La jauría (36 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Renée, las mejillas rosadas, avanzaba a pasos vivos. Céleste había roto unas primeras mallas; afortunadamente, la joven, previendo el caso, se había preparado. Las mallas rasgadas la habían retrasado. Pareció preocuparse poco por su triunfo. Sus manos ardían, sus ojos brillaban de fiebre. No obstante, sonreía, respondía con frasecitas a los hombres que la paraban, la felicitaban por la pureza de sus actitudes en los cuadros plásticos. Dejó a sus espaldas un surco de fraques asombrados y encantados con la transparencia de su blusa de muselina. Cuando llegó al grupo de mujeres que rodeaban a Maxime levantó breves exclamaciones, y la marquesa se puso a mirarla de pies a cabeza, con aire tierno, murmurando:

—Está adorablemente bien formada.

La señora Michelin, cuyo disfraz de almea resultaba horriblemente pesado al lado de aquellas simples gasas, se mordía los labios, mientras Sidonie, apergaminada en su traje negro de maga, murmuraba a su oído:

—¡Es de lo más indecente! ¿Verdad, guapita mía?

—¡Pues sí! —dijo por fin la linda morena—. ¡El señor Michelin se enfadaría si yo me desnudara así!

—Y tendría toda la razón —concluyó la corredora.

La pandilla de los hombres serios no era de esta opinión. Se extasiaban desde lejos. El señor Michelin, a quien su mujer acusaba sin venir a cuento, se derretía para agradar al señor Toutin-Laroche y al barón de Couraud, a quienes la vista de Renée fascinaba. Felicitaron enormemente a Saccard por la perfección de las formas de su mujer. Él se inclinaba, se mostraba muy conmovido. La velada era buena para él, y de no haber sido por una preocupación que pasaba a veces por sus ojos, cuando lanzaba una mirada rápida a su hermana, habría parecido totalmente feliz.

—Oye, nunca nos había enseñado tanto —dijo con gracia Louise al oído de Maxime, señalándole a Renée con el rabillo del ojo. Se recobró y, con una sonrisa indefinible—: Por lo menos a mí.

El joven la miró, inquieto; pero ella continuaba sonriendo, divertida, como un escolar encantado con una broma un poco fuerte.

Se abrió el baile. Se había utilizado la tarima de los cuadros plásticos, colocando allí una pequeña orquesta, en la que dominaban los cobres; y los bugles, los cornetines, lanzaban sus notas claras al bosque ideal, a los árboles azules. Lo primero fue una cuadrilla:
Ah! il a des bottes, il a des bottes, Bastien
; que hacía por entonces las delicias de los bailes de candil. Las señoras bailaron. Las polcas, los valses, las mazurcas alternaron con las cuadrillas. El amplio balanceo de las parejas iba y venía, llenaba la larga galería, saltando bajo el azote de los metales, balanceándose con las oscilaciones de los violines. Los disfraces, aquel tropel de mujeres de todos los países y de todas las épocas, giraban, con un hormigueo, una mezcolanza de telas vivas. El ritmo, tras haber mezclado y arrastrado los colores, en un barullo cadencioso, devolvía bruscamente, en ciertos golpes de arco, la misma túnica de raso rosa, el mismo cuerpo de terciopelo azul, al lado del mismo frac. Después otro golpe de arco, unos toques de los cornetines, empujaban a las parejas, las hacían viajar en fila alrededor del salón, con movimientos oscilantes de barquilla a la deriva, bajo una ráfaga de viento que ha roto la amarra. Y siempre, sin fin, durante horas. A veces, entre dos bailes, una dama se acercaba a una ventana, sofocada, a respirar un poco de aire helado; una pareja descansaba en un confidente de la salita botón de oro, o bajaba al invernadero, daba lentamente una vuelta por los senderos. Bajo las glorietas de bejucos, en el fondo de la sombra tibia, donde llegaban los forte de los cornetines, en las cuadrillas de
Ohé! les p'tits agneaux
y de
J'ai un pied qui r'mue
, unas faldas, de las que sólo se veía el borde, soltaban risas lánguidas.

Cuando se abrió la puerta del comedor, transformado en buffet, con trincheros contra las paredes y una larga mesa en el centro, cargada de manjares fríos, se produjo un alud, un atropello. Un mozo alto y guapo, que había tenido la timidez de conservar el sombrero en la mano, se encontró tan violentamente pegado a la pared que el infeliz sombrero reventó con una sorda queja. Esto hizo reír a la gente. Se abalanzaban sobre los pasteles y las aves trufadas, clavándose los codos en las costillas, brutalmente. Era un auténtico saqueo, las manos se encontraban en medio de los manjares, y los lacayos no sabían a quién atender, en medio de aquella pandilla de hombres formales, con los brazos extendidos expresando el temor de llegar demasiado tarde y encontrar las bandejas vacías. Un viejo caballero se enfadó porque no había burdeos y el champán, aseguraba, le quitaba el sueño.

—Poco a poco, caballeros, poco a poco —decía Baptiste con su voz grave—. Habrá para todos.

Pero nadie le escuchaba. El comedor estaba lleno, y en la puerta aparecían fraques inquietos. Delante de los trincheros se instalaban grupos que comían deprisa, se empujaban. Muchos engullían sin beber, pues no habían podido echar mano a un vaso. Otros, por el contrario, bebían, corriendo inútilmente tras un pedazo de pan.

—Escuchen —dijo el señor Hupel de la Noue, a quien los Mignon y Charrier, hartos de mitología, habían arrastrado al buffet—, no tendremos nada si no hacemos causa común… En las Tullerías es mucho peor, y he adquirido cierta experiencia… Encárguense ustedes del vino, yo me encargo de la carne.

El prefecto acechaba una pierna de cordero. Alargó la mano, en el momento justo, en un claro entre los hombros, y se la llevó tranquilamente, tras haberse abarrotado los bolsillos de panecillos. Los contratistas volvieron por su lado, Mignon con una botella, Charrier con dos botellas de champán; pero sólo habían podido encontrar dos vasos; dijeron que no importaba, que ellos beberían en el mismo. Y aquellos señores cenaron en la esquina de una jardinera, al fondo de la estancia. Ni siquiera se quitaron los guantes, metían las lonchas de cordero en el pan, conservaban las botellas bajo el brazo. Y de pie, charlaban, con la boca llena, apartando la barbilla del chaleco, para que el jugo cayera en la alfombra.

Charrier, al acabar su vino antes que el pan, le preguntó a un criado si podría conseguir una copa de champán.

—¡Habrá que esperar, señor! —respondió encolerizado el sirviente, enloquecido, perdiendo la cabeza, olvidando que no estaba en la cocina—. Se han bebido ya trescientas botellas.

Mientras tanto, se oían las voces de la orquesta, que aumentaban, a bruscas ráfagas. Se bailaba la polca de los Besos, célebre en los bailes públicos, y en la cual cada bailarín tenía que marcar el ritmo besando a su pareja. La señora De Espanet apareció en la puerta del comedor, colorada, un poco despeinada, arrastrando, con encantadora lasitud, su gran traje de Plata. Casi nadie se apartaba, ella se veía obligada a insistir a codazos para abrirse paso. Dio una vuelta a la mesa, vacilante, con un mohín en los labios. Después fue derecha hacia el señor Hupel de la Noue, que había acabado y se secaba la boca con su pañuelo.

—¿Sería usted tan amable, caballero —le dijo con una adorable sonrisa—, de encontrarme una silla? He dado en vano la vuelta a la mesa…

El prefecto le guardaba rencor a la marquesa, pero su galantería no vaciló; se ajetreó, encontró la silla, instaló a la señora De Espanet y se quedó a su espalda, para servirla. No quiso más que unas cuantas gambas, con un poco de mantequilla, y dos deditos de champán. Comía con muecas delicadas, en medio de la glotonería de los hombres. La mesa y las sillas estaban reservadas exclusivamente para las señoras. Pero siempre se hacía una excepción en favor del barón de Couraud. Allí estaba, resueltamente sentado, delante de un trozo de pastel, cuyo hojaldre trituraban con lentitud sus mandíbulas. La marquesa reconquistó al prefecto diciéndole que jamás olvidaría sus emociones de artista, en
Los amores del bello Narciso y la ninfa Eco
. Y hasta le explicó por qué no lo habían esperado, de una forma que lo consoló del todo: aquellas señoras, al enterarse de que el ministro estaba allí, habían pensado que sería poco decoroso prolongar el entreacto. Acabó por rogarle que fuera a buscar a la señora Haffner, que bailaba con mister Simpson, un hombre brutal, decía, y que le desagradaba. Y cuando Suzanne estuvo allí, no volvió a mirar al señor Hupel de la Noue.

Saccard, seguido por los señores Toutin-Laroche, De Mareuil, Haffner, había tomado posesión de un trinchero. Como la mesa estaba llena, cuando el señor De Saffré pasó con la señora Michelin del brazo, los retuvo, quiso que la linda morena compartiera su cena. Ella tomó unos pasteles, sonriente, alzando sus ojos claros a los cinco hombres que la rodeaban. Estos se inclinaban hacia ella, tocando sus velos de almea bordados con hilos de oro, la arrinconaban contra el trinchero, al que acabó por adosarse, cogiendo pastas a manos llenas, dulcísima y acariciadora, con la amorosa docilidad de una esclava en medio de sus señores. El señor Michelin daba fin él solo, en el otro extremo de la estancia, a una terrina de foie gras de la que había logrado apoderarse. Mientras tanto, Sidonie, que rondaba por el baile desde los primeros sones de violín, entró en el comedor y llamó a Saccard con un guiño.

—No baila —le dijo en voz baja—. Parece inquieta. Creo que medita una de las suyas… Pero no he podido descubrir aún al galancete… Voy a comer algo y seguiré al acecho.

Y comió de pie, como un hombre, un alón de ave que pidió al señor Michelin, que había terminado su terrina. Se sirvió Málaga en una gran copa de champán; después, tras haberse secado los labios con la punta de los dedos, regresó al salón. La cola de su traje de maga parecía haber recogido ya todo el polvo de las alfombras.

El baile languidecía, la orquesta jadeaba, cuando corrió un murmullo: «¡El cotillón! ¡El cotillón!» que reanimó a los bailarines y los cobres. Acudieron parejas de todos los macizos del invernadero; el gran salón se llenó, como con la primera cuadrilla; y, en el renaciente jaleo, la gente discutía. Era la última llamarada del baile. Los hombres que no bailaban miraban, desde el fondo de los vanos, con muelle benevolencia, el grupo parlanchín que crecía en el centro de la estancia; mientras los comensales del buffet, sin soltar su pan, alargaban la cabeza, para ver.

—El señor De Mussy no quiere —decía una señora—. Jura que no lo dirige más… Vamos, una vez sólo, señor De Mussy, nada más que una vez. Hágalo por nosotros.

Pero el joven agregado de embajada seguía envarado en su cuello postizo. Era realmente imposible, lo había jurado. Hubo una decepción. Maxime se negó también, diciendo que no podría, que estaba hecho polvo. El señor Hupel de la Noue no se atrevió a ofrecerse; sólo descendía hasta la poesía. Cuando una señora habló de mister Simpson, la hicieron callar; mister Simpson era el más extraño director de cotillón que pudiera verse; se entregaba a imaginaciones fantásticas y maliciosas; en un salón donde habían cometido la imprudencia de elegirlo, se contaba que había obligado a las señoras a saltar sobre las sillas, y que una de sus figuras favoritas consistía en hacer andar a todo el mundo a cuatro patas alrededor de la estancia.

—¿Se habrá marchado el señor De Saffré? —preguntó una voz infantil.

Se marchaba, se estaba despidiendo de la hermosa señora Saccard, con quien se llevaba muy bien, ahora que ella no quería saber nada de él. Aquel amable escéptico sentía admiración por los caprichos de los otros. Lo trajeron triunfalmente del vestíbulo. Se excusaba, decía con una sonrisa que lo ponían en un compromiso, que él era un hombre serio. Después, ante todas las manos blancas que se tendían hacia él, dijo:

—Ea, ocupen sus puestos… Pero les advierto que soy un clásico. No tengo dos ochavos de imaginación.

Las parejas se sentaron alrededor del salón, en todos los asientos que se pudieron reunir; los jóvenes fueron a buscar incluso las sillas de hierro del invernadero. Era un cotillón monstruo. El señor De Saffré, que tenía el aire de recogimiento de un sacerdote oficiando, eligió por pareja a la condesa Vanska, cuyo traje de Coral le preocupaba. Cuando todos estuvieron en sus puestos, dirigió una larga mirada a aquella fila circular de faldas, flanqueada cada una por un frac. E hizo una señal a la orquesta, cuyos cobres sonaron. Asomaban cabezas a lo largo del sonriente cordón de rostros.

Renée se había negado a participar en el cotillón. Estaba con una alegría nerviosa, desde el comienzo del baile, bailaba apenas, se mezclaba con los grupos, no podía estarse quieta. Había hablado, durante la velada, de hacer un viaje en globo con un célebre aeronauta de quien todo París se ocupaba. Cuando el cotillón comenzó, la fastidió no poder caminar a sus anchas, y se quedó en la puerta del vestíbulo, dando apretones de mano a los hombres que se retiraban, charlando con los íntimos de su marido. El barón de Gouraud, a quien se llevaba un lacayo, embutido en su abrigo de pieles, encontró un último elogio para su traje de tahitiana.

Mientras tanto, el señor Toutin-Laroche estrechaba la mano de Saccard.

—Maxime cuenta con usted —dijo este último.

—Perfectamente —respondió el nuevo senador. Y volviéndose hacia Renée—: Señora, no la he felicitado… ¡Por fin se casa el querido muchacho!

Y como ella respondiera con una sonrisa extrañada:

—Mi mujer no lo sabe aún —prosiguió Saccard—. Hemos decidido esta noche la boda de la señorita De Mareuil y de Maxime.

Ella continuó sonriendo, inclinándose ante el señor Toutin-Laroche, que se marchaba diciendo:

—Firman ustedes las capitulaciones el domingo, ¿no? Me voy a Nevers para un asunto de minas, pero estaré de regreso.

Ella se quedó un instante sola en el medio del vestíbulo. Ya no sonreía; y, a medida que se empapaba de lo que acababa de saber, era presa de un gran escalofrío. Miró las colgaduras de terciopelo rojo, las plantas exóticas, los tiestos de mayólica, con una mirada fija. Después dijo en voz alta:

—Tengo que hablarle.

Y regresó al salón. Pero tuvo que quedarse en la entrada. Una figura del cotillón obstruía el paso. La orquesta tocaba en sordina una frase de vals. Las señoras, cogidas de la mano, formaban corro, uno de esos corros de crías que cantan
Giroflé, girofla
; y giraban lo más deprisa posible, estirando los brazos, riendo, resbalando. En el medio, un bailarín —era el malicioso mister Simpson— tenía en la mano una larga bufanda rosa; la levantaba, con el ademán de un pescador que va a arrojar un esparavel; pero no se apresuraba, le parecía divertido, sin duda, que las señoras girasen fatigadas. Resoplaban, pedían clemencia. Entonces lanzó la bufanda, y la lanzó con tal habilidad que fue a enrollarse en torno a los hombros de la señora De Espanet y de la señora Haffner, que giraban una al lado de la otra. Era una broma del americano. Quiso a continuación valsar con las dos señoras a la vez, y ya las había cogido a ambas del talle, a una con el brazo izquierdo, a otra con el brazo derecho, cuando el señor De Saffré dijo, con su voz severa de rey del cotillón:

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