gustaba quedarse allí, hasta mediodía, casi desnuda. La tienda redonda, también, estaba desnuda. Aquella bañera rosa, aquellas mesas y jofainas rosa, aquella muselina del techo y las paredes, bajo la cual creía uno ver circular una sangre rosa, adoptaban redondeces de carne, redondeces de hombros y de senos; y, según la hora del día, se habría dicho la piel nevosa de una niña o la piel cálida de una mujer. Era una inmensa desnudez. Cuando Renée salía del baño, su cuerpo rubio no añadía sino un poco de rosa a toda la carne rosa de la habitación.
Fue Maxime el que desvistió a Renée. Entendía de eso, y sus ágiles manos adivinaban las horquillas, corrían alrededor de su talle con una ciencia innata. La despeinó, le quitó los diamantes, volvió a peinarla para la noche. Y como mezclaba con su oficio de camarera y peluquero bromas y caricias, Renée reía, con una carcajada ahogada, mientras la seda de su corpiño crujía y sus faldas se desataban una a una. Cuando se vio desnuda, sopló las velas del candelabro, cogió a Maxime por la cintura y casi lo arrastró al dormitorio. Aquel baile había acabado de embriagarla. En su fiebre, tenía conciencia del día transcurrido la víspera al amor de la lumbre, de ese día de estupor ardiente, de sueños vagos y risueños. Seguía oyendo dialogar las voces secas de Saccard y de Sidonie, gritando cifras, con gangueos de ujier. Eran personas que la abrumaban, que la empujaban al crimen. E incluso, a esa hora, cuando buscaba sus labios, en el fondo del gran lecho oscuro, seguía viendo a Maxime en medio del fuego de la víspera, mirándola con ojos que la quemaban.
El joven sólo se retiró a las seis de la mañana. Ella le dio la llave de la puertecita del parque Monceau, haciéndole jurar que volvería todas las noches. El tocador comunicaba con el salón botón de oro por una escalera de servicio escondida en el muro, y que unía todas las piezas de la torrecilla. Desde el salón, era fácil pasar al invernadero y llegar al parque.
Al salir con las primeras luces, entre una espesa niebla, Maxime estaba un poco aturdido por su buena suerte. La aceptó, por lo demás, con sus cortesías de ser neutro.
«¡Qué le vamos a hacer! —pensaba—, es ella quien lo quiere, a fin de cuentas… Está admirablemente bien formada; y tenía razón ella, es dos veces más divertida en la cama que Sylvia».
Se habían deslizado hacia el incesto desde el día en que Maxime, con su raída chaqueta de colegial, se había colgado del cuello de Renée, arrugando su casaca de la guardia francesa. Hubo, desde entonces, entre ellos, una larga perversión de todos los instantes. La extraña educación que la joven daba al niño; las familiaridades que hicieron de ellos dos compañeros; más adelante, la risueña audacia de sus confidencias; toda esa promiscuidad peligrosa acabó por unirlos con un lazo singular, en el que las alegrías de la amistad resultaban casi satisfacciones carnales. Se habían entregado el uno al otro desde hacía años; el acto brutal no fue sino la crisis aguda de esta inconsciente enfermedad de amor. En el mundo enloquecido en el cual vivían, su falta había crecido como bajo un estiércol fértil en jugos equívocos; se había desarrollado con extraños refinamientos, entre particulares condiciones de desenfreno. Cuando la gran calesa los llevaba al Bosque y rodaban suavemente a lo largo de las avenidas, contándose obscenidades al oído, buscando en su infancia las indecencias del instinto, eso no era sino una desviación y una satisfacción inconfesada de sus deseos. Se sentían vagamente culpables, como si se hubieran rozado con una caricia, e incluso ese pecado original, esa languidez de las conversaciones licenciosas que los cansaba con voluptuosa fatiga, les cosquilleaba aún más dulcemente que unos besos claros y positivos. Su camaradería fue así la marcha lenta de dos enamorados, que debía fatalmente conducirlos un día al reservado del Café Riche y a la gran cama gris y rosa de Renée. Cuando se encontraron uno en brazos del otro, no sintieron la sacudida de la culpa. Eran como unos viejos amantes, cuyos besos tenían remembranzas. Y acababan de perder tantas horas en un contacto de todo su ser, que hablaban a su pesar de aquel pasado lleno de ternuras ignorantes.
—¿Te acuerdas del día en que llegué a París? —decía Maxime—; ¡llevabas un traje muy gracioso! y, con mi dedo, tracé un ángulo sobre tu pecho, te aconsejé un escote en punta… Sentía tu piel bajo la blusa, y mi dedo se hundía un poco… Era estupendo…
Renée reía, besándolo, murmurando:
—Eras ya un viciosillo… ¡Cómo nos has divertido, en Worms, te acuerdas! Te llamábamos «nuestro hombrecito». Siempre he creído que la gorda de Suzanne se habría dejado perfectamente, si no la hubiese vigilado la marquesa con ojos furibundos.
—¡Ah!, sí, nos hemos reído a gusto… —murmuraba el joven—. El álbum de fotografías, ¿no?, y todo lo demás, nuestras compras por París, nuestras meriendas en la pastelería del bulevar; ya sabes, aquellos pastelillos de fresa que adorabas… Me acordaré siempre de aquella tarde en la que me contaste la aventura de Adeline, en el convento, cuando escribía cartas a Suzanne, y firmaba como un hombre: Arthur de Espanet, proponiéndole raptarla… —Los amantes se alegraban aún más con esta divertida historia; después Maxime continuaba con su voz mimosa—: Cuando venías a buscarme al colegio en tu coche, debíamos de resultar muy cómicos los dos… Yo desaparecía bajo tus faldas, de pequeño que era.
—Sí, sí —balbucía ella, con escalofríos, atrayendo al joven—, era estupendo, como tú dices… Nos amábamos sin saberlo, ¿verdad? Yo lo he sabido antes que tú. El otro día, al regresar del Bosque, rocé tu pierna, y me estremecí… Pero tú no te diste cuenta de nada, ¿eh? ¿No pensabas en mí?
—¡Oh, sí! —respondía él, un poco cortado—. Sólo que no sabía, ya comprendes… No me atrevía.
Mentía. La idea de poseer a Renée nunca se le había ocurrido claramente. La había rozado con todo su vicio sin desearla realmente. Era demasiado blando para ese esfuerzo. Aceptó a Renée porque ésta se le impuso, y resbaló hasta su lecho sin quererlo, sin preverlo. Cuando hubo rodado hasta allí, se quedó, porque estaba al calor, y porque se quedaba en el fondo de todos los agujeros donde caía. En los comienzos, incluso saboreó satisfacciones de amor propio. Era la primera casada que poseía. No pensaba que el marido era su padre.
Pero Renée aportaba a su falta todos los ardores de un corazón extraviado. También ella había resbalado por la pendiente. Sólo que no había rodado hasta el final como una carne inerte. El deseo se había despertado en ella demasiado tarde para combatirlo, cuando la caída resultaba fatal. Aquella caída se le apareció bruscamente como una necesidad de su hastío, como un goce raro y supremo, único que podía despertar sus sentidos cansados, su corazón herido. Fue durante aquel paseo otoñal, en el crepúsculo, cuando el Bosque se dormía, cuando se le ocurrió la vaga idea del incesto, semejante a un cosquilleo que le dejó a flor de piel un temblor desconocido; y, por la noche, en la semiembriaguez de la cena, bajo el azote de los celos, esa idea se precisó, se alzó ardientemente ante ella, en medio de las llamas del invernadero, frente a Maxime y Louise. En ese momento, quiso el mal, el mal que nadie comete, el mal que iba a llenar su existencia vacía y a meterla por fin en el infierno, al que seguía teniendo miedo, como cuando era niña. Después, al día siguiente, ya no quiso, por una extraña sensación de remordimiento y de cansancio. Le parecía que había pecado ya, que no era tan bueno lo que pensaba, y que sería verdaderamente demasiado sucio. La crisis debía ser fatal, llegar por sí misma, al margen de estos dos seres, de estos compañeros que estaban destinados a equivocarse un buen día, a acoplarse, creyendo darse un apretón de manos. Pero, después de aquella caída tan tonta, volvió a soñar su sueño de un placer sin nombre, y entonces cogió a Maxime entre sus brazos, curiosa de él, curiosa de las alegrías crueles de un amor que miraba como un crimen. Su voluntad aceptó el incesto, lo exigió, pretendió saborearlo hasta el fin, hasta los remordimientos, si es que llegaban. Fue activa, consciente. Amó con su arrebato de gran mundana, sus prejuicios inquietos de burguesa, todos los combates, las alegrías y los ascos de mujer que se ahoga en su propio desprecio.
Maxime regresó cada noche. Llegaba por el jardín, hacia la una. A menudo Renée lo esperaba en el invernadero, que él tenía que cruzar para llegar a la salita. Eran, por lo demás, de una impudicia perfecta, ocultándose apenas, olvidando las preocupaciones más clásicas del adulterio. Aquel rincón del palacete, cierto es, les pertenecía. Baptiste, el ayuda de cámara del marido, era el único que tenía derecho a entrar allí, y Baptiste, como hombre serio, desaparecía en cuanto su servicio había acabado. Maxime pretendía incluso, riendo, que se retiraba a escribir sus memorias. Una noche, no obstante, cuando él acababa de llegar, Renée se lo mostró cruzando solemnemente el salón, con una palmatoria en la mano. El alto criado, con su aspecto de ministro, iluminado por la luz amarilla de la cera, tenía, esa noche, un rostro más correcto y aún más severo que de costumbre. Asomándose, los dos amantes le vieron soplar su vela y dirigirse hacia las cuadras, donde dormían los caballos y los palafreneros.
—Hace su ronda —dijo Maxime.
Renée empezó a temblar. Baptiste la inquietaba de ordinario. A veces decía que era el único hombre honrado del palacete, con su frialdad, sus miradas que no se detenían nunca en los hombros de las mujeres.
Adoptaron entonces cierta prudencia para verse. Cerraban las puertas de la salita, y así podían disfrutar con toda tranquilidad de aquella sala, del invernadero y de las habitaciones de Renée. Era todo un mundo. Saborearon allí, durante los primeros meses, las alegrías más refinadas, las más delicadamente rebuscadas. Pasearon sus amores desde la gran cama gris y rosa del dormitorio a la desnudez rosa y blanca del tocador y a la sinfonía en amarillo menor de la salita. Cada pieza, con su olor particular, sus colgaduras, su vida propia, les daba una ternura diferente, hacía de Renée otra enamorada: fue delicada y bonita en su tálamo acolchado de gran dama, en medio de aquella habitación tierna y aristocrática, donde el amor adquiría un recogimiento de buen gusto; bajo la tienda de color carne, entre los perfumes y la languidez húmeda de la bañera, se mostró mujerzuela caprichosa y carnal, entregándose al salir del baño, y fue allí donde Maxime la prefirió; después, abajo, en la clara salida de sol de la salita, en medio de esa aurora amarillenta que doraba sus cabellos, se convirtió en diosa, con su cabeza de Diana rubia, sus brazos desnudos que tenían castas actitudes, su cuerpo puro, cuyas posturas, en los confidentes, encontraban líneas nobles de una gracia antigua. Pero había un lugar donde Maxime casi sentía miedo, y donde Renée sólo lo llevaba los días malos, los días en los que tenía necesidad de una embriaguez más acre. Entonces se amaban en el invernadero. Era allí donde saboreaban el incesto.
Una noche, en una hora de angustia, la joven había querido que su amante fuese a buscar una de sus pieles de oso negro. Después se habían acostado sobre aquella alfombra de tinta, al borde de un estanque, en el gran sendero circular. Fuera, helaba terriblemente, en un límpido claro de luna. Maxime había llegado temblando, con las orejas y los dedos helados. El invernadero se encontraba tan caldeado que él sufrió un desmayo, sobre la piel del animal. Entraba en una llama tan pesada, al salir de los pinchazos secos del frío, que experimentaba escozor, como si lo hubieran golpeado con varas. Cuando volvió en sí, vio a Renée arrodillada, inclinada, con los ojos fijos, una actitud brutal que le dio miedo. El pelo caído, los hombros desnudos, ella se apoyaba en los puños, con el espinazo arqueado, semejante a una gata de ojos fosforescentes. El joven, acostado de espaldas, vio, por encima de los hombros de aquella adorable bestia enamorada que lo miraba, la esfinge de mármol, cuyos muslos relucientes iluminaba la luna. Renée tenía la postura y la sonrisa del monstruo con cabeza de mujer, y, con sus faldas desatadas, parecía la hermana blanca de aquella diosa negra.
Maxime languidecía. El calor era sofocante, un calor oscuro, que no caía del cielo en lluvia de fuego, sino que se arrastraba por el suelo, como una exhalación malsana, y cuyo vaho ascendía, similar a una nube cargada de tormenta. Una cálida humedad cubría a los amantes de un rocío, de un sudor ardiente. Durante mucho tiempo, estuvieron sin gestos ni palabras, en aquel baño de llamas, Maxime, derribado e inerte, Renée, temblorosa sobre sus muñecas como sobre jarretes ágiles y nerviosos. Fuera, por los pequeños cristales del invernadero, se veían perspectivas del parque Monceau, grupos de árboles con finos festones negros, cuadros de césped blancos como lagos helados, todo un paisaje muerto, cuyas delicadezas y cuyos tonos claros y lisos recordaban rincones de grabados japoneses. Y aquel trozo de tierra ardiente, aquel tálamo inflamado donde los amantes se tendían, hervía extrañamente en medio de este gran frío mudo.
Tuvieron una noche de loco amor. Renée era el hombre, la voluntad apasionada y activa. Maxime se sometía. Aquel ser neutro, rubio y guapo, herido desde la infancia en su virilidad, se convertía, en los brazos curiosos de la joven, en una profesional perfecta, con sus miembros depilados, sus delgadeces graciosas de efebo romano. Parecía nacido y criado para una perversión de la voluptuosidad. Renée gozaba con su dominio, doblegaba bajo su pasión a aquella criatura en la cual el sexo seguía vacilando. Constituía para ella un continuo asombro del deseo, una sorpresa de los sentidos, una extraña sensación de malestar y de placer agudo. Ya no sabía; volvía con dudas sobre su piel fina, su cuello torneado, sus abandonos y sus desmayos. Experimentó entonces una hora de plenitud. Maxime, revelándole un estremecimiento nuevo, completó sus vestidos locos, su lujo prodigioso, su vida a ultranza. Puso en su carne la nota excesiva que cantaba ya en torno a ella. Fue el amante a juego con las modas y las locuras de la época. Aquel guapo chico, cuyas chaquetas mostraban sus frágiles formas, aquella chica fallida, que paseaba por los bulevares, con raya al medio, con risitas y sonrisas aburridas, resultó, en manos de Renée, una de esas liviandades de decadencia que, en ciertos momentos, en una nación podrida, agota una carne y perturba una inteligencia.